jueves. 28.03.2024

La Constitución de 1931 negaba la posibilidad de cesiones territoriales o de autodeterminaciones

@Montagut5 | La Segunda República, a través de la Constitución de 1931, articuló un tipo de Estado nuevo en relación con los dos modelos anteriores. Se abandonó el centralismo del Estado liberal, consagrado en todas las Constituciones desde la de 1812 en Cádiz hasta la de la Restauración de 1876. Pero no se optó por la solución federal del Proyecto Constitucional de 1873 de la Primera República. Se aprobó una especie de tercera vía: la del Estado Integral. En este sentido, conviene que tengamos en cuenta la heterogeneidad de las fuerzas políticas que habían contribuido a la llegada de la República, donde se mezclaban planteamientos plenamente centralistas (filojacobinos, podríamos aventurar) con otros más descentralizadores y hasta federalistas junto con la presencia del nacionalismo catalán, sin olvidar al vasco, menos afín a la República.

El Estado español de la República debía organizarse partiendo de los municipios que se mancomunaban en provincias, que podían organizarse en regiones autónomas. La Constitución de 1931 negaba la posibilidad de cesiones territoriales o de autodeterminaciones.

En la cuestión municipal se rompió claramente con toda la compleja legislación liberal previa y se zanjó la intensa polémica entre las dos familias liberales sobre la forma de elección de los ediles. Las corporaciones municipales serían elegidas por sufragio universal directo entre los vecinos de cada localidad, salvo en los casos de concejos abiertos. Por encima, estarían, como hemos visto, las provincias con sus respectivas Diputaciones Provinciales. Una ley debía determinar cómo debía ser este órgano. En las Canarias se reconocía la existencia del cabildo insular, cuyas funciones serían las mismas que las que establecería la legislación para las provincias. Se permitía que las Baleares optasen por un régimen idéntico.

El nuevo modelo de organización territorial establecía la posibilidad de la creación de regiones autónomas. La región autónoma podría nacer cuando varias provincias limítrofes acordasen crearla. Tendrían derecho a un Estatuto, con un gobierno y un parlamento propios. Para la aprobación del Estatuto eran necesarias tres condiciones. En primer lugar, debía ser propuesto por la mayoría de los Ayuntamientos o de aquellos que comprendiesen las dos terceras partes del censo electoral de la región. En segundo lugar, debía ser aprobado en referéndum, cuyo resultado positivo tendría que contar, al menos, con el respaldo de las dos terceras partes de los electores del censo electoral de la región a crear. Si fuera negativo o no se alcanzase esa mayoría, no se podría volver a presentar la propuesta de autonomía hasta pasado un plazo de cinco años. Y, en tercer lugar, debía ser aprobado por las Cortes de la República. El Congreso podría modificar, eliminar o enmendar los artículos que estimase oportuno si entraban en colisión con la Constitución o las Leyes orgánicas. Cualquier provincia de una región autónoma o parte de ella podía renunciar a su régimen y volver a ser provincia administrada por el Estado. Esta decisión debía estar respaldada por la mayoría de los municipios. La Federación de regiones autónomas quedaba prohibida, en una clara apuesta antifederal.

Una de las cuestiones más complejas y debatidas fue la de las competencias que el Estado podía transferir a las regiones autónomas. Se optó por una solución muy cauta y favorable al Estado, ya que se establecieron tres categorías de competencias.

El Estado se reservaba todo lo relacionado con la cuestión de la nacionalidad, la regulación de los derechos y deberes constitucionales, las relaciones con las confesiones religiosas, la defensa y la política exterior, la seguridad pública cuando afectaba a todo el país, el comercio exterior y las aduanas, la moneda, la ordenación bancaria, la política hacendística general y las telecomunicaciones.

En segundo lugar, estarían las competencias estatales que podían gestionar y controlar las autonomías, aunque la legislación debía partir de las Cortes: legislación penal, social, mercantil y procesal, la protección de la propiedad intelectual e industrial, seguros, pesas y medidas, administración del agua, caza y pesca fluvial, la prensa y la radio, y la cuestión de la socialización de la propiedad

Por último, las competencias propias o específicas de las regiones autónomas serían todas las que no estaban señaladas entre las anteriores.

En el caso de conflicto de competencias entre la Administración central del Estado y las Administraciones de las regiones autónomas, el Tribunal de Garantías Constitucionales debía emitir un dictamen para que las Cortes decidieran.

Estaba claro que, aunque se había avanzado en el proceso de descentralización frente al modelo centralista tradicional español, las competencias de las autonomías eran muy limitadas y las Cortes podían rebajar mucho los estatutos, como se pondría de manifiesto en el caso catalán. Los republicanos y los socialistas no eran proclives a la solución federal, aunque sí eran sensibles a la diversidad evidente dentro de España, y a la importancia de contar con el apoyo del nacionalismo catalán de izquierdas, pero intentando no alarmar al Ejército, el principal factor contrario a soluciones que cuestionasen la unidad del Estado español. El Estado Integral, sería, por tanto, una solución que pretendía el difícil equilibrio. Al final no lo consiguió porque no contentó al nacionalismo catalán y acrecentó la hostilidad de gran parte de la oficialidad hacia la República. Para los primeros era insuficiente, y para los segundos constituía la puerta al separatismo.

El Estado Integral de la II República