jueves. 28.03.2024

Este libro, como otros y no como tantos, es atravesar una puerta, un umbral, cuyo destino depende del lector al modo en que el porvenir depende del azar: si hacia la luz, si hacia la oscuridad; pero siempre en el filo de la demencia, la que se produce en el lenguaje y evidencia la circularidad entre la pulsión y el deseo, la salvaje luz de lo posible.

Ya que el fraseo de Alejandro Tarantino es una boga que inicia su cadencia en el arrebato, una champa[1] agotadora que dejará las fuerzas al pairo, en la contemplación de un arrojo que de ningún modo convierte la vida en el esfuerzo o trabajo de vivirla, que la deja en el sino de las mareas, como si fuese una elección cuando no hay decisión posible. Lo leemos y sentimos que todo fluye, y pasa, y no permanece, que somos heraclitianos, y por ello quizá oscuros, silenos del rio de fuego, con la boca llena de palabras en llamas, abocadas al mar de lo indeterminado, del caos en que todo es alimento de la luz.

Leer-lo es galopar en los incendios, o sobre las ascuas y ceniza de las lumbres acaecidas; es –leerlo, de todo modo posible– transitar sobre el lugar que acoge el tiempo de estar leyendo, sobre el instante en que lo escrito es la hybris de la claridad, por ser leído… Y, quizá por ello, es una lectura que llevas asida a ti como se lleva el cúmulo de los hechos que nos dieron la fuerza de vivir.

Quiero decir, que hay en el libro una teoría sobre el peso del deseo, sobre su circularidad pulsional que tiende a hilar el tejido deshecho, que de alguna forma une el recuerdo de la alegría de vivir con el presente, y así aliviar las heridas de la biografía degliinfantasmati. La cita que abre el libro ya nos advierte que el instante acaece otro de sí mismo, en el que permanece la herida del centro, la curiosidad de existir., quizá no hasta la ignominia de la oscuridad o su prestigio…[2]

Alejandro Tarantino

Este libro es el contrapeso a El prestigio de la oscuridad, es un paso de la trepidación a la cadencia, del despiadado y denso ritmo sémico único a la pauta de lo visible. Y ambos textos vienen a ser sostenidos por los restos de la luz y los intersticios de la oscuridad de las obras de Carmen Isasi.[3]

Es un canto a la vida, la luz que asola la demencia lo es. Y es muy consciente que lo es en compañía de lo que ha sido, si lo que ha sido es una casa habitable, un lenguaje de respiración atópica. Como si suceder en los límites de la experiencia y la memoria fuese lo que posibilita la vida con y a través de los otros; y así parece fluir la vida desde lo incurable:[4] ese espacio que solo parece poder cruzarse con el amor, porque la luz habita en el oscuro cuerpo de lo inconsciente; y ambos, amor y luz, en este libro, continúan la tradición de la cura frente al sufrimiento y el dolor.

Una luchadora no es un solipsista, ni sus sueños serán horrores y monstruos, tampoco la bestia que vuelve a recorrer Europa, la bestia que se alimenta de las pesadillas pasadas y las quiere de nuevo reales

La luz, que devora la culpa, digiere la propia vida –nos dice Alejandro– e instituye la soledad, tan luminosa que oscurece la pragmática del amor, los vínculos de la reparación, que en esto consiste la cura. O habitaremos el panteón de las palabras, melancolizados por una sociedad deserotizada[5] y violenta. Este libro es un libro político, aristotélico, donde la contemplación de nuestro cuerpo en sombras es pensar sobre aquello que somos y deja de ser imposible en el ejercicio de una ciudadanía despatologizada. Alejandro es de los que siguen pensando que el arte equilibra al poder, dicho sin ánimo cínico contra la esperanza y la inocencia, de las que este libro alardea sin ser su objeto; como se suele decir, es el aire que respira…

Y ahí estamos mientras leemos estas intensas páginas, en el abismo de las horas, donde la vida sucede, una vida errática que lucha por no ser extinta entre la vida de los otros. La luz de la vida y la oscuridad del lenguaje, este es el filo, el borde que recorre el libro, como un personaje pasoliniano en los arrabales de la demencia, donde nada es más antiguo que la luz, ni atesora más poder que el amor. Cómo si no alejar las venas abiertas de la respiración–en palabras del autor–, el desistimiento de la vida en una resistencia condenada; cuando solo la lucha urde la oscuridad del lenguaje y la luz del cuerpo contra la ignominia de la deshumanización…

Una luchadora no es un solipsista, ni sus sueños serán horrores y monstruos, tampoco la bestia que vuelve a recorrer Europa, la bestia que se alimenta de las pesadillas pasadas y las quiere de nuevo reales. ¡Qué dolor…! Y, ¡qué odio de querer vivir![6] No podemos oscurecernos hasta la amargura y la suspensión del juicio sobre la muerte que nos pertenece. Pero cómo desear la vida…, y en el adverbio ahonda el libro, como una pulsión de la vida futura.

¿Cuánto de irreal hay en la vida, cuánto de sentido le imponemos para, negándole su ser, su absurdez, sufrir su impostura? Quizá –sugiere Alejandro–, el sentido tenga que ver con exacerbar su carencia, hacerla evidente en las contingencias y paradojas que suscita, porque ni la falta absoluta de sentido, ni la verdad, hacen de la vida algo asombroso que nos llene de delirio o alegría. Por eso, él nos dice:lo que más daña la vida es una mentira sostenida en el tiempo a modo de esperanza. Y cómo hacer para vivir una vida que no se ha vivido… la vida que engendra la conciencia de la muerte, la finitud apasionada de la vida, ha de ser vivida sin nostalgia ni esperanza, sin demasiado de ellas.

Alejandro Tarantino, no solo por ser en parte siciliano, es un griego que, a pesar del giro antropológico socrático, sigue mirando el devenir bajo las estrellas… y es también un epígono de Nietzsche…

La vida ficcionada, la que la oscuridad matiza, es la realidad de la luz, no su hipostasia, sino su materialidad narrativa; por ello, en el libro, como lectoras, somos los personajes del metarrelato y el eterno retorno de Eros.

 

La vida es la caída en el tiempo,[7] desaparecer en el viaje y no regresar jamás, el viaje que también es hacia una misma: no regresar a ti en ti, desaparecer en sí. Hay en el libro una forma de despojarse del peso de la identidad, en ello se articula asolar la demencia, en la libertad de ir hacia el no ser. Alejandro Tarantino, no solo por ser en parte siciliano, es un griego que, a pesar del giro antropológico socrático, sigue mirando el devenir bajo las estrellas… y es también un epígono de Nietzsche…

Es un libro sobre la vida secreta de los dionisíacos, porque la vida es un largo triunfo, un viaje hacia la otredad sabia y apasionada, ira la alteridad donde se edifica la salud y el sueño necesario a la vida. Una vida que no puede colonizarse en sus límites, un deseo que no puede colonizarse a través de la alienación de las pulsiones, porque están más allá de la anomalía de la salud…

La vida sólida es la vida secreta y política: no ser en el aparecer; no acometer la parte formal de la falacia naturalista, porque de ella emerge la irrealidad de la locura, eso que de ella es venido al mundo como monstruo; que fluya desde lo incurable, empujada por la luz, hasta el improbable haber nacido a la oscuridad. La luz de lo sólido es lo que nos permite bajar al río de la vida, donde bebe el animal más triste[8] el agua del olvido, y así no más allá de la sed de ser visto.

Alejandro Tarantino nos ofrece un quedar entre el vínculo y la finitud, un libro para no huir de la otredad y entrar en las sombras de la mismidad, en la sed de sed, en la lúcida demencia de lo evidente que expone en su cuerpo, como una herida, el que lucha porque ha dejado de resistir, el que es intempestivo y asume el peso de su verdad,[9] la verdad del errar vesánico, agresiva porque ya no puede callar. Hay algo en Alejandro que nos lleva a estar entre colibríes y alacranes, alisos y violas, hay algo demente, furioso… vida del orate cioránico,[10] amargo y libre de paraísos.

Unas palabras más, son importantes, tienen que ver con la cura… En una conversación con Alejandro, de las muchas impresiones que siempre nos damos, recuerdo una vivamente: Hacía calor, este calor antinatural de las estaciones perdidas, y teníamos sed… de agua y de esperanza… Me dijo que lo importante de las palabras es dónde se dicen, que al que escribe hay que preguntarle dónde, porque el qué es el demente sin lugar… y no se puede asolar la nada…

Estaba leyendo La luz, y lo entendí… la luz y la demencia son lugares, y en ellos la muerte se nos echa encima… Alejandro Tarantino nos propone que nos lancemos sobre ella…


[1] Boga inicial de fuerte ritmo en una regata.

[2] Alejandro Tarantino Aréchega: El prestigio de la oscuridad. Devenir, 2016.

[3] El museo La Neomudéjar en Madrid acoge una retrospectiva de su obra hasta el 22 de enero de 2023.

[4] Alejandro Tarantino Aréchega: Gli ignoti nell’ ospedale degli incurabili. Amargord, 2021.

[5] De Herbert Marcuse a Byung-Chul Han. De Eurípides a Lorca y Pasolini.

[6] Santiago López Petit: Amar y pensar. Bellaterra, 2005.

[7] E.M. Cioran: La caída en el tiempo (1964). Tusquets, 1993.

[8] Juan Vico: El animal más triste. Seix Barral, 2019.

[9] Nietzsche nos decía que el débil es aquel que no soporta su verdad…

[10] Emile Michel Cioran: Silogismos de la amargura (1952). Tusquets, 1990.

Sobre La luz. El arte de asolar la demencia