martes. 16.04.2024
Hic digitur dei
Hic digitur dei.

A través de la revista Pandora, Revue d´Études Hispaniques du Département d’Études Hispaniques et Hispano-Américaines Université París 8, en su número 12 del 2014, Politiques, récits et représentations de la Mémoire en Espagne et Amérique Latine aux XXX et XXI siècles, he podido encontrar un artículo muy interesante e impactante de Nancy BERTHIER, titulado “Testamento 1977 de Joan Martí: vomitar la muerte de Franco. Un ejercicio de contramemoria”. De la misma profesora de la Sorbona he podido encontrar otro artículo no menos impactante Imágenes recalcitrantes: el caso de la proclamación de Juan Carlos I como Rey de España (22 de noviembre de 1975). Artículos que me servirán de base y que resumiré en lo fundamental para la redacción de estas líneas.

La muerte del dictador, Funeralísimo según Rafael Alberti, el 20 de noviembre de 1975, tras 4 décadas de un auténtico reinado, supuso un acontecimiento ambivalente en la sociedad española. Para unos, los antiguos vencedores de la guerra civil y de sus herederos, fue una auténtica hecatombe. Una matización sobre quiénes fueron los auténticos vencedores. Y en una de sus últimas entrevistas, concedida al poeta soviético Ehrenburg, en diciembre del 38, declaró Antonio Machado: "Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado". Yo no tengo ninguna duda que la guerra verdaderamente la ganó Machado. Como escribió el novelista aragonés José Giménez Corbatón en su extraordinario artículo Colliure-, 1939-2009, con motivo del setenta aniversario de la muerte de Antonio Machado:

“Decía Juan de Mairena que “el hombre es el animal que usa relojes”. Franco quiso parar el reloj de la historia para aquellas mujeres y hombres, niños, jóvenes y ancianos que cruzaron la frontera hacia un destino incierto. Franco sabía de correajes, de cañones y de muerte. Pero no de relojes. No sabía que el suyo nacía parado, sin ni siquiera historia que detener, sin historia. La historia que vale la pena considerar es la que hace avanzar a los pueblos. Franco no es digno de consideración”.

Retorno a la muerte del dictador. Para otros, supuso una liberación. En mi caso particular, recuerdo que mi madre me despertó de madrugada para comunicarme que había muerto, y me lo dijo muy preocupada, ya que yo estaba haciendo el servicio militar. Cuando marché hacia el cuartel lo hice con abundantes provisiones, como si fuera hacia una guerra, tal era el temor. Temor había mucho en la sociedad española, ante lo imprevisto. Fueron unos momentos claves de nuestra Historia, que quedaron reflejados en unas imágenes recalcitrantes -que perduran en el tiempo- como la noticia de la muerte de Franco y su entierro, el juramento como Rey de Juan Carlos I, entre otras. Pero, también existe un gran desconocimiento de muchos acontecimientos de nuestra Transición que, para el pensamiento dominante, fue pacífica y consensuada entre las fuerzas franquistas y las de la oposición. En el contenido de este artículo podemos constatar cómo hubo una contramemoria enfrentada a la memoria oficial, totalmente desconocida para la ciudadanía en general. Y no solo para esta, sino que también para algunos historiadores. En mi caso, las dos obras cinematográficas de las que trata este artículo, eran totalmente desconocidas. He podido visualizarlas en YouTube.

En el espacio público de aquel momento, para conocer el evento de la muerte de Franco y los hechos posteriores como la proclamación como rey de Juan Carlos I, no había alternativas a las imágenes oficiales que configuraban la memoria de los “vencedores”. Si bien para los contemporáneos se trataba de impulsar una visión oficial del evento -la muerte de Franco- desde una lógica propagandista finalmente clásica, también se tenía la conciencia muy clara de que esa «última imagen», una vez incrustada en las retinas, iba a formar el punto de partida ineludible de su fijación en la memoria colectiva. No sólo se trataba de controlar el presente —en términos de captación— y el pasado —convocado en los discursos fúnebres— sino también el futuro. Conquistar la memoria, transformar a Franco en un imperecedero «lucero» y abrirle el camino para que entrara al Panteón de los héroes nacionales, tales eran los objetivos de la avalancha de imágenes bajo control que invadieron el país a raíz de su muerte.
 

Sin embargo, en el ámbito de la clandestinidad (o del underground), surgieron formulaciones de una “contramemoria” que reflejaron otras maneras de vivir y de recibir el evento y, sobre todo, de representarlo. Fue el caso de dos películas realizadas dentro de la contracultura catalana de la época, Hic digitur dei (Antoni Martí, 1976) y Testamento (Joan Martí, 1977). Ambas películas -insisto para mí totalmente desconocidas hasta hace 4 días y que las he tenido que conocer a través de una historiadora francesa- concebidas en el momento de la agonía y muerte de Franco, presentan una visión alternativa de la solemne representación de la proclamación de Juan Carlos como rey. Es obvio que estas filmaciones no podían apoyarse en captaciones propias del acontecimiento que tenía lugar en el espacio cerradísimo del salón de las Cortes, pero lo directores se las ingeniaron para encontrar la manera de representarlo, precisamente a partir de estas imágenes oficiales, que sometieron a unos procesos de reelaboración propia, uno mediante el documental (Testamento) y el otro con la ficción (Hic digitur dei).

En el caso de Testamento, las imágenes oficiales son las que suscitan de entrada el acto creativo. Joan Martí cuenta en efecto cómo cogió su cámara de 16 milímetros para filmarlas en la pantalla de su televisor, sin saber en un primer momento de qué manera las iba a utilizar: “Yo iba filmando en 16 milímetros de la tele y grabando los comunicados de la voz en off”. Finalmente, opta por elaborar un cortometraje documental fundamentado en la práctica del collage, en la cual combina estas imágenes con otras, de índoles inversas; en particular escenas orgiásticas o pornográficas que sirven de contrapunto a una banda de sonido compuesta únicamente por sonidos oficiales: primero la lectura íntegra del testamento de Franco en la televisión por Arias Navarro, que tuvo lugar el 20 de noviembre a partir de las diez de la mañana; luego el juramento de conformidad en el momento de la inhumación de Franco en la Basílica del Valle de los Caídos el 23 de noviembre de 1975 ; y, por fin, el juramento de Juan Carlos I del 22 de noviembre, previo a su proclamación como rey. El objetivo de esta película, mejor documental, es claramente profanatorio con respecto a las imágenes oficiales y su solemnidad: el deseo de “vomitar la muerte de Franco” es la reacción artística de Joan Martí frente al evento y sus representaciones. Para entender la película Testamento hay que tener en cuenta lo que el cineasta designa con una metáfora clínica: « [...] nace como consecuencia de una náusea política acumulada durante demasiados años». La náusea es un malestar que provoca la necesidad de vomitar, la expulsión de la comida indigesta produciendo en general el alivio. Según Martí, ese malestar era el resultado de un largo proceso acumulativo: «Nacer, crecer y formarse en una dictadura, crea en algunas conciencias críticas una rabia y malestar que solamente remite cuando el dictador es vencido o cuando desaparece». Para él y para muchos representantes de su generación, la dictadura se vivió como un peso, algo difícil de digerir. La muerte de Franco supuso una liberación, celebrada clandestinamente con champán, pero ese evento liberatorio también representó, al ritmo de la larga agonía que padeció el Caudillo, un último trance en ese proceso acumulativo que intensificaría hasta un grado extremo el sentimiento de náusea.
 

En efecto, la muerte de Franco supuso un despliegue propagandístico que, para los que no compartían el discurso hagiográfico del poder, fue vivido como una forma de tortura-también náusea- que duró mucho más que el mero hecho biológico, ocurrido el 20 de noviembre de 1975. El estado de salud del Caudillo se deterioró a principios de julio de 1974 al sufrir una tromboflebitis en la pierna derecha y ser hospitalizado de urgencia, iniciando un extenso periodo de decadencia que se aceleró al otoño siguiente, hacia su irremisible final. A partir del mes de octubre de 1975, frente a una realidad ya difícil de maquillar, el gobierno empezó a informar sobre la enfermedad del jefe del Estado. El ritmo regular de los partes médicos, difundidos por la prensa, la radio y la televisión, funcionaba como un cotidiano recordatorio con respecto al irremediable evento, de modo que la muerte de Franco entró en los hogares mucho antes de que ocurriera, en un ambiente de expectativa que, con el tiempo, se haría interminable. A partir del 20 de noviembre, cuando en la madrugada Radio Nacional anunció la noticia, y hasta el día de la inhumación, el día 23, se intensificó la presencia del evento en la vida mediática del país, que protagonizó todos los escenarios con motivo de las ceremonias (misas, capilla ardiente en el Salón de Columnas del Palacio Real, traslado del cuerpo al Valle de los Caídos, inhumación en la Basílica, etc.). Pero la avalancha mediática no cesó ese día: durante un tiempo siguieron invadiendo el espacio público números especiales de revistas o periódicos, álbumes conmemorativos, programas televisivos, un número especial del NO-DO, etc. El soporte audiovisual desempeñó un papel fundamental en la escenificación del evento por el poder, en particular la imagen televisiva que podía registrar en directo el evento. Como lo ha puesto de realce Manuel Palacio, se trataba de un auténtico reto televisivo que se había preparado con antelación gracias a la larga agonía, y que supuso «el mayor despliegue que jamás había hecho la televisión española en su historia». La imagen fija permitía congelar el evento de manera complementaria, con publicaciones retrospectivas que fijaban sus «mejores momentos». El largo período de 30 días de luto oficial lo prolongaba, aunque con cada vez menos intensidad.

La larga duración de su presencia en el escenario público no es la única causa de la náusea; lo es también la manera monocorde y harto repetitiva en que se presenta. Si los soportes informativos son variados, en cambio, no difiere la naturaleza del mensaje que se difunde. La muerte de Franco corresponde al paradigma clásico de lo que Philippe Ariès llama la «muerte domesticada», una muerte en cierto modo «dócil», ordenada, apaciguada, y finalmente abstracta. En la pequeña pantalla, ya bien presente en los hogares de los españoles, el locutor Florencio Solchaga fue el embajador televisivo para los 56 partes médicos y 116 comunicados televisivos en una «puesta en escena [...] extraordinariamente sencilla, por no utilizar cualquier otro adjetivo peyorativo». El recuento, por los partes médicos, de la agonía, se presenta con una retórica púdicamente sibilina con la que, según Manuel Vázquez Montalbán «el lenguaje científico trataba de pasteurizar el idioma de la muerte» y no saldrá a la luz pública la menor imagen del cuerpo enfermo. Paul Preston recuerda que «Se ofrecían enormes sumas de dinero a quien consiguiera fotografiar al agonizante dictador», Franco. Caudillo de España, Barcelona, Grijalbo, p. 961. Sin embargo, hasta ahora sólo han circulado, muchísimo tiempo después, las imágenes de la agonía del Caudillo sacadas por su propio yerno, el marqués de Villaverde, que fueron publicadas en la revista semanal La Revista, el 29 de octubre de 1984. En cuanto al cadáver, será sometido a la tradicional operación estética que borra toda huella de sufrimiento; se le reviste del uniforme de capitán general de los ejércitos y se le expone en un lujoso féretro. Los rituales mortuorios sucesivos, durante los tres días, se afanan en infundir una impresión de paz y de serenidad. Laureano López Rodó había reunido un voluminoso dossier con los detalles de los funerales de los grandes del siglo XX desde Alfonso XII para que sirvieran como modelo. Todo quedaba controlado y bien controlado. En el centro del dispositivo está la presencia reiterada del pueblo, que se escenifica en estado de profunda conmoción, y que comulga en masa en las manifestaciones públicas de duelo. Largas filas de españoles había para dar el último adiós al Dictador. La celebración conjunta de un evento paralelo e interdependiente, el acceso de Don Juan Carlos al trono y la presencia de este en todas las ceremonias, contribuyen a completar ese panorama de tranquila serenidad, en que se reactiva la antigua simbólica de las monarquías de la continuidad del poder más allá de la defunción: el Rey ha muerto, ¡viva el Rey! Las ceremonias, concebidas precisamente en función de los rituales de la tradición monárquica, reactivaron el principio de sacralización que había sido uno de los fundamentos del culto a la personalidad de Franco desde la guerra civil, llevándolo a un extremo inusitado, en particular en su clímax, la inhumación del cuerpo en la espectacular basílica del Valle de los Caídos.
 

El hecho de que Testamento termine con el juramento de Juan Carlos I, en los últimos dos minutos de la película, corresponde para el director a la voluntad de vincular rotundamente al joven monarca con el pasado dictatorial indeseado y de manifestar su total desconfianza en el futuro, al presentarlo como un mero títere. Lo original en esta ocurrencia de la imagen recalcitrante-insisto imagen que perduran a lo largo del tiempo- es que podríamos decir que se hace in absentia... O sea que, de la secuencia televisiva, sólo se ha recogido la banda de sonido, que se utiliza en forma de cita textual. Las imágenes propiamente dichas de la secuencia se quedan fuera de campo, pero son convocadas potentemente por la voz reconocible del soberano, que basta para recordar en las mentes nítidamente el evento. El director monta el fragmento sonoro del juramento y proclamación de Juan Carlos I con un plano muy famoso de la inhumación de Franco, el lento movimiento panorámico ascendente en torno a los 150 metros de la gran cruz del Valle de los Caídos que tiene una extensa duración de unos dos minutos. La desincronización entre sonido (del 22 de noviembre) e imagen (del 23 de noviembre) le permite a Joan Martí conferirle un relieve peculiar a las famosas palabras de don Juan Carlos I que, aisladas además de su contexto histórico y vinculadas con el fluir narrativo de la película, resuenan como una especie de pacto con el diablo representado por la gran cruz debajo de la cual reposa. Por consiguiente, el juramento así escenificado lo liga claramente al dictador y a su régimen y no asoma aquí el menor atisbo de esperanza o de confianza en esta opción política. Detrás de la figura de Juan Carlos I se yergue, amenazantemente encarnada en la gran cruz, el espectro de Franco. Aunque Testamento no tenga un valor de película militante y, como lo afirma el director, se origina en un sentimiento de náusea y en la voluntad de expulsarlo cinematográficamente, queda sin embargo como un testimonio de una “contramemoria” del momento que, en el ámbito político de la oposición al régimen, ese 22 de noviembre de 1975 no consideró la figura de Juan Carlos I como una opción viable para una futura democratización del país. Nada, o casi nada, en el espacio público del país, pudo reflejar este estado crítico de una parte de la opinión, mostrándose la prensa nacional de entonces en general muy favorable al nuevo monarca, mientras que en el extranjero las opiniones eran muy diversas y lo que dominaba sobre el 22N era más bien un sentimiento de duda, o mejor dicho un punto de interrogación que contrastaba con el entusiasmo peninsular.

Hic digitur dei, idéntico testimonio, aunque con una forma distinta, representa la película que dirige otro joven catalán, Antoni Martí, ideada igualmente en el contexto de la agonía y muerte de Franco. Realizada también fuera del ámbito del cine comercial, se trata de un largometraje de ficción rodado en formato amateur Súper 8. Cuenta la historia de una joven, Llumeta, que tiene que ir a trabajar como sirvienta a casa del “Cabdil” para ganar el dinero que le permita enviar a su padre enfermo al hospital. En paralelo a su historia, se cuentan la agonía y muerte de ese “Cabdil” y el advenimiento de su sucesor, un rey llamado Baltasar, terminando la película en una gran fiesta con fuegos artificiales. La trama combina la influencia de las radionovelas de Radio Madrid, cuyo estilo es parodiado (en particular con la referencia a los parientes pobres de Guillermo Sautier Casaseca y Lucecita de Antonio Losada), mezclada con el universo visual de la cultura popular de la prensa (las fotonovelas, la revista Hola). Pero, sobre todo, el punto de partida del cineasta son las imágenes oficiales del momento de la muerte de Franco: “lo más importante para nosotros son las imágenes de televisión, éstas, y la iconografía de los periódicos y de las revistas. Aquello nos marca nuestro storyboard para después hacerlo a nuestro aire”. Detrás del cuento del Cabdil y de su sucesor, el espectador reconoce la realidad nacional sin dificultad. Nuestra imagen recalcitrante adopta en esta ficción la forma de una recreación libre al final de la película, en el capítulo IX titulado “De cómo, en medio del funeral, llegan Baltasar y el hada, su puta madre”, justo después de la muerte del Cabdil. La entronización del rey se hace después de una parodia de homilía, en un texto en pseudo latín sin sentido, del que sólo emergen reconocibles palabrotas con consonancias catalanas, que pronuncia solemnemente una especie de cardenal en un altar colocado frente al féretro del difunto. Su tono, así como su gestualidad, al igual que la de los presentes, son exagerados y producen un efecto claramente grotesco, reforzado por un decorado pintoresco que revisita con mucha fantasía (a lo Disney) la iconografía del régimen franquista. La llegada solemne del rey, en un gran coche oficial negro, confirma y acentúa la dimensión carnavalesca al bajar de ella un niño pequeño, de unos seis años, con un enorme y ridículo sombrero verde: “¡Mamá, mamá! ¿dónde está mi mamá? “¡Mamá!” es el discurso que pronuncia al cabo del acto ese joven soberano.
 

“Era una fiesta total”, comenta el cineasta al ser preguntado por la recepción pública de la película en los círculos del cine underground de la época. También había sido una gran fiesta su proceso creativo, que reunió tanto para su concepción y realización como para su interpretación la flor y nata de la contracultura catalana de aquel entonces: un guion de Roser Fradera, Quim Monzó y del propio Martí, e interpretaciones de Joan Fernández, Xabier Elorriaga, Rosa Novell, PepMaur Serra, Maruja Torres, Montserrat Carulla, Alfred Luchetti, sin olvidar las colaboraciones como extras de los participantes en el festival de teatro Grec. El poco crédito que se le concede al rey Juan Carlos I en el entorno de la contracultura catalana de la época adopta, pues, aquí la forma de un cuento jocoso que responde al concepto de lo carnavalesco; tanto en su dimensión crítica y subversiva, fundamentada en el principio de rebajamiento y del mundo al revés, como por su carácter felizmente regenerador que representa “el correctivo popular de la risa a la gravedad unilateral de [l]aspretensiones espirituales” del poder. No por azar la película finaliza con imágenes precisamente de un gran carnaval en el cual, como lo explica el rótulo, “los súbditos hicieron fiestas y medio se sublevaron”, con imágenes documentales de verdaderas fiestas callejeras con fuegos artificiales, quemas, actuaciones musicales, etc. Al final, un grupo de jóvenes irrumpe en el Palacio y destruye gozosamente las banderas y otros símbolos del antiguo régimen mientras el niño rey se queda solo en un cuarto, jugando con un barquito. Contra la solemnidad de las imágenes oficiales, Hic digitur dei genera una forma de historia contrafactual que actúa como una suerte de feliz, aunque ficticio, “correctivo”.

En sus reelaboraciones de la imagen recalcitrante, a pesar de las grandes diferencias de su tratamiento, tanto Testamento como Hic digitur dei se vinculan con lo que el historiador Jacques Le Goff bautiza el “enjeumémoire”, una expresión que utiliza para designar el papel democrático de las memorias alternativas, minoritarias pero liberadoras, contra las memorias dominantes, instrumentalizadas por los poderes. Contra la unilateridad de las imágenes oficiales, contra la violencia simbólica que ejercen sobre los que no están de acuerdo con ellas, ambos plasmaron una visión distinta, sin más pretensiones que, en cierta medida, deshacerse de la imagen recalcitrante dominándola con sus disparatadas fantasías.

“Testamento” de Joan Martí: vomitar la muerte de Franco. Un ejercicio de contramemoria