viernes. 29.03.2024

La luz entra por la ventana del salón repartiendo destellos suaves sobre un desorden de cajas repletas de objetos por colocar. Isabel no quiere agobiarse, por eso se ha tumbado un momento en el sofá. Se ha quedado dormida sin darse cuenta, el cansancio del traslado no perdona. Su rostro parece un poco crispado, como si sus sueños se empeñaran en interrumpir una vez más su descanso. Hace muecas en seco, y gira la cabeza de un lado a otro cerrando los ojos con fuerza.

Hace días que repite un mal sueño, una pesadilla de la que se creía ya curada. Pero el pasado es tozudo y siempre vuelve. Se ve a sí misma sentada en una silla, una de esas sillas de madera rígida, con respaldo y sin reposabrazos. Está desnuda, tiene las manos atadas a la espalda, y no quiere abrir los ojos. Una omnipresente luz azulada la ciega si los abre y un olor espeso a sudor lo impregna todo, hasta el punto de que casi puede paladearlo en su boca. Tiene los pies descalzos sobre el suelo frío y húmedo. Cuando está a punto de oír los gritos, Lía, su gata gris, se ha puesto a runrunear en su oído y la ha traído de vuelta.

Isabel se ha despertado justo para salvarse de los insultos y de los golpes del pasado. Respira hondo y se acaricia la cara. Se palpa el cuerpo para reconocerse, para comprobar que se encuentra en un ahora distinto, que está vestida y no desnuda, y cerciorarse bien de que solo era ese sueño que se empeña en ocupar su cabeza en los días de otoño, para caer en su ánimo inexorable como la lluvia o las hojas de los árboles.

Cuando se tranquiliza, se levanta, se hace un café y abre las ventanas del salón para respirar un poco de aire. Camina por el pasillo de su nueva casa rumbo a la habitación del fondo, donde quiere colocar una pequeña sala de estar. El efecto del eco de sus pasos es lo único que escucha cuando entra allí. No soporta el eco en las estancias vacías y se ha propuesto dejar la habitación del fondo colocada esa misma tarde, porque es la más oscura de la casa y la más triste, da a un patio interior rectangular, un poco lúgubre y sucio. Abre la ventana para mirar y se pregunta porqué llamarán patio de luces a un tubo como ese, es un espacio muerto, poco accesible. Carece de puertas y, para entrar, hay que saltar por la ventana de los pisos bajos. Cuando está apoyada en el quicio, la gata Lía se sube para acariciarse con ella. Mira que eres mimosa, Lía, -le dice- justo cuando la gata se desequilibra y cae al patio.

Un fuerte maullido de dolor espanta a Isabel, que grita pidiendo ayuda para su gata. Al momento se enciende la luz del bajo derecha y ve como un anciano se asoma y hace ademán de saltar al patio para socorrer a Lía.

-Por favor señor, tenga cuidado, bajo corriendo y salto yo por la ventana-, grita desde arriba.

-No pasa nada, estoy acostumbrado…-escucha de lejos mientras sale corriendo escaleras abajo sin cerrar la puerta de su casa-.

Cuando llega, la puerta del bajo derecha está entreabierta y pasa hasta el fondo del pasillo. Es un piso lúgubre, con muebles demasiado grandes y escudos de armas de la policía y la guardia civil que penden de las paredes. Una lámpara de araña llena de polvo corona la estancia.

La decoración le provoca repelús, no ha olvidado. Y no solo es por los sueños, cuantos más años cumple más convencida está de que tiene que recordar bien todo lo que pasó, aunque le duela. Quiere ser capaz de situar cada hecho, cada agravio, cada golpe, cada terreno conquistado y vuelto a perder, cada momento de lucha. Pero lo quiere hacer serena, no con la angustia que provocan los sueños, sino con la templanza del análisis reposado de lo sucedido en el pasado, un pasado que hay que conjurar, porque es un espacio sin cerrar. Sabe que la historia ha engullido sin explicación una época demasiado reciente con la complacencia de un acuerdo asentado sobre el sello del silencio. Aunque ese recuerdo haga arder de nuevo cada una de las cicatrices que motean sus pechos de marcas de cigarro. Su piel es testigo, conserva huellas imborrables del precio que algunos pagaron para llegar a este presente acordado.

Sale de sus pensamientos y ve al vecino intentando sortear de nuevo la ventana para entrar en su sala de estar. Lleva a Lía en brazos, está como desfallecida, y el viejo intenta acurrucarla para paliar su sufrimiento.

-No se preocupe creo que está solo un poco magullada. Es una gatita linda, suave como una manta de armiño, pero fuerte, seguro que sobrevivirá, ya sabe, estos bichos tienen siete vidas…-dice él, acariciando la cabeza de la gata con parsimonia.

-Muchas gracias -contesta Isabel mientras tiende las manos para recoger a Lía del regazo del vecino- con esto del traslado está como desorientada y se ha caído al vacío. No podido sujetarla. Le agradezco mucho su ayuda y su rapidez…

-No tiene importancia, señora…

De pronto, cuando le mira a los ojos mientras se presenta como “Isabel, la nueva inquilina del quinto izquierda”, nota algo inquietantemente familiar en su vecino. Tras las gafas de pasta, reconoce los mismos ojos redondos y pequeños de comisario Cantesa. Todavía conserva esa mirada casi infantil, donde solo conviven el espacio muerto de la frialdad absoluta y la crueldad de los depredadores. Los ojos de “El Niño”, como le apodaban los presos, no han envejecido. Aunque pasaran cien años, nadie podría olvidar la mirada de su torturador.

Isabel aprisiona a Lía instintivamente, con los brazos casi agarrotados por la incertidumbre. El viejo comisario la mira con insistencia, y en sus ojos puede apreciar que el vacío comienza a estar ocupado por la inquietud. Cantesa mueve los ojillos enmarcados por las gafas de pasta intentando apartar la mirada de Isabel. ¿La habrá reconocido? Ella contempla de cerca su cara y por primera vez en muchos años se siente fuerte. Los ojos de “El Niño” recrean el vacío del miedo moteados por los reflejos dorados de la “araña” que ilumina la estancia. No habla, solo retrocede unos pasos para alejarse de Isabel.

Isabel cruza el pasillo buscando la puerta con determinación. Ya no es igual que cuando hacía el recorrido entre su celda y el “despacho” del comisario. Ahora sabe que esta vez será la última. Cantesa está muerto, el vació intenso del miedo le ha dejado petrificado envuelto por la luz pastosa del salón.

Carmen Barrios

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