sábado. 20.04.2024
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Foto: Miguel de Sancho

A escasos kilómetros de Cannes y de Niza, dos de los municipios que han prohibido el burkini, el rey Salmán de Arabia Saudí privatizó en julio una playa pública para su confort y el de su familia sin ninguna oposición institucional

Pueden encontrarlo entre 30 y 60 euros en una de las más célebres páginas de comercio electrónico del planeta. Sobrios o con un cromatismo exagerado a veces dífícil de lucir, aptos para jóvenes o para mujeres en plena madurez... e incluso uno, particularmente vistoso, con los colores de la bandera francesa estampados a lo largo del torso.

En un país que cuenta con 600.000 desempleados más que en mayo de 2012, en el que una de cada dos familias no tiene los recursos suficientes para irse de vacaciones este verano y en el que 3.800.000 personas viven en un hogar insalubre, el principal problema estival en Francia es el burkini.

El burkini tiene poco de burka y todavía menos de bikini. Es un hiyab que, como la mayor parte de los atuendos femeninos islámicos, preserva con mayor o menor éxito la discreción en las formas del cuerpo de la mujer. El rostro permanece, sin embargo, descubierto; no es un niqab, ni un burka, ni siquiera un chador a la iraní. Y sobra decir que también está muy lejos del bikini. El burkini forma parte de lo que se conoce en Francia como «moda púdica» o en inglés como «modest fashion», consumida no solo por la comunidad musulmana sino también por cualquier mujer que no quiera exhibir de manera ostensible las partes más atrayentes de su cuerpo.

Tras el macabro atentado de Niza del 14 de julio, los alcaldes de varios municipios del sur de Francia decidieron tomar su pequeña revancha contra la comunidad musulmana, con el beneplácito de varios tribunales administrativos que no encontraron ninguna objeción a las diferentes ordenanzas municipales en aras de la prohibición de esta particular prenda de ropa. Los alcaldes, en buena parte de Les Républicains -formación del ex presidente Nicolas Sarkozy- pero también del Partido Socialista, han logrado atraer las simpatías de una buena parte del espectro político  -de todos los signos-, satisfecha con una medida claramente simbólica, pero con un eco mediático extremadamente poderoso.

Los términos de algunas de las ordenanzas hablan del burkini como de un elemento que pretende «liberarse de las reglas comunes que rigen las relaciones entre las instituciones públicas y los particulares» y alude al respeto de las «buenas costumbres y de la laicidad » así como de las « reglas de higiene y de seguridad de las áreas de baño». En resumen, el uso de una prenda de ropa en el espacio público en un contexto de ocio y de convivencia entre personas de todas las clases sociales y de múltiples orígenes pone en entredicho los valores supremos de toda una nación.

Se puede debatir el carácter sexista del hiyab, enmarcado sin embargo en un patriarcado común a las tres grandes religiones monoteístas, más o menos acentuado en nuestros días. Sin embargo, el debate sobre la violencia doméstica no tiene, por ejemplo, el eco que alcanza en España; durante el año 2015, el 26 por ciento de las mujeres francesas fue víctima de violencia física de parte de sus parejas y 122 de entre ellas fueron asesinadas. Parece, por consiguiente, que la protección de la mujer podría tener otras manifestaciones más eficaces desde las instituciones públicas que la prohibición del burkini en las playas de Francia.

A todo ello podríamos añadirle una absoluta ausencia de pragmatismo. El pueblo francés ha demostrado después de los atentados una notable resiliencia. Pese a los dos grandes atentados de 2015, los actos antimusulmanes aumentaron respecto al año anterior pero el país no cayó en una espiral de violencia interconfesional que muchos representantes públicos y asociaciones musulmanas temían. El ataque al burkini refuerza la estigmatización de la comunidad musulmana, señalada incluso en los espacios de ocio y obligada a un aislamiento todavía mayor, origen en algunos casos de una radicalización religiosa con las consecuencias que ya conocemos. Y en términos de coherencia, parece obvio que la laicidad y las buenas costumbres ensalzadas por la ordenanza no se aplicarán si un bañista decide llevar un pequeño crucifijo de oro sobre su cuello bronceado.

2017 es un año de elecciones: presidenciales y legislativas. Francia, con su verano a la sombra del burkini, construye poco a poco una agenda política que satisface a la extrema derecha patria y a las derivas identitarias de conservadores -y de una parte de los socialistas-. Frente al debate social y económico, la perspectiva de un discurso civilizacional parece cada vez más evidente a apenas ocho meses de las elecciones. 

A escasos kilómetros de Cannes y de Niza, dos de los municipios que prohibieron el burkini hace unos días, el rey Salmán de Arabia Saudí privatizó a finales de julio una playa pública para su confort y el de su familia sin ninguna oposición institucional. Evidentemente, el debate sobre la noción de espacio público fue inexistente. Y es que los petrodólares no entienden de ordenanzas municipales.

El burkini como cuestión de Estado