Ventana con fichas de parchís
Lo que se le daba bien a mi madre era jugar al parchís. Esto no sé si llevarlo a la novela aquella que hace unos meses dejé abandonada, encerrada con sus propias palabras de encierro, aquella novela de la que ella prácticamente es la protagonista. Eso es lo de menos. El parchís, decía. Jugaba a todas horas. En todas sus horas de ocio, que no eran muchas, pues aquellos eran los tiempos, tan recientes, en algunos sitios no extinguidos, en los que las mujeres se ocupaban de todo en los hogares. De todo. Más o menos.
La recuerdo jugando junto a una de las ventanas de la casa de la familia de la madrina de mi hermana. Una de las ventanas de la casa de la familia de la madrina de mi hermana. La veo a ella ahí ahora, como en muchas tardes de primavera de aquellos años en que todo estaba por hacer y nada me incumbía. Por ese orden. Sentada jugando con la dueña de aquella casa, la casa de la huevería que tenía puerta a la calle contigua a aquella ventana. La huevería de La Pepi. La de Manolo el Huevero. La casa de la madrina de mi hermana Maite. Sentada sin asomarse a esa ventana yo la veía cada vez que en aquellos últimos años de mi infancia yo pasaba por aquel tramo de la calle Guillermo de Osma, quizás tarareando Échame a mí la culpa o alguna de Camilo Sesto. Y la veía ahí y nos saludábamos mientras ella se permitía el lujo de distraerse un instante de su concentración en el parchís para ser mi madre y decirme sólo con su mirada: no te preocupes, todo irá bien. Porque lo que sabía estupendamente hacer mi madre además de jugar al parchís era ser mi madre. Si lo sabré yo.