sábado. 20.04.2024
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Landero, siga usted escribiendo, no como los dioses, sino como los seres humanos que escriben la gloria de lo auténtico

Luis Landero es para mí, lo he dicho a menudo, uno de los grandes monarcas de lo que yo llamo Gran Escuela Española de la Literatura Amable. Acabo de leer su recientísima novela, publicada en marzo de 2019, Lluvia fina, y quiero explicarte lo que hay de maravilloso en ella. Quisiera convencerte de que su lectura es un ejercicio magnífico de evocación, inquietud, aprendizaje, divertimento y consuelo.

Lluvia fina es un comedido, cabal vodevil sobre “un pasado que no acababa nunca de pasar”, porque “nunca, nunca, aunque no pase nada”, dejaremos de contar(nos) historias, “dándole cuerda una y otra vez al juguete de las palabras”. Es también algo más que te contaré más adelante, al final.

Uno de sus poquísimos personajes, nueve seres humanos pertenecientes o vinculados a una misma familia, Gabriel, “pensaba que la felicidad se aprende”, también “que la primera lección de todas consiste en aligerar el alma para poder flotar sobre la vida”. Gabriel, del que se nos cuenta que fue “el único niño del mundo que nació riendo y con un único objetivo en la vida, ser feliz”. Eso es lo que se cuenta de él. Pero no nos fiemos. Sigo.

libro“Ahora ya se sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no son del todo inocentes”. Así comienza Lluvia fina. Y esa expresión preside la novela, pues la leeremos varias veces más con palabras ligeramente distintas, y se convertirá por sobre todas las cosas en el motor narrativo y emocional del libro:

“Las historias, por fantásticas que sean, no son nunca inocentes”

La mayoría de la gente vive “la narración con más ímpetu y verdad que la propia vida”, y convierte “en relato apasionante cuanto toca”. Lo dice el narrador de Lluvia fina y lo sostengo yo mismo. No, como para la familia de Gabriel, como para muchos entre los que me incluyo, parece que Landero estaría con nosotros, “las palabras nunca son inocentes”. 

Es Gabriel quien afirma que “en gran parte somos nuestros secretos”, y quien, empujada esa premisa a extremos tampoco discutibles, considera que “la sinceridad, llevada al fanatismo, sólo puede conducir a la destrucción”.

Para la madre de Gabriel, sin embargo, “la historias, por mucho que lleguen al corazón, se borran como las manchas de la ropa”. La verdadera aventura para ella era enfrentarse a la fatalidad.

La memoria es el eje de Lluvia finaLa memoria y lo que contamos. Para Andrea, una de las hermanas de Gabriel, “la memoria es mágica, y hay cosas que no se olvidan nunca”. Cosas que en la novela vemos que no se olvidan pero que no coinciden según quiénes sean quienes las recuerdan. ¡Ay, la memoria!

Todo lo que sabemos mientras leemos Lluvia fina lo sabemos porque se lo cuentan a la esposa de Gabriel, Aurora. Y ella, que aparentemente no le cuenta nunca nada a nadie, que es una mera receptora de todas las historias que unos y otros le cuentan a ella, es en definitiva quien nos cuenta todo a nosotros, de una manera u otra, pues es a través de ella que el relato fluye. De ella y de su “capacidad indulgente” para “escuchar y comprender y hacer suyos los relatos ajenos”:

“Aurora escucha y calla, y comprende, y con la manera tan dulce que tiene de escuchar, parece que alivia los pesares de todos y pacifica las discordias”.

Ese contar historias y el pasado que nunca acaba de pasar es del que le habla Aurora a Gabriel cuando le advierte:

“No sé… Es agotador. Deberíais descansar del pasado, dejar de darle vueltas”.

Las remembranzas producen monstruos. El tiempo le da una “dimensión legendaria” a las historias repetidas:

“En el hervidero de la memoria, hasta los episodios más triviales cobraban con los años la significación y la grandeza de una advertencia o de un designio, hasta acabar encajando en el entramado de un destino fatal”.

De Gabriel, por ejemplo, creemos saber, tal vez sepamos, que consigo mismo se basta porque, total, la vida la entiende desde muy joven como algo que “se resuelve siempre en fracaso”: todos morimos tras envejecer y nunca cumplimos nuestros sueños, cree Gabriel, y es por eso por lo que siempre rehúye el oropel y el espejismo que son los brillos del mundo, de tal manera que decidió vestirse con los placeres del escepticismo y “con la dulce gravedad del estoico”. Lo que puede hacerle a uno desgraciado es “el deseo en estado puro” que produce una “insatisfacción agónica” entre quienes dan en ser “esclavos del afán”. Para Gabriel, los “dos peligros que acechan al hombre” son, primero, “la lucha por la supervivencia”, superado el cual, se da “la lucha contra el tedio de existir”.

Cómo brilla la prosa majestuosamente humana de Landero, por ejemplo, cuando nos cuenta los encontronazos matrimoniales más triviales:

“Silencios que valían por una acusación, miradas furtivas o modos ostentosos de no mirarse, pasos fuertes y decididos que anunciaban convicciones irreductibles, objetos tratados con violencia, exclamaciones y blasfemias de contrariedad”.

En la novela de Landero aprendemos que, a veces, la vida te obliga a huir hacia el futuro, vemos desmayarse a la ira, a alguien que ha conocido su futuro y lo ha olvidado, vemos asimismo cómo se puede desear que el silencio sea ese “maravilloso refugio inexpugnable donde no llegan las palabras”, porque, siendo la vida una historia, una narración, “el único punto y aparte de la vida es la muerte”; sentimos el vértigo que se siente “ante la inminencia inexorable del futuro”, ante “el ciego instinto del futuro”; escuchamos “lanzar la palabra a la conquista del silencio”; sabemos de “palabras que son fieras enjauladas que están rabiando por salir a la luz”; conocemos el daño que hacen “las ideas fijas momentáneas”, a quien tiene “un fino instinto para la fatalidad”, a quien le reza al destino “para evitar un súbito desencanto”, también a quien usa “mentiras de terciopelo”, a quien no parece perseverar en sus intuiciones, a quien sufre una furia que al sosegarse se convierte en “un sordo latido de rencor”; sabemos a la postre que, ante lo muy arduo, el pensamiento puede dar “un enorme bostezo”.

Las palabras, la verdad. Voy concluyendo:

“No es verdad que a las palabras se las lleve tan fácilmente el viento. No es verdad. […] Sólo con la muerte se consuma por completo el olvido y se logra el silencio”.

Porque las historias, también los sueños, cuando “se encarnan y fraguan en palabras”, se convierten en reales, de tal manera que nos hacen creer que la realidad es mentira:

“Cuando mayor es el olvido, más rico y detallado es también el recuerdo”.

Me gustaría poder desvelar que en el fondo esta es una novela de terror, pero no puedo. Lo sabrás cuando lo leas, sabrás cuando la disfrutes cuál es la razón por la cual yo no puedo descubrirlo.

Gracias, una vez más, Luis Landero. Siga usted escribiendo, no como los dioses, sino como los seres humanos que escriben la gloria de lo auténtico.

Luis Landero y la inocencia de las palabras