viernes. 19.04.2024

Dígame si conoce algún país en el mundo donde el Presidente de un Gobierno democrático se niegue a comparecer ante los legítimos representantes de la soberanía popular. Pues, aunque no se lo crea, existe y se llama España. Y este señor presidente es Mariano Rajoy a quien su amigo Bárcenas (es lo que se desprende de sus conversaciones íntimas en formato ‘sms’) le acusa de cobrar complementos salariales irregulares mientras era Ministro del Gobierno de Aznar. Además de poner de manifiesto todo un sistema irregular de financiación del Partido Popular.

Pero, este artículo no tiene como objeto entrar a analizar las cuestiones de fondo por graves que me parezcan, ya que pienso que la justicia investigará, pondrá la verdad al descubierto y castigará a los culpables. Sino reflexionar sobre las formas de estos hechos y las maneras de reaccionar de unos y otros, acusados y acusadores.

Siempre me ha parecido sorprendente que se le otorgue credibilidad política, mediática y ciudadana a los que se sitúan frente a un Tribunal de Justicia como presuntos delincuentes, e incluso se les encarcela preventivamente por riesgo de fuga. También me deja estupefacto cómo se desvanece la presunción de inocencia (garantía constitucional) de aquéllos a los que se les imputa un delito y se les adelanta el veredicto de culpables en el escenario mediático, que sólo busca incrementar las audiencias. Todo vale para desprestigiar al adversario, ya sea de diferente opción política o de las propias filas. Me manifiesto claramente contra estas prácticas y el todo vale, para hacer vacantes o aumentar la tirada de uno u otro periódico. Todos, o casi todos, han utilizado en la lucha política y empresarial estos lamentables métodos y hoy estamos como estamos porque la responsabilidad no ha prevalecido frente al instinto autodestructivo de las élites dirigentes.

¿Mediocridad o mezquindad? Sea por una u otra, o por las dos, la relación de los ciudadanos con la política ha experimentado en los últimos años un importante deterioro en nuestras sociedades. El número de personas que votan en las elecciones europeas, generales y locales se ha visto considerablemente reducido desde comienzos de los noventa. La disminución del número de votos muestra que muchas personas en Occidente han perdido la confianza en quienes ejercen el poder y algunos estudiosos y políticos han mencionado una “crisis general de confianza” en la sociedad. La filósofa Onora O´Neil resume esta opinión:

“La desconfianza y el recelo se han extendido por todas las áreas de la vida, aparentemente por buenas razones. Se dice que los ciudadanos ya no creen a los gobiernos, los políticos, los ministros, la policía, los tribunales o las instituciones penitenciarias. Se dice que los consumidores ya no creen a las empresas, especialmente a las más grandes, o a sus productos. Se dice que ninguno de nosotros confía en los bancos, las aseguradoras o las prestadoras de pensiones. Se dice que los pacientes ya no confían en los médicos (…) y en concreto no confían en los hospitales o en los especialistas de éstos. La “pérdida de confianza” es, en resumen, un cliché de nuestros tiempos”

En este contexto de descrédito generalizado, las formas son determinantes para no entrar en un pozo sin fondo. Estos tiempos requieren políticos con mayúsculas. Líderes y no meros administradores. Es obligado poner en la acción pública, social y empresarial a personas capaces de trazar horizontes a medio y largo plazo, que, sin ocultar su dificultad, sean capaces de corresponsabilizar a la ciudadanía en ese empeño colectivo desde la sinceridad y la ética.

Hay que poner fin a las divagaciones y pasar a tomar decisiones desde la generosidad personal y la salvaguarda del interés general. Lo importante es lo de todos, y no las ambiciones personales por legítimas que estas sean.

Por ello, son pocas las salidas, pero hay salida. España, sus ciudadanos necesitan de la altura de miras de sus actuales dirigentes. Inevitablemente, el actual Presidente debe dar una explicación convincente ante el Parlamento español y, que en el caso de no poder hacerlo o no querer, deberá dimitir, facilitando un proceso electoral para que sea el pueblo español el que tome la palabra y sentencie con su voto.

De no hacerlo, no sólo Rajoy perderá la credibilidad ciudadana de su persona, aún más, si no que acrecentará el desprestigio de la Institución que preside y, con ello la de la democracia española en su conjunto.

Publicado Sistema Digital

¡Váyase señor Rajoy!