jueves. 28.03.2024

Muchas cosas iban a cambiar desde el día en que, según cuentan, alguien que afirmaba ser el hijo de Dios pronunció en su trance de muerte aquellas palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Antes, Yhavé –el presunto Padre– podía permitirse el lujo de desahuciar del paraíso sin contemplaciones a una pareja de infelices por sucumbir a la inocente tentación de comer una manzana. O divertirse exigiendo al ceporro de Abraham que matase a su hijo, sin tener que excusarse luego cuando le reconociera que solo era una broma. Pero el dia en que Jesús –el supuesto Hijo– dicen que dijo lo que dijo, ese día todo cambio al colarse el perdón en la psicología humana y en la Historia. Perdón en su doble virtud, la que reconoce la humildad de quien lo reclama y la que corona con la grandeza de la generosidad la frente de quien lo concede.

El impacto de este síndrome del perdón, como lo podríamos llamar, se ha dejado sentir con especial incidencia, por motivos obvios, en los países de tradición cristiana y en especial los católicos. Lo podemos comprobar en España, donde los siglos de cilicio y sacristía nos han dejado esta inclinación moralista a la indulgencia con la que evitamos el duro y laico ejercicio de la crítica y la autocrítica. Frente a la asunción de responsabilidades, en fin, resulta mucho más reconfortante creernos merecedores del perdón, o dispuestos a concederlo, si pensamos como el presunto Mesías que el pecador no sabía(mos) lo que hacía(mos).

La iniciativa de un grupo de militantes socialistas de grabar un video solicitando la clemencia social es una buena muestra de ello. Se trata sin duda una propuesta bienintencionada, surgida de la más absoluta buena fe, con la que quieren demostrar su arrepentimiento ante el supuesto viraje ideológico de Zapatero y su gobierno, desbordados por una crisis que, afirman, no supieron calibrar. Sin embargo, el video no muestra la misma compunción por la deriva política que el PSOE venía arrastrando desde mucho antes, desde aquellos lejanos tiempos del OTAN, de entrada no, a las patadas en la puerta de la Ley Corcuera o a las incitaciones al enriquecimiento de Carlos Solchaga. Sin pequeños detalles como estos parecería que la pesadilla neoliberal hubiera llegado a la socialdemocracia española como un batacazo inesperado, el mismo que llevó a San Pablo a abrazar la nueva fe tras caerse del caballo.

No menos sintomática es, igualmente, esa insistencia en vincular cualquier posible superación de la violencia en Euskadi a la sincera humillación de la izquierda abertzale pidiendo público perdón. En este sentido, algunos destacan las gestos de Pernando Barrena o Ornaldo Otegi mostrando su pesar por el sufrimiento causado desde sus filas, por sus palabras u omisiones, a las víctimas de la violencia de ETA. Gestos insuficientes para otros, la fiel infanteria de Mayor Oreja e Intereconomía, siempre dispuestos a no descansar hasta ver como los 276.989 votantes de Sortu demuestren su arrepentimiento flagelo en mano y, si es posible, entre rejas. Un rigor de los sectores de la derecha española, incluso los supuestamente más moderados, que paradójicamente constrasta con su rotunda negativa a pedir perdón por los cientos de miles de fusilados, encarcelados, represaliados y exiliados que generó su Glorioso Movimiento Nacional del 18 de julio, ese de cuya herencia tan orgullosos todavía se sienten.

Tal vez por eso, el PP trata de compensar su rechazo a condenar el franquismo con una entusiasta inclinación a otorgar el perdón. Gesto misericordioso que, obviamente, es sabiamente dirigido a quien realmente se lo merece. No a los intransigentes abertzales, claro. Ni a los extremistas antisistema capaces de arruinar con el desespero de una pedrada la nerviosa confianza de los mercados financieros. No, para el gobierno de Mariano Rajoy la absolución de los pecados queda reservada –lo estamos viendo en cada Consejo de Ministros– para los policías torturadores, los empresarios defraudadores o los prevaricadores inmobiliarios. Ya se sabe, pobres infelices que si en algún momento cayeron en la tentación fue, sencillamente, porque no sabían lo que hacían.

¿Y para el resto? Pues, bueno, para el resto, si no logran demuestrar suficiente aflicción, el comisario Igusquiza se encarga de entrenar a sus chicos de las Unidades de Intervención de la Policía. Con rigor y dureza, para que sepan estar a la altura de las circunstancias.

Perdónalos porque no saben lo que hacen