Al margen | El escritor trabaja en soledad. La mayor parte de su tiempo discurre frente al ordenador, a la máquina de escribir (las menos, ya es un instrumento casi testimonial, una arqueología de otra era) o ante un papel por el que avanza el bolígrafo. El escritor indaga en el alma humana, busca la forma de convertir sus sueños en obra de arte y de hacer partícipes a otros de ese logro. Es en ese momento, cuando el escritor intenta proyectar su labor en la sociedad, sacarla de las cuatro paredes de su estudio, cuando se inicia una tarea, casi siempre ingrata, que desborda la propia naturaleza de su arte: editar la obra si es un libro o publicarla en algún medio si es una pequeña pieza, un poema, un artículo o un relato. A partir de ese momento entran a formar parte de la labor del escritor muchos otros factores (de los que, inevitablemente, no puede prescindir): editores, lectores de editorial, agentes, libreros, redactores de revistas o de periódicos y, sin duda, un amplísimo espectro de lectores potenciales, … Todo un mundo se pone en movimiento a partir del momento en que el escritor da por terminada la obra. Sin ser consciente de ese pequeño seísmo, el escritor seguirá soñando otros mundos, otras historias, otros poemas. Su vocación es el sueño, la quimera, la obra bien hecha. A ser posible, la obra maestra.
El carácter de su actividad, radicalmente individual, determina su relación con la sociedad: no forma parte de la plantilla de una oficina, ni de una planta industrial, ni siquiera, salvo excepciones, del equipo de trabajo de una editorial. Es él, sólo él dependiendo del idioma y de la traducción a distintos géneros de sus sueños, sus fantasmas, sus deseos y frustraciones. Por lo general, el escritor no vive de su trabajo literario: es profesor, empleado de banca o de seguros (como Franz Kafka), funcionario o rentista por ejemplo, o ejerce otros oficios aún más alejados de su vocación (pastor, albañil, electricista, ingeniero de puertos y caminos, como Juan Benet, o propietario de una pastelería, como Joan Vinyoli, o empleado en una joyería como Juan Marsé). Cuando esto es así, su dedicación literaria suele recluirse en los huecos que en el día (y en la noche) le deja la vida familiar, en los fines de semana y en las vacaciones. Ese ha sido mi caso: recuerdo innumerables vacaciones en las décadas de los ochenta y noventa en las que gran parte de mi tiempo supuestamente libre (en el mar o en la montaña) se me iba delante de una pequeña Olivetti avanzando en una novela o escribiendo críticas o corrigiendo algún trabajo a entregar en otoño. Francisco Umbral se refirió a estos escritores con un tono despectivo, calificándolos como "escritores de caja de ahorros".
Esa amalgama de circunstancias, a la que cabría sumar el hecho de que su compromiso en la defensa de sus derechos laborales, de "lucha cotidiana", se desarrolle en la empresa, en el puesto de trabajo remunerado y muy pocas veces en su labor literaria, explica su tendencia a “buscarse la vida”, como artista, de manera individual y su escasa propensión a organizarse.
Sin embargo, más allá de esas servidumbres, la sociedad tiene una imagen convencional, casi "televisiva" si se me apura, del oficio de escritor: la que suele llegar a ella es la de escritores cuyos libros se publican en editoriales poderosas, presentes en todas las mesas de novedades de los grandes almacenes, con tiradas amplias (en algunas ocasiones superan la frontera del best-seller) y a cuyo alrededor se mueve todo un mundo de sugerencias: agentes literarias, premios, ruedas de prensa multitudinarias, entrevistas en radio y en televisión y un largo etcétera de glomourosas experiencias públicas.
Casa de Bécquer, en Noviercas (Soria): toda una metáfora
En otras ocasiones (las menos), el lector de a pie tiene noticias de que ciertos escritores se comprometen y pugnan por ejercer una función social y llega a intervenir como demiurgo y agente en la movilización política llegando a maldecir a quien concibe "la poesía como un lujo", a renegar de la neutralidad o de la obra "de quien no toma partido hasta mancharse", que dijera, en tiempos muy distintos al presente (o no tanto) Gabriel Celaya.
Ese es, a grandes rasgos, el espacio del escritor.
Viene esto a propósito de un proceso que ha pasado inadvertido a la opinión pública y que habla, en gran medida, de la irrelevancia de la organización que lo ha vivido. En los últimos meses, la Asociación Colegial de Escritores de España ha sufrido una profunda crisis. Me vi inmerso en ella como consejero que no llevaba más de un año ejerciendo el cargo y, al final, debido en parte a mi sentido de la responsabilidad, en parte a invitaciones y sugerencias de amigos del gremio y en una pequeña medida al convencimiento de que es posible abrir un nuevo horizonte a una entidad creada en 1976, en los albores de la democracia, de la mano del narrador Ángel María de Lera, que se mostraba anquilosada, me he implicado a fondo en ella asumiendo una responsabilidad cuyo ejercicio he de compatibilizar con la labor creativa, con la poesía, la crítica, la narrativa, con el periodismo cultural. Cuenta con casi 2000 escritores asociados y presta servicios de asesoramiento jurídico, de asesoramiento sobre procesos de edición y publica una revista, República de las Letras, necesitada de una profunda renovación y de una adaptación integral a las exigencias del mundo digital.
He revisado por encima (no podría ser de otra forma) sus archivos. Son muchos los escritores que un buen día decidieron inscribirse y depositaran parte de sus esperanzas en la ACE. Escritores de fin de semana o de caja de ahorros como los que he citado, escritores que pelean con el papel en blanco en el pueblo más remoto, que animan e impulsan tertulias literarias, talleres, coloquios y lecturas colectivas en ciudades de provincia o en barrios de las capitales alejados de los grandes centros culturales de referencia (Círculo de Bellas Artes, Ateneos, Fundaciones culturales, bibliotecas de referencia...), que fundan revistas y sueñan con ellas y sus posibilidades de difusión, que se atreven a lanzar colecciones (casi siempre de poesía) en editoriales imposibles, que nunca saldrán en los periódicos de tirada nacional o en los grandes medios de comunicación aunque en no pocos casos la calidad de su obra sea equiparable a la de sus colegas "triunfadores". Ese mundo, entreverado de autores de todas las edades, en el que jóvenes escritores se atreven a soñar con ver su libro editado o con el reconocimiento literario de críticos, profesores o, como culminación de la quimera, de académicos de la lengua.
Sede Instituto Cervantes en Frankfurt
En la web de la Asociación Autónoma de Autores Alemanes es visible una fotografía de Günter Grass firmando en el libro de honor. Alfred Doblin, el autor de la por tantas razones portentosa Berlín Alexanderplazt dirigió la Asociación en Defensa de los Escritores, precedente de la recién mencionada. En muchos países europeos las Asociaciones de Escritores, las Casas del Escritor, los sindicatos de escritores y otras entidades parecidas no sólo gozan de un prestigio y un reconocimiento institucional, sino de los lectores y del colectivo de escritores de todos los géneros. En muchos casos fueron de una gran importancia en las luchas democráticas de toda índole, siempre a favor del progreso humano, de los derechos civiles, de la igualdad y de las libertades de creación, de prensa, de información y contra la censura. La Confederación de Escritores Europeos, en la que se agrupan entidades asociativas de 36 países del Viejo Continente, tiene una importancia fundamental en los distintos procesos legislativos que afectan a la propiedad intelectual, a los derechos digitales, a la globalización de la distribución de libros (en papel y en formato digital) y de su labor apenas se tiene conocimiento en nuestro país.
Los desafíos de la edición digital, el aprendizaje de nuevas destrezas vinculadas con la publicación de libros, con las gestiones editoriales, con las nuevas posibilidades que abre Internet, los derechos de autor, la Ley de la Propiedad Intelectual y las consecuencias de la última reforma... Todo eso, junto al desarrollo de servicios de utilidad para el colectivo de escritores y a la búsqueda de soluciones a la precaria situación que viven algunos de ellos, son objetivos que no pueden acometer otras entidades. Junto a la reflexión colectiva sobre la evolución del mundo y la literatura en lo que afecta al oficio, la Asociación de Escritores ha de afrontarlos si quiere tener un reconocimiento con entidad útil, necesaria en la realidad cultural del siglo XXI. Es precisa una profunda reflexión colectiva: evitar la tentación, siempre presente, de dar a las asociaciones de escritores un carácter más próximo a "plataformas de promoción y autopromoción de determinados autores" ya conocidos (o no tanto), o al menos con una cierta proyección, que una auténtica organización al servicio de los intereses de todos y, sobre todo, de aquellos que, por razones de diversa índole, tienen necesidad de ser apoyados, entendidos y, sobre todo, protegidos. Aunque sea de manera limitada.
Manuel Rico | Presidente de la Asociación Colegial de Escritores