martes. 19.03.2024
Gabriel Marcel (1889-1973)- Jean Paul Sartre (1905-1980)

La virtud de Gabriel Marcel (1889-1973) radicó en su completa oposición al existencialismo ideológico de su época que deparaba al hombre una mirada radicalmente pesimista de la vida y el mundo, luego de una Europa diezmada por la guerra; pues según el filósofo católico Jacques Maritain: “nada más fácil para una filosofía que ser trágica: no tiene más que abandonarse a su peso humano”, cita que muy bien plasmó Marcel en su ensayo: «Posiciones y aproximaciones concretas al misterio ontológico». Precisamente la filosofía de Heidegger, Camus y Sartre, se trató, en el fondo, de un psicologismo nihilista y humanista de lo absurdo con ciertas pretensiones pseudo-metafísicas que no sobrepasó por esta misma razón el plano meramente fenoménico, producto del tiempo que les tocó vivir a los autores de la posguerra.

En cambio, Marcel, amparado en lo que él denominaba «filosofía de la existencia» a contrario sensu del mal llamado existencialismo, pretendió dar una nueva luz al ser humano a base de sus ricas indagaciones filosóficas (o lo que denominaba “reflexión segunda”) que partieron notablemente de una «metafísica de la esperanza» y, por tanto, se orientaba a un auténtico sentido de «Trascendencia». En efecto, Marcel fue un converso al catolicismo no sin antes pasar por el idealismo que jamás pudo convencerlo del todo. En oposición, Jean Paul Sartre predicó un férreo antiteísmo y, además, militó en el marxismo y apoyó a los regímenes comunistas (doctrina sumamente contraria a la verdadera filosofía de la existencia). De allí posiblemente el origen de su amoralismo filosófico opuesta a la naturaleza humana y, en definitiva, a la realidad.

Presupuestos filosóficos: “El Ser y la Nada” vs. “El Misterio del Ser”.

Los errores de Sartre:

Jean Paul Sartre, consecuentemente, erigió un sistema que buscó vanamente hacer por un lado ontología, aunque más bien invierte las categorías ontológicas de una sana metafísica; y por el otro, se valió de los presupuestos fenomenológicos provenientes de Husserl (al igual que la filosofía heideggeriana) para «negar la profundidad del ser en las cosas», puesto que estas son, para él, puro fenómeno, es decir una mera apariencia que se revela tal cual es. De allí que establece una falsa y contradictoria dualidad entre ontología y fenomenología en un mismo plano del orden material. Contrariamente a esto, la metafísica como disciplina se ordena desde una mirada superior a lo fenoménico y sienta, en consecuencia, los principios rectores de la realidad como el de: identidad, no contradicción, causalidad, analogía, etc.

Por otro lado, anteriormente se analizó a Sartre quien llevó a identificar el ser con la nada; sin embargo, Marcel contrariamente vinculó el «ser» con el «misterio». En voz de Marcel: “plantear el problema ontológico es interrogarse por la totalidad del ser y por mí mismo en cuanto a totalidad”. Por consiguiente, este «ser» se devela como un «misterio» que, asimismo, se llega a través del «recogimiento», la «presencia» y la «participación» que vendrían a ser una suerte de acto espiritual interior propio del sujeto o suppositum más que un acto intelectual de aprehensión de lo objetivo; o, específicamente, entre el dualismo que se establece entre el sujeto-objeto. El pensador francés, a modo kierkegaardiano, parece renunciar a cierto realismo para exponer precisamente una “experiencia humana más íntima” del individuo concreto, como sostiene Verneaux.

Pero en el fondo, en la doctrina sartriana hay «negación lisa y llana del mismo del ser» y, principalmente, la realidad de las cosas solo se presentan de forma aparente sin ningún sustento, como se explicó precedentemente. Es evidente que aquí se encuentra el núcleo central de su contradicción metafísica, ya que el «ser» no es reducible al mero fenómeno del «en-sí» ni a la mera conciencia del «para-sí» que a continuación se explicará, pues posee una estructura que sobrepasa ampliamente tanto el «aspecto fenoménico» como la «aprehensión mental». Solo el realismo puede hacer inteligible el ser desde una óptica coherente, adecuada y penetrando, incluso, los espacios más recónditos y misteriosos de la realidad.  

Para el francés autor de su obra magna «El ser y la nada», existen a grandes rasgos dos categorías de ser: el «ser-en-sí» y el «ser-para-sí». El primero se relaciona al mundo material que, a su vez, esté «en sí» se presenta opaco, denso y compacto, o sea clausurado a sí mismo sin interior que lo oponga a un exterior al carecer, ciertamente, de conciencia. Es algo increado o sacado de la nada (ex nihilo) que no tiene fundamento ni menos se apoya en un «Ser Necesario» creador o Dios. Aquí radica el origen antiteísta de su filosofía y, a la postre, contraría a un orden fundante de la naturaleza, esto es, a la plenitud de un «Ser» Perfecto sin mezcla de finitud, creador de esencias. Asimismo, el «en-sí» es pura contingencia, sin razón de ser ni causa alguna: tan solo “es”. Además, el autor aquí en cuestión se mueve en un plano propiamente “material” en su vano absurdismo de analizar ontológicamente al ser y no en un plano realmente metafísico, como plantea el realismo.

Por otro lado, la segunda caracterización de ser es el «para-sí», pues en este caso se refiere a la existencia humana. Este tipo de ser se fundamenta en el «anonadamiento» que viene a ser una suerte de desconcierto, puesto que la “nada” está en el centro mismo del existente que anida como un “gusano” y al mismo tiempo lo «constituye». Aquí su nihilismo y ateísmo en su máxima expresión. El «ser-para-sí» al poseer conciencia es el único capaz de preguntar sobre su «propio ser» a diferencia del «ser-en-sí» carente de «conciencia», que no puede, por tanto, preguntar. Pero, por esta pregunta, justamente se halla la propia «carencia de ser»: la penetración de la «nada», tema neurálgico de la filosofía del absurdo. Sin embargo, Sartre reduce al hombre a un mero «estado de conciencia viviente» constituido por una nada. Antes sería válido aclarar que el  «ser en sí mismo» como objeto de estudio de la metafísica realista no es asimilable a la llana «conciencia de ser» del hombre en el mundo, puesto que, precisamente, se tratan de dos categorías independientes. El ser humano tiene conciencia de su “existencia real” a nivel espiritual (alma), psicológico (conciencia) y material (cuerpo); no obstante el ser no se da de forma inmanente, reducido, por ejemplo, a la conciencia o la que está elucubra que es el “ser” como postula Sartre sin ningún basamento real, sino que se halla por fuera de la mente. Por este motivo, lo que hace la conciencia es «captar y aprehender» el ser que “es” en la misma realidad objetiva (y no subjetiva como el sistema sartreano) y, en definitiva, independiente de quien capta. Empero, lo que efectúa la conciencia es el «acto de adecuarse a la realidad» y, en suma, a la verdad que se halla en el ser.

Sin embargo, Sartre, a pesar de atribuirse el mote de existencialista, en realidad, hace pura abstracción, casi a modo de un sistema hegeliano. Entonces sería correcto decir que hace una especie de filosofía de la «pura abstracción-existencial» (término contradictorio en sí mismo) propio de un sistema idealista cuando pretendió hacer “ontología”. Esto mismo se ve claramente en el tema de la «libertad» como luego se verá, aunque siempre con el mismo telón de fondo que es la “nada”. Una «nada» que para él «engendra», pues nuevamente se presenta una contradicción: la «nada» no tiene razón de ser o existencia real y, por ende, la nada no puede concebir o ya sea “crear” como equívocamente afirmó. Tal vez, en un plano realista como se viene analizando, el autor lo pueda percibir estrictamente como un puro sentimiento de vacío moral y psicológico”, pero que tenga un carácter real y metafísico es inverosímil.

De vuelta en el tema de la «libertad», dice que: “el hombre está condenado a ser libre”; sin duda se trata de una frase ambigua y cuasi literaria (además este tipo de autores se refugian en la literatura, ya que proponen una filosofía muy intrincada y un sistema oscurantista de pensar). Más allá de estas aclaraciones previas, para Sartre la «libertad» del hombre proviene de su propia “negación”: “el hombre es libre precisamente porque no es”, sostuvo el filósofo francés. De allí que uno deba «hacerse», ya que la libertad vendría a ser la esencia del hombre (aunque ciertamente niega la esencia o más claro la naturaleza del ser humano). Una libertad aparentemente fundada en el «no-ser» y de este último procede el «ser» en el «para-sí» o lo que equivale a la existencia del hombre. Pero bien se sabe que el ser no proviene de la nada y, por este mismo motivo, una sana inteligencia inmediatamente comprende esto. Ciertamente, Sartre con este modo de pensar niega el «ser-espiritual» del hombre para rebajarlo a una pura nada que se hace a nivel material o por la “nadaficación del ser material”. Esto, sin duda, plantea un desprecio muy grande para el ser humano a nivel moral, pues lo degrada a un simple objeto existente.

La filosofía del autor francés es, en realidad, una vaga imitación hegeliana del tránsito del «no-ser» al «ser» y viceversa, y de la identificación del «ser» con la «nada»: “El puro ser y la pura nada son por lo tanto la misma cosa”, afirmó Hegel en la Ciencia de la Lógica. Para el francés, el hombre porque «no es», al mismo tiempo, «es». Y de allí mismo se da el «pro-yecto de ser» o de «autocreación». Sartre, a imagen de Hegel, es la síntesis antropológica del idealismo alemán, es decir, que lo aplicó al proyecto existencial. Lo cual es grave, porque desvincula al hombre con su propia naturaleza dada, que se funda, a su vez, en el «Ser-Trascendente» y no auto-dada por la propia «inmanencia de ser» en el «plano fenoménico» y, en suma, fabricada por la propia «conciencia» al erigir a un hombre-dios como quiso el filósofo francés. He aquí un puro «subjetivismo-inmanente» y por tanto irreal propio del idealismo, en este caso aplicado a la existencia. Contrariamente, el realismo se ampara en una «objetividad-trascendente», es decir, el objeto se ubica fuera del sujeto que capta propia de una sana ontología; que descubre, además, la verdad del «ser-real» tal cual “es” en plena independencia del sujeto-objeto, como sostiene la filosofía aristotélica o la tomista. Y no una conciencia captante de la realidad que se infiltra en el objeto con la pura subjetividad como hacen los empiristas, violentando la inteligibilidad real de la cosa.

Anteriormente se dijo que Sartre niega la «esencia» o, mejor dicho, antepone la existencia para luego proceder la «esencia», lo que significa, en definitiva, negar la misma «essentia». Pues esta pasa ser en el sistema sartreano un constructo puramente humano, un hacerse librado a la arbitrariedad y, en un sentido teológico, abrirse paso a las tendencias caídas del ser humano (las ideologías, por ejemplo, se construyen a partir de este falso pseudo-principio “materialista”). Las cosas se determinan por una «esencia estable» antes dada a la existencia luego le sigue el «acto de ser» o existencia en el plano del orden finito u orden natural o creado, que, asimismo, este último se fundamenta en una «Causa Primera eficiente». Lo anterior, simplemente, significa que el hombre tiene dada una esencia permanente en el orden metafísico, posteriormente tiene existencia y libre albedrío para obrar en la vida de acuerdo al orden natural descrito y una finalidad que se orienta al «bien» para alcanzar la «virtud». Mas no a un “libertinaje” como manifiesta Sartre para hundirse en la «desesperación», ya que plantea una filosofía de la «agonía vital» o de la «náusea» como él mismo sostiene, que no es más que un pétreo pesimismo para el ser humano en su recorrido existencial. Esto, definitivamente, proyecta el pseudo-intelectualista francés desde un mero «plano psicológico y fenomenológico». Una conciencia oscura que jamás levantó vuelo para penetrar con cierta “esperanza metafísica” el orden creado, la “verdad innata del ser” y, finalmente, el gran misterio que representa el hombre a la luz del «orden sobrenatural» que se expresa en el «orden natural».    

Claramente en el sistema sartreano se ve expuesta al «anarquismo metafísico» de los tiempos modernos, pues se trata de una filosofía extravagante y superficial sin ahondar en la realidad, pues ciertamente propone un humanismo precario muy alejado de la existencia verdadera. No obstante, más allá de algunos de los errores en materia filosófica ya mencionados, desde el punto de vista histórico se ha intentado falsificar a Kierkegaard y las mismas categorías kierkegaardianas como consecuencia del fuerte laicismo que imperaba en la época del “existencialista” francés. En efecto, poco y nada tiene que ver el autor danés con el moderno existencialismo, puesto que Søren Kierkegaard fue un pensador religioso como él mismo lo sostiene en reiteradas ocasiones. Y por tanto, las nociones de angustia, desesperación, libertad, posibilidad, instante, finitud, paradoja, absurdo, etc. tienen su razón de ser en relación a Dios y a una cosmovisión marcadamente religiosa y no propiamente fundada, por ejemplo, en el ateísmo de un Sartre o en el agnosticismo de un Heidegger.

Estos autores, asimismo, tomaron tales nociones corriéndose de su auténtico origen «secularizaron» la semblanza religiosa de Kierkegaard. De hecho, en los filósofos modernistas se ve claramente de forma opuesta, pues se estancan en una especie de “ontología mundanal” sin elevarse al Fundamento o Causa Primera, estos es, reniegan en un plano meramente fenoménico sin ascender al Ser Necesario. De ahí su gran contradicción metafísica, ya que, en verdad, se debe partir desde el orden creado, para luego trasladarse al Orden Increado que, justamente, fundamenta el mundo. El filósofo tomista, Étienne Gilson, sostiene a partir del realismo que: “El entendimiento humano no puede tener a Dios como objeto natural y propio; habiendo sido creado, sólo está directamente proporcionado al ser creado, hasta tal punto que, en lugar de poder deducir de Dios la existencia de la cosas, se ve, por el contrario, necesariamente obligado a apoyarse en las cosas para subir hasta Dios”. Precisamente, el existencialismo moderno tiene por objeto y análisis el «ser-en-el-mundo» sin escalar al conocimiento de Dios, que es, por su parte, fundamento del orden creado. Por el contrario lo niegan para divagar a un nivel puramente fenoménico, y de allí mismo, es imposible fundar una correcta metafísica. 

Kierkegaard, precisamente atacó en su tiempo al ya mencionado Hegel, precursor de la filosofía sartreana y heideggeriana y, en general, de la destrucción filosófica de occidente y de la rica tradición metafísica en particular. Este ataque ocurrió porque Hegel veía la realidad como una “mediación dialéctica” en torno al Absoluto en el proceso del “devenir”, y este Absoluto abstracto, a su vez, identificado con el “mundo” y la “historia universal” pero no con el individuo real y existencial (marginado del sistema hegeliano) en su auténtica y verdadera comunión con Dios y el orden creado: “toda la confusión de los tiempos modernos consiste en haber olvidado la diferencia absoluta, la diferencia cualitativa entre Dios y el mundo”, sentenció claramente el pensador danés. Un mundo que se abre paso con la «pura razón dialéctica» abstraída de la misma realidad concreta y vital, que transforma todo en «mediación» para, supuestamente, conocerlo “todo”. Cuestión sumamente imposible de hacer. 

Por lo expuesto, un grave peligro de la filosofía sartreana es, justamente, cierta atracción fatalista por espíritus y conciencias no formadas en un mundo precipitado a un vago conocimiento de la realidad y de las categorías ontológicas de un recto pensar de la realidad, como sostiene Aristóteles o Santo Tomás de Aquino. Tal vez, un autor como Sartre, sea el refugio precipitado ante personas hundidas en la angustia y la desesperación en un siglo que no da consuelo. Y ante este panorama, se hermanan en la figura de un pensador nacido en un ambiente de exagerado positivismo a comienzos del S. XX, que se debió de romper a través de los planteamientos absurdistas del moderno existencialismo y no por medio del realismo. En tal sentido, fue la voz de una época que apagó sus luces en lo que respecta al sano pensar. Y esto último da la pauta de que a Sartre hay que entenderlo en ese contexto preciso, para tener una mirada profunda que interprete nuestros tiempos en la modernidad. Definitivamente, en la historia de la humanidad difícilmente haya existido un pensamiento de tanta ruptura con la realidad y su peso metafísico como propuso Jean Paul Sartre.

La propuesta esperanzadora de Marcel:

Los presupuestos filosóficos de Gabriel Marcel son muchos más claros, consistentes, ricos y, propiamente, su reflexión aportó una nueva luz a la existencia humana en tiempos de marcada oscuridad para el hombre. Y si bien, estrictamente, el pensador francés hizo «filosofía de la existencia» y, por tanto, su reflexiones se enriquecieron en base a sus vivencias existenciales personales; precisamente se alejó considerablemente de toda «filosofía sistemática» que buscaba encapsular el mundo, incluida la ontología tradicional. Sin embargo, lo anterior no obsta para descalificar las nociones filosóficas del católico francés y su propuesta de una «ontología de la esperanza» a través de su «filosofía concreta».

El pensamiento personalista (aunque no le hubiera gustado ningún calificativo salvo el de neo-socrático como él mismo se caracterizó y rechazó además el calificativo de existencialista cristiano que Sartre le había atribuido) de Marcel es, en efecto, una actitud de sana espiritualidad enriquecedora, de búsqueda de marcada «trascendencia religiosa y metafísica» y un digno y auténtico llamado en épocas de grandes dramas morales e incertidumbre para el ser humano moderno. Por este motivo, la filosofía marceliana es opuesta a la visión de Sartre, pues es asimilable, de este modo, a la filosofía kierkegaardiana. Ambos autores escaparon al costumbrismo social y a la extravagancia burguesa del pensamiento contemporáneo, ya que, Marcel y Kierkegaard, forjaron un pensamiento genuino que se orientó a la búsqueda de la Verdad en pos de criticar los mandatos de la modernidad, y no, justamente, para cumplir con las modas intelectualistas e ideologías imperantes o, en otras palabras, bajo el yugo de la filosofía del sistema a la que muy bien adhirió el pensador ateo, para ser uno de los artífices principales del Mayo Francés de 1968.   

En este sentido, Gabriel Marcel, autor de su obra magna «El Misterio del Ser», aportó la distinción entre «reflexión primera» y «reflexión segunda», describiendo esta última como el: “instrumento por excelencia del pensamiento filosófico”, mientras que: “la reflexión primaria tiende a disolver la unidad que se le presenta, la reflexión segunda es esencialmente recuperadora, es la que reconquista”. Lo anterior, significa que la «reflexión primaria» tiene una marcada tendencia objetivante propia, por ejemplo, de la ciencia y, por tanto, abstracta y reduccionista del pensar. Así pues, se trata de un modo de instrumentalizar el pensamiento que busca conquistar un saber en particular a través de la fragmentación de la realidad. La «reflexión segunda», en cambio, se orienta de manera tal que tiende a profundizar en la realidad existencial y concreta, no de forma objetivante y reduccionista, sino a modo reflexivo. Macel lo expresó muy bien en el opúsculo «Posición y aproximaciones concretas al misterio ontológico» al decir: “la reflexión por la cual me pregunto cómo, a partir de qué origen fueron posibles los procesos de una reflexión inicial que postulaba lo ontológico sin saberlo. La reflexión segunda es el recogimiento en la medida que es capaz de pensarse a sí mismo”.

De allí que el autor francés propuso una «filosofía concreta» contra la “abstracción que despersonaliza a los seres” en tanto que “la expresión 'filosofía concreta' tiene un sentido, en primer lugar porque corresponde a una repulsa de principio opuesta a los 'ismos', opuesta a determinada escolarización”. Marcel apuntó, particularmente, contra el proceder sistemático de la filosofía que desvitaliza”. En otras palabras, con la pretensión de “encapsular el universo en un conjunto de fórmulas más o menos rigurosamente encadenadas”, como describió en su obra «Filosofía concreta» publicada en 1940. El pensador francés, en efecto, buscó “restituir a la experiencia humana su peso ontológico” a través de lo que denominaba una «exigencia de trascendencia» para acceder a una “realidad que se nos revela”. Pensemos, además, en el contexto del autor en la primera parte del S.XX, quien vivió de cerca el auge de la técnica y el positivismo, las dos guerras mundiales, el ascenso del totalitarismo político en Europa, la manipulación de masas, el colectivismo comunista, etc. Naturalmente, Gabriel Marcel ante estas problemáticas tan vigentes en su tiempo, en su obra principal «El Misterio del Ser», inicia con un capítulo destinado a reflexionar “El mundo en crisis” que le tocó vivir: “en nuestro mundo cada vez más colectivizado toda comunidad real parece cada vez más incognoscible” porque “la intimidad es cada vez más irrealizable, partiendo del hecho general de la socialización creciente de la vida, puede verse cómo se realiza la perdida de la intimidad”. A partir de allí es necesario comprender el mensaje del filósofo francés.

Por otro lado, anteriormente se analizó a Sartre quien llevó a identificar el ser con la nada; sin embargo, Marcel contrariamente vinculó el «ser» con el «misterio». En voz de Marcel: “plantear el problema ontológico es interrogarse por la totalidad del ser y por mí mismo en cuanto a totalidad”. Por consiguiente, este «ser» se devela como un «misterio» que, asimismo, se llega a través del «recogimiento», la «presencia» y la «participación» que vendrían a ser una suerte de acto espiritual interior propio del sujeto o suppositum más que un acto intelectual de aprehensión de lo objetivo; o, específicamente, entre el dualismo que se establece entre el sujeto-objeto. El pensador francés, a modo kierkegaardiano, parece renunciar a cierto realismo para exponer precisamente una “experiencia humana más íntima” del individuo concreto, como sostiene Verneaux.

Así pues, Gabriel Marcel distingue cabalmente lo que es un «misterio» de un «problema». Nuevamente en palabras del pensador francés en su obra capital dijo: “un problema es algo en que encuentro, que aparece íntegramente ante mí, y que por lo mismo puedo asediar y reducir, mientras que el misterio es  algo en que yo mismo estoy comprometido, y que por consecuencia solo puedo pensarme como una esfera donde la distinción de lo que está en mí y ante mí pierde su significado y su valor inicial. Mientras que un problema auténtico puede resolverse con una técnica apropiada en función de la que se define, un misterio trasciende por definición toda técnica concebible. Sin duda siempre es posible -lógica o psicológicamente- degradar un misterio para hacer de él un problema”. Esto quiere decir, que la «oposición» misterio y problema se presentan en distintos planos, puesto que el primero pertenece a una esfera «trascendente» y, por ello, es meta-problemático en tanto que “me hallo implicado en él, comprometido”, lo «reconozco» y me «aproximo» a él para luego «reflexionar». Aquí, justamente hay que evitar la confusión en tanto que el misterio no es algo «incognoscible», pues este, es en realidad, es el límite de lo problemático. El misterio, contrariamente, es un acto positivo del espíritu que se capta por los modos de experiencia en que se refleja y “que ilumina por esa misma reflexión” la realidad espiritual que, sin duda, está ligada al misterio. El problema, por el contrario, “se halla por entero ante mí”, es decir que necesito de una «técnica» para reducirlo y someterlo por vía objetiva. Es una cuestión procedimental y principalmente impersonal para dominar una dificultad, y su elemento principal es la razón abstractiva que no cabe a la hora de abordar un misterio, pues el filósofo propuso otro modo de acercamiento para entender la revelación del «ser».

Gabriel Marcel, en tal sentido, entendió que la metafísica “es una reflexión dirigida a un misterio”, ya que el «ser» no necesita ser demostrado sino que se revela en la «experiencia inmediata». Ahora bien, para el pensador francés, por ejemplo, la libertad, el amor, el yo y el tú, la familia, la unión del alma y el cuerpo, la inmortalidad del alma, el ser-encarnado y el mismo ser, son, todos ellos, misterios que me aproximo por mí propia experiencia, en tanto estoy implicado sin que pueda hacer abstracción lógica de los ejemplos citados. No hay sistema posible que pueda agotar lo que es inexhaustible, ni es posible tampoco llegar al fondo de su inteligibilidad. Sin embargo, Santo Tomás de Aquino, único en su genialidad y con su exquisita y honda penetración de la realidad, entendió este límite cuando sostuvo que “el individuo es lo inefable”, es decir, no hace más que remarcar este fondo misterioso en el hombre desde el realismo. De allí que Marcel propone arribar por una vía más bien contemplativa y, a la postre, espiritual; y no, propiamente, a través de un camino que se abre paso desde lo conceptual. Precisamente, esto significa que la mirada de Marcel se presenta en una faz marcadamente «subjetiva» e «intuitiva» en el válido y honesto propósito de arribar a las profundidades inagotables del «ser» atravesando el límite objetivo o, lo que el filósofo católico-español, Leonardo Polo, denominaba el «abandono del límite mental» que no es más que el intento de atravesar la frontera de lo pensable, mientras que la razón abstractiva no pude ingresar en los recónditos profundos del «ser» ni a la propia «experiencia profunda» del hombre.

Otra categoría importante para Marcel es, pues, la diferencia entre «Ser y Tener». En este sentido, el pensador francés, aseveró: “la tragedia de todo tener consiste en el esfuerzo desesperado por identificarse con alguna cosa que sin embargo no es, y no puede ser, idéntica al ser que la posee”. Aquí más bien se refiere a dos actitudes en el orden psicológico, puesto que el «tener» está en relación con algo exterior que son las cosas y solo tiene sentido en el orden de los objetos, esto es, que pueden ser expuestas en relación a otro. El grave peligro en el «tener» radica en reducir al hombre al nivel de las cosas e identificarse con lo que se posee y, esto mismo, conlleva un cierre hacia lo metafísico para situarse en el plano de los objetos y lo instrumental. En tanto que el «ser» se refiere al «yo-soy» abierto a otros seres en un ámbito personal y existencial a través de la «disponibilidad», el «compromiso» y la «responsabilidad», que se sitúan en la esfera del «ser», ya que el hombre trasciende el mero «tener» en el orden material.

Otro punto importante vinculado a las nociones previamente vistas, se relaciona con el «ser-encarnado» al cual Marcel contrapone con la famosa fórmula cartesiana “cogito ergo sum” (pienso luego existo) fácil de oponer, ya que primariamente existo, tengo “conciencia de mí ligada a un cuerpo” como un dato existencial inmediato de la realidad. No soy una conciencia pensante encerrada en sí misma como pretende reducir al hombre el cogito abstracto de Descartes. Claramente, Marcel dijo: “Soy mi cuerpo en tanto significa un tipo de realidad esencialmente misterioso que no se deja reducir a la determinaciones que presenta como objeto”. Y luego agregó: “mi existencia en tanto ser encarnado envuelve un interrogante que, en el plano del objeto, no parece tener respuesta”. Es decir, “mi cuerpo” se presenta como algo misterioso e íntimo y a la vez sagrado que trasciende toda reducción fenomenal. Continúa: “empleo la palabra 'encarnación' exclusivamente en el sentido que designa la situación de un ser ligado esencialmente y no accidentalmente a su cuerpo”. Justamente, soy “mi cuerpo” en tanto soy un ser-sintiente, pues, precisamente, no se aborda desde un punto de vista materialista o biologicista, que sería tratarlo como un objeto nuevamente en el rango del «tener», sino desde una trascendencia metafísica que se vincula con el «ser», e, inevitablemente, esto mismo nos lleva a sostener que la existencia se encuentra en relación con otros seres mundanales en el mundo corpóreo, y solo en referencia a “mi cuerpo” puedo afirmar la existencia de algo.

Por todo lo expuesto, Gabriel Marcel, es por excelencia el filósofo que reflexionó sobre las implicancias metafísicas de las experiencias vividas por el hombre a partir de datos propiamente espirituales y existenciales, y por este mismo motivo, lo convierte en un pensador de suma «profundidad».

En efecto, mi condición de ser-existente se presenta ligado a un cuerpo en tanto es poseído al establecer un vínculo esencial y profundo. Aún más, no se da un simple «tener» en el orden de las cosas como se vio anteriormente, sino que tengo un cuerpo en relación a una «implicación» que se establece con mí «ser» a partir de una sana vinculación «interior-exterior». Sin embargo, cuando más adhiero mi cuerpo en referencia al «tener» (tratado como una simple posesión) más aniquiló mi interioridad suprimiendo el «ser»: “me embebo en el cuerpo al que me identifico que parece literalmente devorarme”, sostuvo con gran agudeza Régis Jolivet al tratar la filosofía de Marcel. El «tener» en relación al cuerpo debe estar en íntima correspondencia con el «ser», puesto que debo dominar la tensión que se establece entre “mi interior” y “mi exterior”, para que este último no domine al «ser». Solo el amor, asimismo, puede ordenar este vínculo a través de sana subordinación a una «realidad superior»: “solo por él somos capaces de afrontar el ser sin transformarlo en tener, en objeto o espectáculo”.

Finalmente, un tema central en la ontología de Gabriel Marcel es, ciertamente, la cuestión de la «intersubjetividad» o, más exactamente, la vinculación entre el «tú» y el «yo». Afirmó Marcel: “puede decirse en general que la relación 'con' es intersubjetiva por excelencia y no se aplica ni puede aplicarse en un mundo de objetos, que es un mundo de pura yuxtaposición”. Este lazo misterioso, para Marcel, alcanza el carácter de intimidad, cuando se reconoce una calidad profunda e individual de “un ser que amo tiernamente y que llevo en mi corazón” y por ello el “contenido de esa realidad (intersubjetiva) se enriquece en la medida que esos individuos que llegan a conocerse individualmente y reconocerse en la singularidad de su ser y su destino”. No obstante, estas relaciones no objetivables se presentan extremadamente complejas e indefinibles con la imposibilidad de reducir a un sujeto a una «pura unidad formal» ni menos a una «sucesión de estados de conciencia» a modo bergsoniano que trae aparejado por lo tanto cierta despersonalización, pues el «otro» se afirma como un ser único y singular que trasciende en sí mismo cualquier objetivación

Sin embargo, un peligro no menor en las relaciones intersubjetivas es, propiamente, cierto grado de egocentrismo (muy vigente en los tiempos modernos) que ciega toda apertura posible hacia el «otro». Por ello, Marcel afirmó que el egoísta: “no tiene claridad sobre sí mismo, no conoce sus necesidades reales, no sabe lo que le falta, ignora que se traiciona en la medida en que concentra en sí toda su atención”. Además que: “el egocentrismo únicamente es posible en un ser que no es efectivamente dueño de su experiencia, que no la ha asimilado verdaderamente”. Y en definitiva: “en tanto que estoy dominado por una preocupación egocéntrica, esta preocupación actúa como una barrera entre yo y el otro, y por otro debemos entender aquí la vida de otro, la experiencia de otro”. Gabriel Marcel, en este sentido, dijo que para superar este escollo es posible gracias a que: “a medida que me elevo en una percepción verdaderamente concreta de mi propia experiencia, estoy en condiciones de acceder a una comprensión efectiva del otro, de la experiencia del otro”. Precisamente, sólo a través de la «disponibilidad» y el «compromiso con el «otro» es posible ser un “nosotros” que participa activamente en el «misterio del ser»: “poner acento sobre la presencia de una profundidad sentida, de una comunidad profundamente arraigada en lo ontológico, sin la cual los lazos reales humanos serían ininteligibles”. Este vínculo entre el «» y el «yo» como presencia mutua a través de la intimidad espiritual, alcanza su cumbre cuando está iluminado por una «realidad metafísica» que trasciende a los sujetos y proporciona un escenario estable de vinculación. Asimismo, esta realidad ontológica debe reconocerse a través de la «fidelidad moral» que fundamenta, justamente, el “nosotros”, en un verdadero vínculo de amor filial.

Por todo lo expuesto, Gabriel Marcel, es por excelencia el filósofo que reflexionó sobre las implicancias metafísicas de las experiencias vividas por el hombre a partir de datos propiamente espirituales y existenciales, y por este mismo motivo, lo convierte en un pensador de suma «profundidad». La filosofía de Marcel se presenta con una fidelidad única e irrepetible a través de su rica ontología, pues pretendió recuperar el verdadero sentido del hombre en general y las relaciones humanas en particular, tan castigadas en los tiempos modernos. Problemas que, sin duda, se viven a diario y tienen sus repercusiones prácticas y morales. Por ello, el filósofo francés buscó reflotar una mirada que se enciende desde el espíritu contra la objetivación racionalista de una sociedad harto tecnificada y, en efecto, gravemente deshumanizada. Aquí radica la propuesta esperanzadora de Marcel, allí donde la verdadera esencia humana se realiza por medio de la esperanza, como una categoría vital y transversal en la cosmovisión filosófica del pensador francés: “El alma no existe sino gracias a la esperanza”, resume toda la filosofía que principalmente se preocupó por el prójimo, y esto último, precisamente, ilumina toda la obra de Gabriel Marcel hasta nuestros días.

De la "Nada" de Sartre al "Misterio" en Marcel