viernes. 19.04.2024

Llegó la hora de derribar barreras y de combatir con energía el estigma y los prejuicios. Espero que mi testimonio ayude a ello. ¿Qué te pasa, por qué me miras tan fijamente? Me dijo mi jefa. Yo no era consciente de estar mirándola. Estaba absorto en mis pensamientos, dándole vueltas a la conversación mantenida de camino al trabajo, aquella misma mañana, con mi prima Laura. No podía olvidar sus palabras cargadas de desprecio ni el desdén con él que las pronunció.

Fue entonces cuando mis compañeros empezaron a cuchichear a mis espaldas, tan solo era capaz de entender alguna frase suelta: ¡Parece tonto! ¡Cuando coincido con él en la sala de descanso no puedo evitar reírme! ¡Mira que pinta tiene con esa camisa! ¿Y ese corte de pelo…? Apagué el ordenador y me dirigí hacia la salida empujado por las carcajadas que escuchaba a mi espalda. Salí de la oficina, situada en el quinto piso de un moderno centro de negocios y bajé, a toda prisa, por las escaleras.

No era consciente de que, con mi huida, en realidad, estaba escapando de mí mismo; el suceso con mis compañeros había ocurrido solo en mi mente. Cuando llegué a casa, Raquel, preocupada, me preguntó si me encontraba bien, qué por qué llegaba tan temprano. Tienes muy mala cara, me dijo. Sin contestarle me dirigí a nuestra habitación y antes de encerrarme en ella le escuché decir que se había encontrado con mi tía, y que le había dicho que mi prima Laura estaba de viaje con su novio.

Un sudor frío que recorrió de forma repentina mi espalda me hizo perder mi propia percepción. Me miraba en el espejo y no me reconocía, aquella mirada no era la mía… Dejé de escuchar los golpes en la puerta de la habitación y la voz de Laura suplicándome que le abriera. Los días siguientes, continué durmiendo poco y mal, con sueños muy raros; a lo largo de la noche me despertaba muchas veces y lo hacía angustiado y empapado en sudor, con la extraña sensación de estar flotando fuera de mi cuerpo. Laura, aunque ignoraba lo que me sucedía por las noches, duerme profundamente, empezó a ser consciente de que no era el mismo, algo en mí había cambiado, estaba taciturno, desmotivado, con mucha angustia y ansiedad. No sabía lo que me pasaba. A ratos me refugiaba en ella y a ratos huía de su presencia. Una mañana en la que estaba a punto de romperme en mil pedazos, acepté acudir al médico. Tranquilo muchacho, me dijo el “experto doctor”, esto no es más que un “pequeño bajón de ánimo”; escuchaba sus palabras desde un lugar lejano, mientras de mis ojos salían lágrimas a borbotones, lágrimas que eran fruto de mi profunda desesperación y sufrimiento. Me recetó un antidepresivo y los cuidados de mi novia, evidenciando la urgente necesidad de que la Atención Primaria afronte el abordaje terapéutico en materia de salud mental, de que se adopten estrategias de prevención y rápido diagnóstico y de que se promuevan intervenciones que potencien el bienestar.

Mi historia habría sido distinta si mi médico de cabecera hubiera recibido la formación adecuada en salud mental. A partir de aquel momento la situación se descontroló, cada día estaba peor, no dormía, llegué a tener pánico a la noche, hablaba solo mientras daba vueltas por la casa hasta la extenuación; una tarde, superado por aquel sufrimiento, decidí ponerle fin. Y lo conseguí, aunque, por fortuna, no del modo que tenía previsto. Como consecuencia de aquella crisis estuve varios días ingresado. Cuando salí del hospital, lo hice con un diagnóstico de esquizofrenia y todavía desconcertado por lo que me estaba pasando.

No es fácil aceptar ese diagnóstico ni adaptarse a la medicación. Tampoco es fácil aprender a diferenciar las percepciones de la realidad para poder controlarlas. Pero se puede conseguir y a partir de ese logro todo es más sencillo. Aceptar una enfermedad mental es complicado, lo fue para mí y para mi familia: las personas que padecemos una enfermedad mental partimos de un desconocimiento total y de una lucha constante contra el estigma y los prejuicios. Es inevitable el shock inicial y un largo proceso de aceptación y adaptación a la enfermedad. Excepto aquel inexperto médico de primaria, me atendieron, y me atienden, profesionales competentes, con un alto grado de empatía, que defienden que ni yo, ni cualquier otra persona con una enfermedad mental, somos peores o mejores que los demás, porque nuestra enfermedad no es inherente a nuestra condición de personas.

Mi vida sigue, en compañía de todos los que son capaces de diferenciar entre la persona y la enfermedad. No voy a decir que es un recorrido sencillo, hay subidas y bajadas, días buenos y días menos buenos. Tomo ocho pastillas al día y me pongo una inyección mensual, todo ello con sus inevitables efectos secundarios Tuve que asumir, al igual que lo haría cualquier persona que padezca una enfermedad crónica, mi medicación diaria y mis revisiones, al igual que la mayoría de quienes padecen cualquier tipo de enfermedad crónica, independientemente de que afecte a su cuerpo o a su mente.

Perdí algunos supuestos amigos cuando decidí hacer pública mi enfermedad, a otros los conservo; a los que perdí ya no los echo de menos, aunque me dolió su actitud. Yo sigo siendo el mismo, afectado de esquizofrenia, pero el mismo que pasaba tardes enteras jugando a la Play con ellos, viendo un partido de fútbol o tomando una caña, ahora las tomo sin alcohol. Diez años después de mi primer y único ingreso, mi vida sigue su curso, con sus altibajos y sus claroscuros, con el apoyo incondicional de mi familia y por supuesto de Raquel; tanto ella como ese pequeñín de cinco años que juega a mi lado mientras escribo estas líneas, son los artífices de la mejor de mis sonrisas y los destinatarios de mi recuperada afectividad. 

Un pequeño bajón de ánimo