viernes. 29.03.2024
saramago

El dieciocho de junio de dos mil diez nos dejaba una de las personas que más y mejor entendió el papel de la ciudadanía en la construcción de la democracia. En fechas repletas de movimientos estratégicos por detentar el poder, uno, el que sea, porque en el fondo a la mayoría lo que les importa es tenerlo, conviene no perder de vista algunas de sus palabras:

“Ésta es una sociedad falsa. Quiero decir... inexistente. Pienso que para que una sociedad exista, debe darse una cierta unión entre sus miembros, no un continuo estado de competencia. Lo que hoy vivimos es la tiranía de un sistema que ha conseguido que el hombre que se mueve dentro de él sea fácilmente desechable.”

Sus reflexiones sobre la lucidez y la ceguera son profundas muestras sobre el conocimiento de una política hueca en una sociedad huera, al menos esa mitad mal llamada desarrollada que parece no tener más afán que consumir y morir enriquecida por el empobrecimiento de la otra mitad. Las enfermedades mentales transmutan en físicas para narrar lo débil y falso de un sistema que ha convertido en incompetentes las relaciones humanas y sus instituciones. Tal como él decía: “Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.”Un revolucionario pacífico que era lo que Edward Said, otro de los grandes pensadores éticos, llamaba un intelectual comprometido, que tienen que usar su lugar destacado en la sociedad para luchar contra el statu quo, para criticar a los poderes y a los medios que intentan moldear a la ciudadanía a través de conformar la mal llamada opinión pública.

Como miembro del Parlamento Internacional de Escritores se atrevió a comparar la situación de la población palestina en los territorios ocupados con el campo de concentración nazi en Auschwitz, declarando tras una visita a Ramala que "Un sentimiento de impunidad caracteriza hoy al pueblo israelí y a su ejército. Se han convertido en rentistas del holocausto. Con todo el respeto por la gente asesinada, torturada y gaseada.”

José de Sousa Saramago nació en Azinhaga (Portugal) el 16 de noviembre de 1922 y murió en Tías (España) el 18 de junio de 2012. Le concedieron el premio Nobel de Literatura en 1998 “por permitirnos, a través de parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía, aprehender una realidad esquiva”.

Hace cinco años que se fue y su memoria, sus ideas y sus acciones siguen tan vivas y actuales como cuando estaba entre nosotros. Podemos conocerle más y mejor leyéndole o visitando la exposición permanente en la Fundación José Saramago (Casa dos Bicos en Lisboa), la Biblioteca Saramago en Tías (Lanzarote) o la delegación en su Azinhaga natal.

En 2010, le dediqué un tardío y póstumo homenaje en el número 12 deTribuna, órgano de expresión de la Federación de Servicios a la Ciudadanía del sindicato español Comisiones Obreras, curiosamente esa ciudadanía a la que él tan bien leyó y a la que tanto sirvió.

Su literatura nos enriqueció, “era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras”. Sus discursos nos motivaron, como el que ofreció hace diez años, el 17 de junio de 2005, en la Casa de las Américas en La Habana (Cuba). Tras explicar cómo en España, unos años antes, le habían reunido junto a un grupo de personas para que presentaran propuestas para el milenio, que se convirtieron en puro delirio, Saramago nombró la décima suya: “regresar a la filosofía”. Todo eso para invitar a los asistentes a pensar: “Regreso a la filosofía no en el sentido absurdo de que ahora nos vamos a convertir todos en filósofos. Filosofía aquí podría significar exactamente todo lo que esperamos encontrar en la filosofía, es decir, la reflexión, el análisis, el espíritu crítico, libre. Es decir, circular dentro del universo humano donde conceptos de otro tipo se enfrentan, se encuentran, se juntan, se separan, es lo que pasa todos los días, pero apuntar la idea de que si el hombre es un ser pensante, pues entonces que piense.”

Fue un comunista de pura cepa, un ateo militante, un defensor de la justicia social y de las causas justas, aunque pudieran parecer utópicas, que no significa que estuvieran perdidas.

Fue una simiente que dio muchos frutos, sus más de cuarenta obras publicadas, que nos han llevado a tierras de pecado; al cerco de Lisboa; a la caverna; a releer la existencia de Jesucristo o la vida errante de Caín; a la isla desconocida; a viajar con un elefante o en una balsa de piedra; a levantarnos del suelo; al memorial de un convento; a pensar en el hombre duplicado, en la lucidez o en la ceguera, ocupan, por mérito propio, las más destacadas bibliotecas contemporáneas.  

Yo quisiera recomendarles, al margen de esos grandes ensayos que son sus novelas, esa pequeña metáfora, obra maestra sobre el derecho de soñar y de libertad, que es El cuento de la isla desconocida y el texto que sirvió de guión a un hermoso cortometraje de animación, que yo utilizo en clase para hablar de educación, comunicación y ciudadanía,La flor más grande del mundo, “¿Y si las historias para niños fueran de lectura obligatoria para los adultos? ¿Seríamos realmente capaces de aprender lo que, desde tanto tiempo venimos enseñando?”.

A este mundo insolidario, materialista, grosero y jodón le hacen falta personas como Saramago, gente ética, comprometida y con criterio que piense, que nos haga pensar y que nos invite a la acción tras la reflexión.

Hoy le seguimos pensando.

Un optimista informado y memorioso