sábado. 20.04.2024
desierto y pecho en alta  Kastarnado
Ilustración: Kastarnado

Toda la arena del desierto está dibujada dentro de sus ojos. Acaparan todo un infinito de dunas móviles que los observan con pasión terrestre y ancestral, como solo la tierra cálida de una frontera donde la vida parece imposible es capaz de ver y de alojar dos cuerpos palpitantes que se aman. 

Cuando ella le mira, se ve allí dentro, contoneándose sinuosa, como en una micro imagen de película, ve su propio cuerpo redondeado por la luz rojiza del sol que ya muere de placer, a punto de esconderse por la línea del horizonte, un sol caliente de desierto, casi trenzado ya en luna fría, que ilumina su cuerpo esbozado en curvas de luz, en claro oscuro, reflejadas en sus pupilas de arena, su cuerpo maduro, su cuerpo carnoso, rotundo, torneado, sus pecho llenos, escandalosamente llenos, sus nalgas lunares, el contorno de su cintura claro, esférico, preparado para recibir sus manos, esas manos tan esperadas, cada día tan deseadas, tan anheladas al caer el sol desde hace siete días… unas manos tan ansiadas que casi duelen cuando llegan a penetrar entre sus muslos, y la acarician esos dedos húmedos, esa boca salivante, esos labios resbaladizos de aceite de pasión nocturna, que rompen la frontera del dolor de amor frenético, para llegar al centro del placer, del exquisito placer que se rompe en la silueta de un horizonte de dunas, que se mueven al vaivén que marcan sus cuerpos trenzados.

Llevan siete días buscándose desesperados al atardecer, al llegar el ocaso ellos renacen, florecen como dos fieras de luz cada uno en las manos del otro, en las bocas del otro, en el sexo del otro...

Llevan siete días buscándose desesperados al atardecer, al llegar el ocaso ellos renacen, florecen como dos fieras de luz cada uno en las manos del otro, en las bocas del otro, en el sexo del otro, en las piernas, el cuello, el tacto, los cabellos, la barba -suave y áspera a la vez- sobre sus pechos, sus cabezas se confunden, sus ojos fijos se confunden…y ella se ve allí, reflejada, como una estampa en silueta, dibujada en líneas ágiles de plumín sobre la arena del desierto.

El desierto, la inmensidad de la luz, la densidad del ocaso, la grandeza del infinito de arena que los baña cada anochecer desde hace siete días.

No hay viento, solo la calidez del aliento en las partes más sensibles hace que la temperatura de los cuerpos varíe… la noche del desierto es fría en primavera cuando el sol se oculta, el raso baña los cuerpos de ambos y el calor de las palmas de las manos estampa los poros de la piel con dibujos imaginarios de siluetas de dedos o de bocas, con marcas de piernas que atrapan y caderas que empujan para estar dentro, cada vez más dentro, cada vez más cerca, cada vez más uno…

Siete días recorriendo la espesura del pubis de su amante con la boca, jugando con los labios con la fragancia del bello, y provocando escalofríos suaves, que se convierten en latigazos cuando ella culmina su caricia en la parte más redondeada e inflamada de todo su extremo en llamas…ella le mira, levanta los párpados, fija sus pupilas para verle gozar y se encuentra de nuevo a sí misma ahí dentro de sus ojos de arena, reflejada como la silueta de una tea radicante.

Siete días saboreando las marcas de saliva en el perfil de la arena, mientras perciben como se va modificando el paisaje a su alrededor, como si las dunas tuvieran envidia de sus cuerpos enramados, envidia arenosa y ancestral de la libertad que describen sus movimientos mientras danzan con pasión sobre el lecho de arena.

Las dunas comienzan a tomar vida, y vibran en espejo, son dos cuerpos gigantes que escancian toneladas de lágrimas de polvo del desierto, que se va decantando en el horizonte con las formas recortadas de dos cuerpos que se aman, cada día desde hace siete al caer el sol, en los brazos de una luna llena de lascivia y de vida. 

Las dunas toman vida y los atrapan, envuelven a los amantes que se miran mientras sus cuerpos vibran por última vez, entrelazados, plenos para siempre, fulgurantes como una estrella, y ella se ve otra vez reflejada en los ojos de él, por un tiempo infinito, mientras se los traga una nube inmensa de polvo que los hace suyos para la eternidad.

Los bellos hombres azules cuentan, que al caer el sol, los últimos siete días de la primavera, se pueden ver las siluetas de dos cuerpos gigantes entrelazados en el color cálido y rojizo de las dunas móviles del desierto. Una mujer tendida boca arriba es acariciada por un hombre que da la espalda al horizonte, ambos se desvanecen cada atardecer los últimos siete días de cada primavera.


Anterior relato de Carmen Barrios

Ojos de arena