sábado. 27.04.2024
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La crisis de Ucrania ha entrado en una nueva fase, con el reconocimiento formal por parte de Rusia de las repúblicas separatistas orientales de Donetsk y Lugansk y la orden de intervención a unidades militares rusas “para garantizar la paz” en la región (aún por ejecutar).

Los acontecimientos han seguido el curso lógico, como ya anunciábamos en el último análisis. Más que una invasión desde Bielorrusia, para alcanzar Kiev y derribar el gobierno ucraniano, como predecían algunos expertos militares occidentales, Putin ha elegido la vía cautelosa. No exactamente el guion de Georgia de 2008, cuando lanzó una operación militar poco preparada (aunque medianamente eficaz) en apoyo de los separatistas abjasios y osetios meridionales. La actuación del Kremlin en Ucrania tiene ecos de la reciente intervención en Kazajstán, donde los soldados rusos fueron desplegados para “restaurar el orden” alterado por violentas protestas. En el peligroso incremento de las violaciones del alto el fuego estipulado en 2016, en Minsk. Como suele ocurrir, cada parte atribuye a la adversaria la responsabilidad de las provocaciones.

Las potencias occidentales consideran que la maniobra de Putin es un ardid más y estiman que lo ocurrido en las últimas horas es una invasión en toda regla, aunque los lobos se vistan de corderos. Biden ya ha ordenado la imposición de nuevas sanciones, aunque de momento limitadas a élites y bancos rusos. La UE y Gran Bretaña hacen otro tanto. Alemania intenta revocar la tibieza de las primeras semanas de la crisis y suspende el gasoducto NordStream 2, que aún no operaba. Veremos si esta beligerancia económica no se convierte en un boomerang.

El presidente ruso tenía descontado esta reacción occidental: lleva años preparándose para resistir las sanciones. La vía diplomática ha sido un recurso para perder tiempo, o para ganarlo. Concluidos los Juegos de invierno en Pekín, entramos en otra fase de la crisis. Que la “operación de pacificación” pase a mayores dependerá de muchos factores.

En primer lugar, de la capacidad y de la voluntad de respuesta de Ucrania. El status quo, de momento, no se ha modificado. En el este de las regiones de Donetsk y Luhansk, los enclaves del Donbass, donde viven dos millones y medio de personas, no opera el estado ucraniano desde 2015. No parece probable que el gobierno de Kiev se lance ahora a recuperar el control de esos territorios, cuando no lo ha podido hacerlo en los últimos años. Ucrania puede obtener aún más armamento occidental del que ya ha recibido, pero no puede contar con un apoyo directo de las potencias occidentales. Una respuesta más contundente podría ser suicida.

La incógnita mayor reside en los planes de Putin. La opinión mayoritaria en Occidente es que el líder ruso invocará cualquier pretexto para desencadenar la invasión a gran escala y acabar de una vez por todas con la Ucrania independiente que, para él, se trata de una ficción o, peor aún, de una traición de las élites locales y de los dirigentes de la era comunista. 

HISTORIA Y MITOS

Putin argumenta que Rusia y Ucrania son la misma nación. El ancestral reino de Kiev sería la cuna de Rusia. La  realidad histórica es más compleja y discutible, abierta a interpretaciones. Por el contrario, la narrativa de los políticos liberales o nacionalistas ucranianos afirma la distinción entre los dos países. Como dice un investigador letón, tanto las élites de Rusia como Ucrania se basan, por conveniencia, en mitos medievales (1). Un profesor de ruso en Oxford incide también la manipulación histórica para legitimar el conflicto (2). En Occidente se aplica el pragmatismo: interesa una Ucrania independiente porque se reduce el poderío ruso. Las reclamaciones de la minoría rusa -se sostiene- no debe cuestionar la integridad del estado unitario. 

La invocación de la Historia suele ser un arma arrojadiza, y en Europa particularmente. En la mitad oriental, el derrumbamiento del bloque comunista hizo aflorar tensiones nacionales soterradas, pero también artificialmente azuzadas por las viejas élites en busca de perduración de sus posiciones de poder o de otras nuevas  que surgieron de las entrañas del sistema antiguo o desde fuera de él. 

Fue en la desaparecida URSS y en los Balcanes donde este fenómeno adquirió su expresión más cruda y violenta. En las guerras yugoslavas de la primera mitad de los noventa, las legitimaciones historicistas se convirtieron en armas propagandísticas de uso recurrente. La combinación de raíces originarias con la defensa de poblaciones expatriadas desde muchos siglos atrás brindaron munición emocional en los discursos patrióticos. Serbia sostuvo que Kosovo no podía ser aceptado como Estado independiente, porque era la cuna de la nación serbia, en el siglo XIV. Serbia también empleo este recurso en Croacia y los nacionalistas de ambos países en Bosnia. Occidente se resignó a aceptar esta lógica con la paz de Dayton.

Cuando Putin flirteaba con Occidente en la lucha contra el “terrorismo islamista” su modelo autocrático era tolerado

El comunismo burocrático no dejó paso a la democracia liberal que los líderes occidentales proclamaron y que alguno de sus doctrinarios codificó como “el fin de la historia”. De los últimos treinta años acá, las formaciones políticas que aparecen como más sólidas son nacionalistas, en sus versiones populistas, anticomunistas y reaccionarias. En Bosnia, la nueva generación de dirigentes etnicistas lo utiliza ahora otra vez para plantear la homogeneización étnica. La amenaza de guerra es la más alta de los últimos treinta años.

En la periferia de Rusia ha ocurrido algo similar. Donde hay núcleos mayoritarios o importantes de población rusa se han establecido entidades separadas, que viven en el limbo internacional: Osetia y Abjasia, en Georgia; Transnistria, en Moldavia; y el Donbass, en el sureste de Ucrania.

Los actuales aliados de Estados Unidos en Europa central y oriental no son ajenos a esta tendencia nacionalista que tuerce la historia a conveniencia. La UE ha decidido por fin cercar al nacional-reaccionario húngaro Orban, después de una década de tolerancia y cooperación, amparada por la excanciller Merkel. Estados Unidos critica en Putin lo mismo que consiente o disculpa en los líderes de Polonia, la República Checa, Hungría, Eslovaquia. O de Ucrania, donde se aplicó un rasero con el prorruso Yanúkovich y  otro con el magnate Poroshenko, sobre el que pesan procesos pendientes por corrupción. Los nacionalistas radicales ucranianos no ocupan el gobierno pero amenazan con un levantamiento si el Presidente Zelenski (figura cada vez menos cómica y más trágica ) renuncia a la solicitud de ingresar en la OTAN. 

LA POLÉMICA SOBRE LA EXTENSIÓN DE LA OTAN

Otra controversia histórica gravita sobre las demandas rusas de seguridad. El compromiso de Estados Unidos y sus aliados europeos de no impulsar el avance de la OTAN hacia el Este fue formulado durante el debate de la reunificación alemana (en los convulsos tiempos de Gorbachov) y de la nueva Rusia, tras la desaparición de la URSS (durante los caóticos años de Yeltsin). El semanario alemán de centro-izquierda DER SPIEGEL ha tratado de exponer la polémica con la mayor claridad y objetividad posible, referenciando documentos escritos y contrastando versiones orales y memoriales de los protagonistas de entonces. No hay una conclusión rotunda, pero se da crédito a la acusación rusa de que Occidente no honró sus promesas (3). Un engaño, para el Kremlin. Un malentendido, según la Alianza Atlántica.

Un tratamiento más amplio y documentado es el que realiza la historiadora alemana Katherine Spohr en su último libro, traducido al castellano como ‘Después del muro’ (4). Al margen de las polémicas o de las versiones contradictorias o de discurso para justificar hechos posteriores, el trabajo de Spohr evidencia que las cesiones que Putin reprocha a Gorbachov y a Yeltsin se basaban en la desesperada necesidad de dinero occidental: el primero para evitar el hundimiento de la URSS y el segundo para alimentar ese capitalismo popular que sus cachorros ultraliberales thatcheristas querían implantar en la nueva Rusia. Lo que se calla Putin es que la última ampliación de la OTAN se hizo ya con él en el Kremlin (2007). Sólo cuando la pretensión de la extensión atlantista alcanzó a las exrepúblicas soviéticas de Georgia y Ucrania. Occidente cruzó una línea roja: de Putin y de toda la nueva clase dirigente rusa. 

Si el Kremlin ha tardado mucho en reclamar la revisión del orden de la posguerra fría no ha sido por amnesia o por una reversión ideológica. Es cierto que Putin sirvió al Estado comunista como oficial del KGB. Luego se convirtió en mano derecha de un Yeltsin patéticamente liberal. Y se consolidó como patrón de todas las Rusias como nacionalista, acorde con la evolución de la Europa oriental antes señalada. Durante su primera década como presidente se avino a colaborar con Occidente a cambio de reconocimiento y de condiciones favorables en el nuevo orden internacional. Pero los neocon despreciaban a este Ras-putin de los tiempos modernos: lo consideraban un comunista disfrazado, un Frankenstein que sintetizaba lo peor de los zares y de los bolcheviques para construir un discurso de recuperación de la grandeza perdida.

Las mentiras de la guerra de Irak y la apuesta atlantista en Georgia y Ucrania terminaron de convencer a Putin de la necesidad de pasar a la ofensiva. Pero querer no es poder. Durante su primera década en el poder, tras liquidar la insurgencia chechena, construyó un nuevo Estado, se aseguró el control y la rentabilidad de los recursos naturales, fidelizó a buena parte de los oligarcas (grandes fortunas propiciadas por Yeltsin a expensas del pueblo ruso), reforzó los aparatos de seguridad y modernizó las fuerzas militares. 

Putin es capaz de decir que la desaparición de la URSS fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX” y al mismo tiempo responsabilizar a Lenin y Stalin de separar a Ucrania de Rusia o condenar a Kruschev (un ucraniano) por ceder Crimea a la jurisdicción de Kiev. En un fragmento de su alocución del pasado lunes que la prensa occidental no ha destacado, el presidente ruso recordó que Rusia se hizo cargo de todas las deudas y obligaciones económicas de la URSS, asumiendo la parte que le correspondía a Ucrania: una invectiva a su antiguo patrón, Yeltsin. Se calló, por el contrario, que en el Memorándum de Budapest de 1994, Yeltsin se comprometió a que Rusia respetaría la integridad territorial de Ucrania. 

Cuando Putin flirteaba con Occidente en la lucha contra el “terrorismo islamista”, acreditado por su feroz represión de los insurgentes chechenos o por su colaboración tras el 11 de septiembre, su modelo autocrático era tolerado, justificado o pasado por alto por conveniente. Los doctrinarios del sistema liberal no critican a dictadores o autoritarios por lo que son sino por a quien sirven en cada etapa histórico o momento. Pasó con el Irán del Sha, el Irak de Saddam Hussein pre-Kuwait, la Arabia Saudí de siempre o los regímenes militares o absolutistas de América Latina o Asia. Con los gobiernos nacional-populistas reaccionarios de la “Europa unida”, Washington se ha puesto de perfil, y ahora no vacila en considerarlos de nuevo como víctimas potenciales de Rusia. La Historia se utiliza o desdeña según conviene.


NOTAS

(1) “Russia and Ukraine are trapped in Medieval Myths”. KRISTAPS ANDREISONS. FOREIGN POLICY, 6 de febrero.
(2) “How national mythologies foment the conflict”. ANDRE ZORIN. THE ECONOMIST, 22 de febrero.
(3) “NATO’s eastward expansion. Is Vladimir Putin right? KLAUS WIEGREFE. DER SPEIGEL, 15 de febrero.
(4) “Post Wall, post Square. Rebuilding the world after 1989”. KRISTINE SPOHR. TAURUS, 2021.

La segunda fase de la crisis de Ucrania