sábado. 20.04.2024

La ruptura del sistema bipartidista en España al que estamos asistiendo en estos momentos, es algo más que una anécdota o un cambio de estilo. Es, de hecho, la ruptura con una larga tradición política que se extiende desde principios del siglo XIX hasta la actualidad y que sólo ha tenido, en nuestra historia reciente, dos interrupciones. La primera durante la década de la II República y posteriormente durante los 36 años de la dictadura. Obviamente en condiciones diferentes.

El nacimiento de los partidos políticos en España, a principios del siglo XIX, siempre se ha movido entre dos extremos cuyas diferencias son más formales que reales. Desde la Guerra de la Independencia hasta la derrota de España en Cuba y la crisis del 98, la alternancia en el poder entre dos partidos políticos fue una constante, incluso es parte de la idiosincrasia española. Esa alternancia no fue siempre pactada ni estuvo exenta de traumas, revueltas y conflictos bélicos, pero las consecuencias de esta alternancia nunca supuso una ruptura con los fundamentos del sistema y con el reparto del poder dentro de la misma clase social. Sólo suponía la asunción del poder político por una parte u otra de quien, de hecho, retenía el poder económico en España.

Los absolutistas durante la Guerra de la Independencia se reconvirtieron en ultrarealistas en la etapa de Fernando VII, en carlistas durante las regencias o el reinado de Isabel II incorporando posteriormente, parte de los descendientes de los jovellanistas y Liberales que se fueron aproximando hacia los moderados y posteriormente se reconvirtieron en autoritarios. Esta evolución no dejaba de ser una mera suma de unos pocos “elegidos” a una u otra camarilla, para detentar el poder algo que no deja de ser verdad aunque reconozcamos la bondad y buenas intenciones de muchos políticos de la época.

Durante esos años, los llamados exaltados, posteriormente se reconvirtió en el partido progresista que dio lugar a los partidos Progresista y Demócrata, los que a su vez fueron el germen durante la I República, de las organizaciones políticas Constitucionalistas, los Radical, Republicanos unitarios y los partidos federalistas. Pero a pesar de esta evolución, su composición social no dejaba dudas de cuales eran sus objetivos y a que clase social representaban.

No fue sino a finales del siglo XIX, cuando aparecen las agrupaciones obreras que darían como resultado la creación y rápido crecimiento del partido socialista en 1879, aunque harían falta treinta años más para que este partido obtuviera el primer diputado en Las Cortes y cincuenta años más para que accediera al gobierno a pesar de haber sido uno de los primeros partidos socialistas en fundarse en el continente europeo. Y es que hasta ese momento, el acceso al poder o, al menos, al sistema de representación de una clase social diferente a la nobleza, a la oligarquía española (ilustrada o no) o la alta burguesía fue simplemente imposible. No es, por tanto, sino hasta la primera década del siglo XX cuando se rompe, por primera vez, la gran tradición de la política española, es decir, el reparto entre dos partidos políticos que, con diferentes nombres, siempre representaron a las misma clase social.

La supuesta pluralidad ideológica existente hasta ese momento, expresada en numerosos grupos de interés, camarillas, tertulias y protopartidos no oculta la realidad de que sólo había una única ideología, gestionada, eso sí, mediante dos instrumentos diferentes. O bien se garantizaba la unidad de España, es decir, su mercado interior y los privilegios económicos asociados, el pacto social reinante y la estructura política de representación, mediante políticas autoritarias de control social o bien se garantizaba mediante políticas de mejora de las condiciones de vida de la población cuando gobernaban los progresistas ilustrados.

El juego era simple, cuando las políticas conservadoras entraban en colisión o tensiones con la población, y se producían revueltas que ponían en peligro sus privilegios, entraban a gobernar los progresistas y cuando estos entraban en colisión con las fuerzas vivas sea la Corona, el ejército, la iglesia o la oligarquía se devolvía el poder, de una manera u otra (elecciones o golpes de mano) a los conservadores.

Está claro que esta estructura política se sostenía en un país con unas estructuras económicas que seguían siendo decimonónicas cuestión que ha sido muy bien estudiada, entre otros, por el profesor Josep Fontana y caracterizada por “la existencia de un mercado interior reducido y fragmentado, (…) ausencia de medios de transporte adecuados (...), un bajo nivel de demanda, (…) baja densidad de población en España y por un nivel de renta que se encontraba también muy por debajo de otros países europeos como Francia e Inglaterra”.

Además de todo eso, la existencia de una agricultura tradicional de subsistencia, con un fuerte componente de autoconsumo, que solo intercambiaba los escasos excedentes por productos procedentes de la pequeña industrial artesanal local y finalmente, un Estado con un déficit presupuestario permanente, arrastrado desde la suspensión de las remesas americanas de plata, así como la ausencia de instituciones financieras adecuadas para impulsar el proceso de industrialización, son el caldo de cultivo de una estructura política, de estado y administrativa al servicio de la aristocracia, la oligarquía agraria, la alta burguesía, los militares, el clero y las naciente burguesía profesional. Esta parte de la población no sumaba más que un 10% de la población española que, entre 1800 y 1900, se movía entre 11 y 19 millones de habitantes.

Por el contrario, la gran mayor parte de la población, estaba conformada por trabajadores manuales, obreros industriales (a penas un 3% de la población activa a mediados del siglo) campesinos (sólo un tercio era propietario de las tierras que trabajaba), artesanos y criados pero, además de vivir en condiciones deplorables incluso para la época, no disponían de ningún instrumento de acción política ni mecanismos para intervenir en las instituciones, más que la “compresión” de la burguesía ilustrada que promovía medidas para mejorar sus condiciones de vida. Medidas tan importantes, no obstante, como las desamortizaciones de los bienes de la iglesia pero de cuya venta se beneficio, sobre todo, el propio estado y la burguesía, que adquirió estos bienes a precios irrisorios y que sólo, residualmente, beneficio a la población en general al convertir algunos de estos bienes en hospitales, centros educativos o instituciones benéficas.

Junto a esta realidad empezaban a producirse desigualdades territoriales en cuanto a las pautas de desarrollo económico que dio lugar a la aparición de las burguesías catalana y vasca que, en un corto periodo de tiempo a finales del siglo XIX, dio como resultado la creación de dos partidos políticos para canalizar sus aspiraciones, la Lliga Regionalista Catalana (LRC) y el Partido Nacionalista Vasco (PNV). Estos conectaron con los movimientos románticos y nacionalistas en Europa, recuperando las raíces nacionales de sus respectivas regiones y reescriben sus tradiciones separadas de las raíces nacionales españolas reivindicando la construcción nacional pero sin poner en duda la estructura de clase en el reparto del poder.

Este equilibrio en la alternancia política con apariencia de inestabilidad social, en realidad fue muy estable hasta la irrupción de los partidos políticos y organizaciones obreras creadas en los núcleos industriales nacientes y cuya principal virtud fue generar alianzas con los campesinos y las clases medias urbanas, lo que permitió conformar un bloque social y político que rompió con las antiguas estructuras políticas. Evidentemente esa alianza, en principio “contra natura”, estaba abonada con la España oficial que limitaba el acceso a todo aquel que no perteneciese a las grupos sociales dominantes y cuya máxima representación se sustentaba en la Corte monárquica a la que nobles, burguesía, clero y militares pretendían aproximarse.

Con todos estos elementos, la ruptura estaba servida y se concretó en el acceso de la organizaciones populares y obreras en 1931, rompiendo entre otras cosas, el pacto social existente, la estructura del estado, las formas de representación y de propiedad que se arrastraban durante todo el siglo XIX, y con todo ello, la estructura bipartidista que lo sustentaba. Obviamente la dictadura de Franco supone otra ruptura del sistema bipartidista en un sentido muy diferente, por el mero hecho de que no existían partidos, y dado que la gestión del poder era unipersonal durante varias décadas, la confrontación entre los sectores sociales dominantes se realizaba mediante mecanismos de acceso al círculo de poder en torno al dictador, dentro del partido único y no mediante la confrontación de opciones políticas autónomas entre sí. Pero fue la solución por la que optaron las fuerzas conservadoras y moderadas del antiguo régimen para evitar la pérdida de sus privilegios.

La llegada de la democracia tras la muerte del dictador supuso de nuevo la irrupción de nuevos partidos y el pacto político y social de 1978 tuvo, entre otras consecuencias que se pusieron las bases para retomar aquella tradición bipartidista entre conservadores y progresistas, estableciendo una legislación electoral que favorecía claramente, a medio plazo, la consolidación de este sistema. Quizás no cabía otra fórmula pero las consecuencias son evidentes.

La estructura de circunscripciones provinciales (a pesar de establecerse las estructura administrativa de las comunidades autónomas), la aplicación de un sistema electoral semimayoritario como es la Ley d'Hont, el establecimiento de normas de apoyo a los partidos políticos mayoritarios con subvenciones, presencia en los medios de comunicación públicos, etc. sirvió para que se retomara y consolidara, en a penas dos elecciones, un sistema bipartidista con UCD/PP por un lado y con el PSOE por otro, con la aquiescencia de nuevo, de los herederos de la Lliga Regionalista Catalana y del Partido Nacionalista Vasco que nunca dejaron de representar la burguesía industrial, comercial y financiera de sus respectivos territorios.

Suponer que ambos sistemas de representación política no están relacionados con una estructura de clase y que se sustenta en una determinada estructura económica, es caer en un simplismo irreal que tiene por objetivo, poder presentar los cambios políticos como meras reformas de estilo. Sin embargo, cuando se reivindica con tanta virulencia un cambio en la legislación electoral para permitir que las instituciones representen la pluralidad social, se está reivindicando que sectores sociales que no tienen acceso a las instituciones y nula capacidad de decisión, puedan tenerla.

Por eso la ruptura del bipartidismo al que estamos asistiendo en estos momentos en España, con la irrupción de nuevas organizaciones políticas de ámbito estatal o de territorios autonómicos, supone ciertamente un divorcio, en ese aspecto, con una larga tradición del modelo bipartidista de representación política en España.

Si realmente esta tendencia se consolida y se convierte en un sistema plural de representación política, se romperá con una larga tradición histórica que, además, tendrá consecuencias más allá de las instituciones porque no es ajena esta ruptura con los problemas económicos por los que atraviesa la economía española ni con las desigualdades territoriales y sociales que ha producido la estructura productiva.

Algo más que bipartidismo