jueves. 25.04.2024
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El escritor español Luis Landero publicó a comienzos de 2022 una más de sus novelas fascinantemente bien escritas, otro de sus libros memorables. Y van…

Hablo de Una historia ridícula, una novela que he disfrutado como disfruto cada vez que leo a este insigne representante de las letras españolas, alguien que merece, como bien sabe y dice mi amigo el historiador José Antonio Vidal Castaño, el Nobel de Literatura. Ahí es nada. Yo empezaría por darle tal que ya el Cervantes: a la primera de cambio.

“No creo pecar de orgullo como creo demostraré a lo largo de mi exposición, si comienzo diciendo que soy un hombre con ciertas cualidades. Quizá no resulte especialmente apuesto y llamativo, pero sí educado, discreto, concienzudo, culto y buen conversador. Todos cuantos me conocen saben, o deberían saber, de mi honradez y rectitud. En otros tiempos tuve un buen puesto de trabajo y un piso en propiedad. ¿Mi visión del mundo y de la vida? Trágica y trascendente. ¿Mi historia? De amor, de odio, de venganzas, de burlas y de ofensas. Me llamo Marcial Pérez Armel, resido en Madrid, y tengo en muy alta estima el viejo concepto del honor. Algún malicioso dirá: ‘sí, pero careces de estudios superiores’.” 

Así comienza Una historia ridícula. Yo no digo nada… y lo digo todo.

“Esto es la historia de mi vida, a la vez que un ensayo sobre mí mismo”.

Marcial, nuestro protagonista (“emulando al filósofo, bien podría decir que yo soy yo y mis divagaciones”), el narrador de la novela de Landero, remacha muy a menudo dos frases, sobre todo la primera: “repito, yo sé de lo que hablo” y “yo nunca hablo en vano”. Claro que sabe de lo que habla. Habla de lo que él cree que es él mismo y cuanto le aconteció (“en gran parte somos, o al menos yo soy, lo que los otros piensan que yo soy: son los otros los que nos hacen y deshacen”). Por eso lo cuenta (“lo que ocurrió es siempre irremediable, y no hay forma de anularlo”). Porque él no cree que lo cree. Él sabe que lo sabe (la memoria, “esa escombrera de recuerdos”). Landero sabe.

“Me siento vigilado por el lector, y oigo sus comentarios, y a cada paso imagino en las caras el gesto irónico y jovial, y ese aire de suficiencia con que el prójimo suele mirarme desde que vine al mundo. Sé también que muchos pensarán que todo esto que cuento, y otras cosas que ya he contado, más las que quedan por contar, son figuraciones, alocadas conjeturas mías. No, no es fácil dirigirse a un auditorio al que presiento más o menos hostil. Como un actor en el teatro, oigo los cuchicheos, las toses impostadas, las deserciones, el silencio piadoso, y quién sabe si los abucheos y los silbidos… Pero no gastaré mi tiempo y mis palabras en defender la verdad de mi historia. ya llegará quizá el momento de mostrarla en todo su mortal esplendor”.

Marcial… y luego está Pepita, “que es el alma de esta historia”. Pepita Núñez de Ayala.

            “Pepita, que así se llamaba mi amada o al menos así es como la llamo yo”.

Porque Una historia ridícula es, a su manera, a la landeriana manera excelente de literatura muy literatura, pero literatura sencilla, de esa que escribirla está sólo al alcance de los más grandes escritores, es, sigo, una novela de amor: “sólo los poetas, pero sobre todo los músicos, son capaces de explicar algo de esa catástrofe espiritual” a la que llamamos amor. Una novela de catástrofes pues. Una novela inteligente en su comicidad a menudo descacharrante, equilibrada y sutil. Maravillosa, o eso me pareció a mí, que quizás esté ganado por la causa de Luis Landero desde que leyera ya hace tanto tiempo su debut literario, aquella novela pluscuamperfecta que tantos recuerdan amorosamente, incluso los que ya nunca más le leyeron (pero siguen recordando aquella Juegos de la edad tardía como algo único). Aunque…

“Esta no es, pues, una historia de amor, con serlo, ni de rencillas y venganzas, con serlo también, sino que a la amenidad de las anécdotas se suma la hondura de la especulación, que los espíritus selectos, si es que algunos llegan a leer esta historia, sabrán valorar y apreciar”.

No hace falta disponer uno de un espíritu selecto para valorar y apreciar la ridícula historia que se ha inventado para nosotros el escritor extremeño afincado en Madrid, pero sin duda ayudará carecer de un alma extraviada y rebuscadamente estrafalaria. Los lectores aupados a hombros de gigantes enrevesados y torturantes saben que estoy hablando un poco de ellos. No leen a Landero, ni a gente así. Son muy suyos. Si lo sabré yo. 

            “Entre que llega y no llega la muerte, algo habrá que ir haciendo con la vida."

Las últimas palabras del padre del protagonista, cree Marcial que fueron dirigidas a él y decían: “no des que hablar”. Qué gran consejo con los tiempos que corren, ¿que no? Tiempos en los que las redes sociales, sin ir más lejos, nos brindan un espectáculo fenomenal.

“Me gusta mucho Twitter. Me encanta asistir y tomar parte en el espectáculo de la corrupción espiritual del hombre, de sus tontunas y miserias”.

Un personaje peculiar, de los escasos personajes de la novela, pero señeros, que aparece a menudo mencionado por el narrador es el doctor Gómez. Lo de que aparece es un decir, y por eso lo menciono, porque salir, no sale nunca. El doctor Gómez.

El arte de Landero: “pasaron los días, el tiempo hizo su oficio” 

Diríase que lo que se nos cuenta en Una historia ridícula fuera dando tumbos. Pero nada más lejos, si bien, todavía, en una de las páginas cercanas al final de la novela leemos: “y a ver si ya no me extravío más y voy derecho al epicentro de la historia”. Es que Marcial, el hombre, narra a su manera, y en esa manera suya de contarnos lo que nos cuenta reposa gran parte de la elegancia invariable de la narrativa de Landero plasmada en esta novela suya.

“Como las novelas, ahora habría que decir: y pasó el tiempo”.

Escribí antes que es esta una novela de amor. No sé, quizás sea más que una historia de amor una de desamor. Aunque eso da un poco igual, ¿verdad? Lo importante de una novela es lo que se nos cuenta rebozado deliciosamente por el cómo se nos cuenta lo que se nos cuenta, y en ese aliño radica la verdadera importancia de lo que se lee, porque, aunque el qué importa, y mucho, sin el cómo nada tiene sentido en tanto que experiencia lectora satisfactoria. El cómo ha de conseguir, eso sí, que el qué sea interesante, confiable, motivador, atractivo. Aunque (en el fondo) no lo sea, fíjate bien lo que te digo.

“El amor nos alucina, nos da por castigo la esperanza, nos traslada a una dimensión fantástica de la realidad”.

El amor, “esa catástrofe espiritual” inasible, indescifrable incluso para la música (que ya es decir, añado yo). Hay dos tipos de amor, nos cuenta Marcial, uno “contingente y común”, otro exclusivo y trascendental, que es “el que solo se conoce una vez en la vida, y no todos sino únicamente los elegidos por la fortuna”. Para él, “el amor sublime está bien para las canciones y las películas y los versos, nunca para la realidad”: debería “cubrirlo la Seguridad Social”. Es sublime, a la par que infernal. Le da sentido a la vida, pero de repente… se la quita.

Tal vez sea cierto eso de que “las historias que se cuentan hoy ya no están hechas con materiales nobles, con grandes y magníficos temas y episodios, como las de otros tiempos, y lo mismo pasa con las películas, sino que se inspiran en insignificancias y tontunas porque así es esta época, donde ya no hay altos ideales y ambiciosos empeños y todo es pueril, plebeyo, ridículo y absurdo”. No está mal como justificación de por qué lo que nos cuenta Landero (a través de Marcial) no tiene la significación memorable, clásica, de las novelas de los tiempos en los que las novelas (no todas, ¡eh!) nos ponían delante historias humanas memorables. Una historia ridícula es soberbia, estupenda también, en su insignificancia. 

Está por supuesto a la altura de las circunstancias la novela del autor de El balcón en invierno. Yo sé por qué lo digo. Tampoco es que hable nunca en vano. Repito: sé por qué lo digo.

Cuando le leo a Marcial eso de “miren mis manos y mi cara, vean en ellas la tristeza del mundo”, ¿no es ese el autorretrato del propio Luis Landero, más que el de su trágico personaje cómico y ridículo?

La vida de nuestra especie (“intrascendente y caprichosa”) es un magnífico complementarse de lo cómico y lo trágico. La desdichada especie a la que pertenecemos tú, lector, Luis Landero y yo.

Tal vez sea así, y no seamos más que actores en esta Enorme Obra de Teatro en la que yo escribo esto que tú lees. 

“En lo irracional está muy a menudo la verdad”.

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Una ridícula historia portentosamente banal: otra joya de Landero