jueves. 18.04.2024
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Lydia Davis mezcla los géneros de igual modo que el fotógrafo adopta distintos enfoques, aperturas, juegos de iluminación

lecturassumergidas.com | @lecturass | Por Emma Rodríguez | La mirada de Lydia Davis (Massachusetts, EEUU, 1947) es afilada, incisiva, de largo alcance. Basta con repasar sus fotos  para comprobarlo. Hay algo en esa mirada que dice mucho de su particular, original, punto de vista, de su habilidad para sumergirse de otro modo en las aguas de lo cotidiano, para contemplar los paisajes a través de cristales insospechados, para escudriñar los estados de ánimo y los sentimientos de una manera que nos resulta insólita y a la vez demasiado cercana, íntima, familiar.

Del asombro a la complicidad, de la extrañeza al reconocimiento, vamos recorriendo las páginas de Ni puedo ni quiero, un nuevo volumen de cuentos publicados por Eterna Cadencia en el que comprobamos que Davis, maestra de la corta distancia y una de las voces más originales de la actual narrativa estadounidense, es capaz de armar una historia con cualquier objeto, pensamiento, geografía, sensación. Todo es susceptible de ser tenido en cuenta, todo puede ser trascendido. Lo más corriente puede convertirse en motivo de atención, lo más banal, eso que normalmente nos pasa desapercibido, puede dar lugar a una reflexión, a una pincelada de humor, a un destello de lucidez, a un estallido poético (versos sueltos, haikus) o, simplemente, a una asociación de palabras, de sentidos, de ideas.

“No puedo dormirme, en este cuarto de hotel en esta ciudad extraña. Es muy tarde, las dos de la mañana, después las tres, después las cuatro. Estoy acostada en la oscuridad. ¿Cuál es el problema? Oh, tal vez estoy extrañándolo a él, a la persona que duerme a mi lado. Después oigo una puerta que se cierra en los alrededores. Llegó otro huésped, muy tarde. Ahora tengo la respuesta. Iré a su cuarto y me meteré en la cama a su lado, y entonces podré dormirme”. Así de sugerente en su brevedad es la pieza titulada Despierta en la noche, incluida en la serie de los relatos del sueño.

Lydia Davis mezcla los géneros de igual modo que el fotógrafo adopta distintos enfoques, aperturas, juegos de iluminación. Hay en este nuevo libro cartas de ficción, cartas perfeccionistas, quisquillosas, desconcertantes, a entidades y receptores a los que se indica que algo ha estado mal en una petición, en un producto vendido, en una experiencia. Hay una carta muy especial donde la autora, que es profesora de creación literaria, saca a la luz los temores que alguien que se dedica a la enseñanza puede sentir ante los alumnos.

También hay listas, listas de epitafios, por ejemplo, que son como pequeños esbozos de relatos susceptibles de ser contados; biografías simples en las que hay que hallar el misterio encerrado. Hay textos que parecen páginas arrancadas de un diario y recreaciones a partir de apuntes de Flaubert, a quien tan bien conoce la autora a través de las traducciones que ha realizado de su obra, incluida la de Madame Bovary. Flaubert le permite viajar en el tiempo, recuperar escenarios, personajes y costumbres ya idas. Flaubert la mueve a jugar en las vastas praderas de la literatura, a atravesar puentes de complicidad. El clásico es una presencia permanente en este libro. Hay incluso una pieza en la que la autora reconoce la lección que de él ha recibido sobre el punto de vista singular, sobre la fijación en ese detalle insignificante para la mayoría, ese detalle que suele pasar desapercibido en el discurrir de una situación y que para un creador puede cambiar por completo el sentido de la escena.

De entre todos los relatos que componen “Ni quiero ni puedo” hay uno, Las focas, en el que tienen cabida muchas de las claves, de las obsesiones de la escritora: el paso del tiempo, las señales y respuestas contenidas en los sueños, el sentimiento de quedarse fuera, al margen, de no aceptar las convenciones sociales, los anuncios publicitarios que incitan a la felicidad y al confort permanentemente. El llanto y la risa, la desolación y el humor se dan la mano. En este relato que habla de la pérdida tampoco falta esa necesaria pizca de humor, en este caso un humor sutil que compensa el desbordamiento del caudal de emociones. Un humor que se introduce de la forma más natural y espontánea, a través, por ejemplo, del recuerdo de una conversación mantenida en la tienda habitual con una mujer que señalaba que su madre, al contrario que ella, creía en un más allá del alma y que cuando hablaban del tema ésta le decía jocosa: “Cuando muramos, ¡una de nosotras se llevará una sorpresa!”...

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Lydia Davis, el foco que ilumina lo corriente