jueves. 28.03.2024

Desde hace ya bastantes años se ha ido imponiendo en las clases dirigentes de las sociedades desarrolladas la idea de que el Estado debe ser lo más pequeño posible. Empero, en el trasfondo de esa idea sencilla hay otra más compleja: Resulta muy caro a los poseedores del dinero –eso dicen ellos a pesar de que su aportación, de una forma u otra, a su sostenimiento haya sido mínima: Los Estados se financian por las rentas del trabajo y los impuestos sobre el consumo- mantener en pié al Estado protector, es mejor que cada uno se vaya protegiendo con lo que tenga y de ese modo espolear a la población para que trabaje, gane más dinero, invierta, consuma, se resigne o busque el modo de cubrir todas sus necesidades, dejando al rico, que es quien de verdad sabe de esas cosas, que invierta, sin ningún tipo de corsé, en aquello que más le atraiga –por ejemplo en especular con la deuda soberana- o gaste su dinero en lo que le salga del forro del pantalón. De ahí que de un tiempo a esta parte casi la única política fiscal empleada por la mayoría de los gobiernos occidentales haya sido atacar al impuesto sobre la renta, es decir, al impuesto más distributivo y justo que existe si se aplica de forma seria y eficaz, y subir los indirectos, o sea aquellos que dañan más a las clases menos pudientes. Es un modo concluyente de acabar progresivamente con el llamado Estado del Bienestar, Estado impuesto por la fuerza a quienes siempre han tenido el poder y el dinero, o sea para ellos un “Estado contranatura” que obstruye las inexorables leyes de “los mercados”.

Esa política, defendida y difundida por los medios oficiales como única posible, ha creado en los países ricos una cultura individualista, insolidaria y egoísta que se refleja en el modo de vida mayoritariamente aceptado por quienes ascienden de clase social: “Debo tener un piso acorde con mis ingresos y mi clase, un coche de iguales características, una asistencia sanitaria y una educación diferentes a las del populacho: No tengo por qué mantener a parásitos ni a gandules ni a pobres ni a fracasados, a éstos, en todo caso, en el “Rastrillo de Navidad”: Siente un pobre a su mesa...”. Y ese modo de pensar, que proviene de los dueños de todo, de los más ricos de la tierra y ha pasado a las familias y a los individuos con menos ingresos y más problemas, ha fructificado también en las unidades geográficas que componen un Estado, en este caso el español.

Decía Carod Rovira hace años que él no era nacionalista sino simplemente catalán, justificando esa cualidad impar en sus sentimientos y en la realidad del presente, sin referencias históricas de ningún tipo. En su análisis, claro, inteligente, sencillo y tranquilo, Carod argumentaba que Cataluña sería mucho más rica, mucho más eficaz con sus ciudadanos si fuese un país soberano sin ataduras de ningún tipo. Es decir, sin tener que derivar la riqueza generada por el genio catalán a otros territorios donde no existe el genio catalán, vamos, exactamente lo mismo que defiende Artur Mas y le ha llevado, en su locura particular, ha convocar unas elecciones plebiscitarias que harán muy difícil la gobernabilidad de Catalunya en un periodo de crisis con pocos precedentes. Carod, que atribuía con bastante verdad, a José María Aznar y al PP el mayor mérito a la hora de crear independentistas en Euzkadi y Catalunya –no podemos olvidar el impacto de la sentencia del Estatut-, que coincidía con Maragall al afirmar que España estallaría de seguir gobernando durante cuatro años más los mismos gobernantes, que aseguraba que su proyecto no cabía en la España castiza de quienes disponen desde Madrid, se olvida, sin embargo, -y ahí conectamos con el problema de los impuestos antes esbozado- del origen de la riqueza catalana, pues no existen vendedores, o sea empresarios, si no hay un mercado al que vender la producción derivada de la libre iniciativa de los astutos hombres que constituyen la oligarquía catalana. Se olvidaba también, como casi todos, de que la palabra Esquerra no es sólo una marca, sino una forma de pensar, de ser, basada en la solidaridad con los más desfavorecidos –no sólo de Cataluña- y en la justicia social. Y, por último se olvidaba, también, de la trayectoria histórica de Esquerra Republicana de Cataluña –se olvida lo que se quiere-, partido catalanista que apoyó a Azaña en todas las mociones de censura que le fueron apareciendo en el desempeño del poder, que aportó varios ministros a sus gabinetes: Lluhí Vallescá y, entre otros, Lluis Companys, el hombre más notable que ha dado hasta la fecha dicho partido, quien en la revolución de octubre de 1934, ante la amenaza que suponía para la autonomía catalana el gobierno de la derecha -¡cuantísimo miente el Sr. Aznar!-, proclamó “el Estado Catalán dentro de la República española”. Fundador de la Esquerra junto al estrafalario coronel del Ejército español Francesc Maciá, Lluis Companys fue un hombre bueno que defendió siempre a los trabajadores, que amó a su tierra hasta el delirio, que comprendió a la perfección que en la España esbozada por Azaña en su discurso barcelonés de 26 de septiembre de 1932 cabían Cataluña y sus libertades. No caben las comparaciones.

Carod Rovira pasó y hoy es asesor –la verdad no sé de qué- en el Hospital de Santa Tecla de Tarragona por el módico salario de seis mil euros al mes. Hace años que le sustituyó Artur Mas, un hombre de miras cortas que quiso pasar a la Historia, que, como buen católico, veía monumentos ecuestres a su persona en todas las plazas principales de Catalunya. Pero Artur Mas no es la causa, sino la consecuencia. No es tampoco un independentista sino un precursor de un nuevo Estado, de un Estado insolidario, egoísta, refractario que de triunfar y extenderse por toda Europa, nos devolverá en muy poco tiempo al feudalismo que dejamos atrás hace ya tanto. Tiene razón, toda la razón al decir que la Catalunya actual no cabe dentro de la España castiza que quieren imponer los actuales gobernantes, pero es que dentro de esa España somos cada vez menos –de todas las tierras de este antiguo, variado y plurinacional país- los que cabemos. España no es Madrid, ni tan siquiera Madrid es Madrid, ni el Partido Popular ni el Socialista, tampoco Catalunya es Convergencia i Uniò. España es la unión de pueblos y culturas muy diferentes. El día que los ricos, vascos y catalanes, -ricos por su situación geográfica fronteriza con Europa, ya hablaríamos de riqueza si en vez de estar ahí, estuviesen dónde está Senegal, por ejemplo- decidan que no quieren seguir dentro de esa unión –con las modificaciones constitucionales que sean precisas: la Constitución es una norma para la convivencia, no un ladrillo para lanzar al discrepante-, que renuncian a la lucha, que se van, al resto, a lo que quede habrá que ponerle otro nombre, pues ya no será España, sino cualquier otra cosa. Tal vez tengan razón, sea lo mejor para ellos, pero para quienes desde fuera de esos territorios consideramos su cultura como parte de la nuestra y vemos la diversidad con alborozo, será un día oscuro, trágico y amargo.

Catalunya es una nación, no me cabe la menor duda. Y a reconocer ese hecho indiscutible se encaminaba al principio la reforma del Estatuto que emprendió el Gobierno de Zapatero. La actitud de la derecha ultramontana castiza, que lleva siglos haciéndonos la vida imposible a quienes admiramos la diversidad de España, convocando manifestaciones ultras, azuzando medios de desinformación y presentando recursos de inconstitucionalidad, más la poca maña que se dieron los gobernantes del Tripartito –esto en menor grado-, crearon una frustración en el pueblo catalán y en muchos no catalanes que deseábamos ese reconocimiento de todo corazón. A ella se sumó el desafortunadísimo fallo de ese Tribunal y, más tarde, las terribles políticas recortadoras y represoras de Artur Mas que trataron a Catalunya, pero sobre todo a los catalanes, como despojos humanos, como carne de negocio, de privatización, dentro de una estrategia sin precedentes que pretendía convertir al país no es un Estado de la Unión Europea, sino en un Estado sometido a las terribles ideas elaboradas por Milton Friedman y la desgraciadamente famosa Escuela de Chicago. En ese aspecto, Artur Mas llevó a Catalunya las mismas políticas privatizadoras que ya habían implantado en Valencia y Madrid los señores del Partido Popular, todo ello adornado también con una exhibición brutal de fuerza bruta encarnada en el uso de su policía particular contra el pueblo y sus legítimas reclamaciones de Justicia y Democracia.

Erró Artur Mas y sus compañeros de viaje. Leyeron parte del discurso, pero no lo leyeron entero, porque además del problema identitario –que creo tiene solución porque es necesario de una vez por todas que la Ley reconozca lo obvio, que Catalunya es una nación dentro de un Estado plurinacional-, hay otros mucho más graves que afectan a la calidad de vida, a la vida y la muerte de miles y miles de personas, creado por las políticas que aplican Artur Mas y quienes como él piensan; porque la catástrofe ladrillero-financiera prendió en la Catalunya de Pujol; porque la deslocalización, el paro, el trabajo precario y sumergido están minando el futuro de ese país igual que el de otros de España y de Europa; porque al descontento y a la necesidad se responde con cargas policiales y desahucios; porque en sus comisarías se tortura pese a los indultos de Rajoy; porque la Unión Europea no es hoy fuente de desarrollo ni de progreso, sino todo lo contrario; porque Catalunya merece una suerte mejor, mucho mejor que la que cocinan para ella, contra ella, quienes, mediante mil artilugios, han intentado hacer un país a su imagen y semejanza sin importarles un bledo la diversidad propia, ni los derechos políticos, económicos, sociales y culturales inalienables del pueblo catalán; porque la oligarquía catalana, representada mayoritariamente por CIU, no es Catalunya, ni creo que nadie en su sano juicio quiera que así sea.

Catalunya no es la oligarquía catalana