jueves. 25.04.2024

Lo que se le daba bien a mi madre era jugar al parchís. Esto no sé si llevarlo a la novela aquella que hace unos meses dejé abandonada, encerrada con sus propias palabras de encierro, aquella novela de la que ella prácticamente es la protagonista. Eso es lo de menos. El parchís, decía. Jugaba a todas horas. En todas sus horas de ocio, que no eran muchas, pues aquellos eran los tiempos, tan recientes, en algunos sitios no extinguidos, en los que las mujeres se ocupaban de todo en los hogares. De todo. Más o menos.

parchisEl parchís, continúo. No jugaba tan a menudo, pero ahora me parece que así era, y como me lo parece, lo considero y lo cuento. Jugaba al parchís con una pericia descomunal, como una campeona soviética de ajedrez jugaba al ajedrez. Así. Digo que mi madre jugaba al parchís porque ya no juega. A lo que sigue jugando es a la brisca. Y ganando. Como ganaba la mayoría de las partidas que jugaba al parchís. Concienzudamente. Mi madre jugaba concienzudamente. No permitía deslices que aparentaran desquiciar una partida. Y era mejor que no te equivocaras en contar para mover tus fichas en acorde con lo que tu dado había señalado. ¡Cuenta bien! Es curioso, en el ámbito del juego, en el mundo lúdico de la competición para entretenerse era donde se mostraba mi madre como una rígida matrona que olvidara que la disciplina no podía vencer jamás al cariño poderoso. Nada de Homo ludens. Para ella el juego, ese juego, pero también cualquier otro, la brisca, ya digo, era el reducto perfecto para sus maneras castrenses. Sus únicos ademanes militarotes surgían cuando nos poníamos a jugar. A competir, mejor dicho. Ella no jugaba. Y cómo competía. Qué certeza. Te como, cuento veinte y te vuelvo a comer. Y otras veinte. Se dieron casos. De veinte en veinte. Por cierto, el juego de la oca no le gustaba. Pero, ay el parchís…

La recuerdo jugando junto a una de las ventanas de la casa de la familia de la madrina de mi hermana. Una de las ventanas de la casa de la familia de la madrina de mi hermana. La veo a ella ahí ahora, como en muchas tardes de primavera de aquellos años en que todo estaba por hacer y nada me incumbía. Por ese orden. Sentada jugando con la dueña de aquella casa, la casa de la huevería que tenía puerta a la calle contigua a aquella ventana. La huevería de La Pepi. La de Manolo el Huevero. La casa de la madrina de mi hermana Maite. Sentada sin asomarse a esa ventana yo la veía cada vez que en aquellos últimos años de mi infancia yo pasaba por aquel tramo de la calle Guillermo de Osma, quizás tarareando Échame a mí la culpa o alguna de Camilo Sesto. Y la veía ahí y nos saludábamos mientras ella se permitía el lujo de distraerse un instante de su concentración en el parchís para ser mi madre y decirme sólo con su mirada: no te preocupes, todo irá bien. Porque lo que sabía estupendamente hacer mi madre además de jugar al parchís era ser mi madre. Si lo sabré yo.

Ventana con fichas de parchís