jueves. 28.03.2024
LECTURAS SUMERGIDAS | REVISTA LITERARIA

Pierre Rabhi, una radical crítica a la modernidad

Por Emma Rodríguez | ¿Quién es este hombre que hace un llamamiento a la moderación, al equilibrio, en un mundo dominado por el ansia de lucro y por la avaricia del tener más a costa de quien sea y de lo que sea?

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Pierre Rabhi © Lazic

lecturassumergidas.com | @lecturass | Por Emma Rodríguez | “La vida sabe a milagro”, subrayo nada más empezar a leer “Hacia la sobriedad feliz” (Errata Naturae), un libro, un autor, Pierre Rabhi, que acabo de conocer y que ya ocupa un lugar entre los que, poco a poco, a lo largo de los años me han ido iluminando el camino. Me refiero a Henry David Thoreau, del que indudablemente se alimenta; a Erich Fromm, con el que tantas afinidades comparte; a Edgar Morin, con quien avanza por nuevas vías, con la esperanza de hacer posibles modos de sociedad diferentes. Son muchas las fuentes, las inspiraciones, a las que me ha ido conduciendo en el trayecto esta obra cautivadora que, desde aquí, a través de mis impresiones, de mis reflexiones, invito a descubrir.

Digo cautivadora a conciencia, con todos los matices de la palabra. Cautivadora por la sencillez de su planteamiento, por la clara exposición de las ideas y por las puertas de lucidez que abre, pero, sobre todo, por la autenticidad del testimonio de un hombre que habla de lo que conoce, de lo que ha vivido, de lo que ha experimentado. Rabhi no sólo traza teorías, no sólo imagina un futuro mejor ante el teclado del ordenador, ante los folios en blanco que ha de ir llenando con sus pensamientos. Rabhi muestra sus manos curtidas por la faena en el campo, habla del difícil ascenso hasta lograr hacer realidad su deseo de construir hoy, también desde la rebeldía, su propia cabaña en el bosque.

¿Quién es este hombre que hace un llamamiento a la moderación, al equilibrio, en un mundo dominado por el ansia de lucro y por la avaricia del tener más a costa de quien sea y de lo que sea? Él mismo nos lo va contando desde el primer capítulo del libro, “Las semillas de la rebelión”, un bellísimo relato de su infancia. La infancia de un niño que se sentía feliz ante la contemplación del trabajo de su padre, un herrero que ejercía su oficio en un pequeño oasis del sur de Argelia, un lugar donde “las estaciones y las constelaciones” daban “ritmo al tiempo”, donde “una especie de alegría omnipresente” superaba la precariedad y donde se cultivaba la gratitud cada vez que las necesidades básicas, esenciales, eran satisfechas. Pero a ese lugar, de la mano de los franceses, llegaron las minas, el trabajo asalariado y los relojes, que introdujeron un nuevo concepto de tiempo en el que no cabía el tan necesario cultivo de la pereza.

Cuando recibieron su primer sueldo algunos de los mineros de esa comunidad no acudieron al trabajo durante uno o dos meses. Cuando volvieron los empleados les preguntaron por qué habían desaparecido. “Ellos respondieron entonces con inocencia que si no habían terminado de gastar su dinero, ¿por qué habrían de trabajar?¡, relata el autor. Y sigue razonando sabiamente: “Sin saberlo, estaban planteando una cuestión que se ha evitado cuidadosamente, pero que hoy algunos consideran esencial, y a la que habrá que responder en estos tiempos de descalabro que obligan a reconsiderar la condición humana: ¿trabajamos para vivir o vivimos para trabajar”...

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