jueves. 28.03.2024
bambu
 

Acaban de hacerse públicos los resultados del Premio Internacional de Relato Corto Meliano Peraile 2021, convocado anualmente por la Fundación Sindical Ateneo 1º de Mayo, promovida por CCOO de Madrid.

Este año el jurado ha estado integrado por Manuela Temporelli, que ha actuado como Presidenta del mismo, la sindicalista y profesora Salce Elvira, el escritor Manuel Rico, presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España, el escritor Alberto Cubero y Francisco Javier López Martín, en representación de la Fundación.

Los trabajos presentados al Concurso procedían de los más diversos lugares de España y de América Latina. De hecho, los tres ganadores proceden de México, Argentina y Paraguay. Tres relatos que destacan por su calidad literaria.

En Nuevatribuna vamos a publicar los tres relatos ganadores, que reflejan la dureza de la vida de muchos seres humanos en un mundo convulso, sometido a fuertes tensiones y en el que la pobreza, la exclusión, el abandono que marcan un escenario de crisis económica, desastre medioambiental, desigualdad social y deterioro sanitario.

El primer premio ha recaído en Roberto Moya García (cuyo nombre artístico es Roberto Omar Román) de San Felipe de Tlalmimilolpan, Toluca, Estado de México, con el relato titulado El abanico de bambú.

El Segundo Premio ha correspondido a María Angélica Ciciarello, de Nordelta, Tigre, Provincia de Buenos Aires, Argentina, con el relato titulado Mecha de Ocho.

El Tercer Premio ha sido ganado por Gerardo Báez, de Asunción, Paraguay, con el relato La niña Carmela.


Inauguramos esta primera entrega con el relato El abanico de bambú escrito por el mexicano Roberto Omar Román, un relato que nos devuelve a un mundo de esclavitud, violencia y opresión.


EL ABANICO DE BAMBÚ

Al migrante ofrezco mi tierra, y a quien lo explote mi condena

Plus ultra

Andábamos sin voltear, ¿pues para qué? si ese recorrido ya no volveríamos a hacerlo.  Bien conocida era la maña de nunca regresarnos al campo de donde nos sacaban. Amanecía, no llevábamos más que el olor a fresa recién cortada pegado a las hilachas y un pesar en los entresijos, de esos pesares reacios que se clavan a carajazos debajo de la piel y uno piensa que al igual que un mal pensamiento ya no saldrá.

Callados, ya sin rechinar los dientes para mordernos las rabietas que peleaban por salir, nos apercibimos de caminar a paso de gansos cansados, con la mirada bajita como si buscáramos hormigas.

Los primeros cintarazos fueron a modo de arreo para que echáramos a caminar, y luego ya encausados en brecha nos volvieron a zumbar a intención de azuzarnos o, a la mejor para que no fuéramos a ponernos cabestros. Pero, ¿quién en sano juicio se iba a poner al tú por tú con esos tres Toms, más jóvenes, fuertes, blancos y altaneros como bacinilla de porcelana y mejor tragados que nosotros, quienes, aparte de eso, traían tres perrazos gordos de hocico lobuno que se andaban a gruñidos al pasar junto a nosotros como si cuidaran reses?

Antes no nos maltrataban tanto. En el entendido de que ahora lo hacían en castigo de que la semana pasada se les peló en sus güeras jetas El Mantecas, un guatemalteco que hacía el rancho para los jornaleros, y a quien los Toms tenían mucha confianza. Según lo mandaron por el bastimento al pueblo, y el pichón voló con todo el varo. Y a honra suya, ahora los ojetes nos traían cortitos. Hasta los pedos nos cuidaban.  

Hacía largo tiempo que habíamos pasado por el terreno donde me alegraba ir a pasear con Amira, la etíope, porque ahí sembraban la yerbabuena. A ella le encantaba ese olor, y a mí me gustaba el olor de la yerbabuena mezclado con el de su piel cuando nos tumbábamos a cielo abierto a querernos como Dios manda. Aunque el aironazo helado nos rebanaba las orejas y lo poco de cachetes que nos quedaba, tuve ánimo de soltar una risita parecida a hipo a causa de ese dichoso pensamiento.   

Esos Toms eran malos, muy malos en verdad. Trabajo fue darnos cintarazos la primera vez, para hallarle gusto a machacarnos cada vez que se les venía en gana. Nos chingaban en los brazos, espalda y nalgas, pues majes no eran, y si nos daban en las zancas chance que nos tulleran y ya entonces inválidos cómo íbamos a seguir andando. Al principio nos quejamos, mas como nuestros reclamos sólo servían para contrariarlos, nos dio por chillar por dentro, me figuro como lo hacen las perlas en su concha. Nos limpiábamos los mocos que nos salían en vez de lágrimas en las mangas de la camisa, que de tallar y tallar ya parecían almidonadas. Las pestañas, pesadas por las lagañas secas nos hacían entrecerrar los ojos de vez en vez y chocar unos con otros. Éramos veinte, bien nos contaron, antes de salir para que no hubiera equivocación. Veinte negros güevones se necesitan en la finca de tomate, así dijeron y nos fueron contando uno a uno. Aquí, para ellos todos éramos negros, sin importar de dónde viniera o el parlar nativo de uno. Por igual, para nosotros, todo ese hatajo de mandamases eran Toms.  

No nos cabía ni tantito la duda de que era gente negra entraña. Bebían a grandes tragos, de unas cantimploras panzudas, agua olor a sandía que se les escurría por las orillas del hocico y eructaban en nuestras jetas coloradas por el calor arrejuntado de las faenas. Algunos de nosotros, ya medio loquitos por la sed, se chupaban el flaco frescor de sus mocos en las mangas tiesas y soltaban una risita de pellizco.   

Ya hacía rato, cuando pasamos por el último lugar donde había casas, que vi, como si de repente me hubieran dicho que alzara la mirada, asomar por una ventanita, una mano delgada, mano de mujer, blanca, haciéndome seña de adiós. Sentí un calor risueño y ancho en el corazón como razón no tenía de sentirlo desde que esos malandras nos fueron a sacar del plantío de fresa. Ahí estábamos conformes, al menos nos daban medio día de descanso en domingo y nos permitían tener trato con nuestras hembras de jale, que en realidad ya las sentíamos ajenas, porque los Toms mayores y achichincles las usaban para gozarse en ellas, las empanzonaban y después las corrían con todo y prole a su tierra de origen, y porque aquí nada era nuestro, ni siquiera el derecho a retacarnos a nuestro antojo las narices con el aire que respirábamos. Pero Amira era otra cosa: por ser un poco renga y medio cacariza de viruela ningún jefe cábula la tenía de rorra. A veces, cuando lograba escabullirme de los capataces, nos encontrábamos en un lugar donde había un como socavón no muy hondo y allí nos envolvíamos en su mantón a fajar. A ella le gustaba cantar de allá, de su tierra, el sonsonete de un rey que comía bambú a toda hora y se volvió elefante. Yo le cantaba El Cielito lindo. Nos daba harta risa de a bien no entendernos, pero en lo que sí nos entendíamos era al restregarnos. Mas para desgracia nuestra, nos cayó la mala leche de una marroquí argüendera, alquilona, igual que nosotros, que llevó el chisme de que Amira se veía conmigo, y me la mandaron a los trigales.

Ese mal lance me agüitó: sentí un terrón acedo en el pecho y tosí seco, sin gana, nada más para disimular la lágrima que me brincó y no se dieran cuenta los de atrás. Al rato, en mi cabeza revoloteaba como mosca loca la manita blanca de mujer. No vi su cara, pero esa manita seguramente de uñas pintadas de rosa, bien cuidadas, aireando como abanico, debía de pertenecer a una mujercita guapetona. Entonces, yo iba ya poniéndole ojos y labios, formas en el cuerpo y maneras, pero al no quedar conforme con esa apariencia la borraba para volverla a armar. Sin embargo, con los arrempujones y chicotazos que nos daban para apurarnos, y que casi nos hacían caer, se me volvía a desdibujar de la cholla esa damita.

Yo me decía que para qué tanta urgencia en llevarnos a otro sembradío, si de todos modos sean fresas o sea algodón, la tierra nos estaba chupando las fuerzas y el aliento. De todo ese ánimo con que llegamos a esta patria ya nada más nos quedaba retumbando la frase brava, vomitada de bilis: ¡Chíngale más rápido, negro güevón, o te parto la madre!

Para qué andar tanto si el terreno para caer muerto es igual de recio doquiera y da lo mismo que sea a las dos de la tarde, o a las ocho y media de la noche. Si lo que menos tiene un desilusionado es apuro en el tiempo y la distancia. Pero esos gandallas estaban tercos en martirizarnos. A eso de sabrá Dios qué hora, se echaron bajo la sombra de un ahuehuete a zamparse unos fiambres chonchos. Lo gacho del asunto fue que los pellejos se los tiraron a los perros, de modo tal que hasta los ojos les chillaron de alegría a los animalazos, mientras a nosotros, los que acaso todavía teníamos algo de hiel se nos escurría la baba.

Romualdo mi compadre, Genovevo, un paisano de Tecolutla y yo íbamos diciendo, a cómo nos acordábamos, El Padre nuestro que estás en el cielo, mas por saber si todavía teníamos boca y voz que por devoción. Yo por más ánimo en concentrarme en el rezo seguía encaprichado en esa manita tono de la leche recién ordeñada haciendo la seña de adiós… y que se me viene a la tatema que así de tibiecitas estarían las chichis de esa mujer. Y dale de nuevo con las palabrotas y las zarandeadas de esos bárbaros que ahora les había dado por agarrar una vara y picarnos las costillas, justo cuando ya casi tenía completada la forma de la mujer con enaguas y peinado.

El frío nos había hecho más prietos y enclenques y rajado las entrañas, varios se habían acuclillado a cagar lo poco que conservaban en las tripas. 

Uno de aquellos Toms, ojos color gargajo, aliento a mierda de vaca, se me quedó mirando con curiosidad y me dijo:

– Y tú, ¿de qué te vas riendo, negro pendejo?  

Yo volteé como haciéndome el guaje de que no era a mí a quien preguntaba.

–Sí, a ti te estoy hablando, ¿qué te hace gracia, negro cabrón?

–Nada, míster, es que ando trayendo resecos los labios y los meneé un poco para despegarlos.

–Pues esto va para que los despegues con ganas, perro.  

Y dale sabroso a la zurrada en brazos, lomo y nalgas que me hicieron encogerme como caracol en anafre. Y lo más chistoso fue que en ese momento, quizás por los madrazos logré figurarme que esa manita blanca correspondía, por Dios que no miento, a la mala facha de Amira, y ya no sé si me retorcía de dolor o de risa al imaginar a esa negra culo de tambora con unas manos tan finitas, emperifollada como gran señora, meneando muy cuca un abanico de bambú estampado con unas fresas preciosas, de esas que yo le ponía en la trompita antes de darle un beso.

En ese brete, yo creo que el Tom pensó que me guaseaba de él y me chingaba con más ojeriza. Lo demás lo desmemorio, pero desperté sentado, cual niña chula, en esta silla de mimbre, rajado de las patas y el lomo, mirando a los demás compas como gusanitos laboriosos recoger tomates y traerlos para que yo los pele. Eso sí, el Tom mayor me tiene a media raya y medio rancho.  

Roberto Omar Román

El abanico de bambú