Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna
@JohariGautier |
Ubicar a Macondo en la cartografía colombiana es, además de una tarea altamente improbable, algo absurdo. Pues, Gabriel García Márquez lo explicó abiertamente en una entrevista: “Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo”.
Sin embargo, tras un periodo de más de diez años ejerciendo el periodismo cultural en el Caribe colombiano, he de reconocer que la ciudad de Valledupar llama la atención por reflejar de manera espontánea y poderosa las características de la ciudad imaginaria que el Premio Nobel colombiano construyó a lo largo de su vida en sus cuentos y novelas.
Esta idea la recojo en mi recién publicado libro de ensayos y crónicas “De Valledupar a Macondo: los caminos del realismo mágico” donde presento la capital del Cesar como una “Ciudad-espejo” que vive en un triángulo tormentoso marcado por la fantasía, la realidad y la literatura. En esta obra resalto el símil entre el nacimiento de Macondo ––que, en sus inicios era “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas” (Cien años de soledad)–– y Valledupar que nació con “nueve manzanas divididas por dentro en forma de cruz”.
De esta misma forma, dejándonos guiar por las referencias literarias, es imposible ignorar el río descrito en “Cien años de soledad” que destaca por su “lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos” y nos remite inevitablemente al lecho del río Badillo, en su paso por el corregimiento de La Mina (a 40kms al norte de Valledupar), donde relucen enormes y asombrosas piedras blancas parecidas a inmensos huesos blancos fosilizados.
La incomunicación histórica de Macondo es también una particularidad que identifica a Valledupar. Recordemos que, poco después de haber sido fundada, en la ciudad imaginaria de García Márquez, “el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible”, y, de forma similar, Valledupar estuvo durante mucho tiempo mejor conectada con Riohacha que con Bogotá, lo que contribuyó a consolidar un aire provinciano hasta hoy perceptible.
Y si de plagas hemos de hablar, la del insomnio ––que durante mucho tiempo azotó a Macondo–– sigue presente en Valledupar, pues desde las 4.30 de la mañana se puede observar a ciudadanos ejercitándose en las calles, haciendo deporte como si no tuvieran otra cosa que hacer, y mezclándose, además, con los habitantes que regresan de sus parrandas (contribuyendo a extender los límites del día a su manera).
Pero el realismo mágico de Valledupar no se limita a su faceta de ciudad alegre que alterna los festivales folclóricos y celebra la memoria de personajes macondianos tales como Francisco El Hombre, Diomedes Díaz o Leandro Díaz. También es una ciudad todavía poco amigable, en construcción, donde las noticias sociales y económicas rozan continuamente la tragedia.
La pobreza azota a la mitad de la capital cesarense con una naturalidad que podría perturbar a cualquier visitante. Se ve en las calles, en los semáforos, y en la informalidad de personas que venden o revenden sus productos de manera heroica, bajo un sol inclemente que multiplica el dolor y la desesperación. Esa pobreza se alimenta, además, de la falta de empleo (un rasgo notable de Valledupar), oleadas de migrantes en busca de un futuro estable (las últimas siendo las del país vecino estancado en una crisis sistémica interminable), servicios educativos y sanitarios altamente deficientes, y graves abusos al poder adquisitivo de los consumidores.
Una de las últimas tragedias macondianas ha sido el aumento de la tarifa energética aplicada a los hogares y empresas. Se estima que, entre 2020 (año de creación de la empresa Afinia) y 2024, el aumento de la factura de la luz ha alcanzado un 300%, algo que muy pocos hogares pueden asumir, y aún así, nadie ha logrado hacer nada, ni siquiera el gobierno nacional que ha visto cómo se ha formado una fractura social entre el interior de Colombia y la costa Caribe. Pero lo más impresionante es que, más allá de un par de marchas organizadas sin real movilización del pueblo, la única gran protesta realizada en Valledupar ha sido una canción de Julio Oñate grabada por Iván Villazón. La gran ironía es que, al ritmo de “Apagando focos”, los directivos de Afinia pueden hoy parrandear en sus oficinas, mientras que gran parte de los ciudadanos aguantan calor en casa a la espera de una bajada de tarifa milagrosa.
Así es el Macondo valduparense tan trágico y mágico como el que figura en los cuentos y novelas de García Márquez, tan melodioso y disonante, y siempre atrapado en un movimiento cíclico que le impide romper con las desgracias que le acechan. La publicación de “De Valledupar a Macondo” nos invita inevitablemente a preguntarnos qué debe hacerse para que Valledupar pueda emprender un camino de prosperidad duradero y estable, para que lo que se invierta permanezca al alcance de todos, para que lo que se brinda a la comunidad no desaparezca súbitamente en manos de un particular, y enseguida sobresalen tres aspectos fundamentales para el devenir de esta “ciudad-espejo”: potenciar la memoria (y por vía de hecho la educación), pero también la inclusión y un claro compromiso con la defensa de los derechos del ciudadano.