El mundo de los cisnes
Cisne negro es la película del momento. La efigie de porcelana de su protagonista, resquebrajada por una perturbadora grieta, puebla las marquesinas de la ciudad, escrutando al incauto transeúnte que, intimidado, no tiene más remedio que acabar yendo al cine a rendirle pleitesía a la locura.
Los modistos más importantes del mundo retoman el ‘look ballerina’ en sus colecciones, inspirados por el porte y los atuendos ‘black swanescos’; la portentosa Natalie Portman gana el Oscar por su ‘tour de force’ interpretativo como Nina Sayers; y en un cine de Letonia un espectador mata a tiros a otro por hacer demasiado ruido comiendo palomitas mientras en la pantalla la gran Nina se deja la piel sobre el escenario para dar vida a los dos cisnes de Tchaikovsky. La esquizofrenia está de moda y en el mundo dual de hoy, el frágil equilibrio entre lo blanco y lo negro amenaza constantemente con romperse en pedazos como una bailarina exhausta, vencida por los embates de una coda de ‘pirouettes’.
La película de Aronofsky sobre una joven y ambiciosa bailarina que, abrumada por la responsabilidad de encarnar un doble papel en la obra que habrá de catapultarla al estrellato, se sume en un torbellino de locura y autodestrucción, reúne todos los ingredientes necesarios para convertirse en una película icónica.
Aronofsky escoge un tema poderoso y atractivo para la audiencia (¿quién no se ha visto sometido alguna vez a presión en su trabajo, sufrido estrés, o sentido que la realidad adopta fugaces y desconcertantes disfraces, aunque sólo sea en esos instantes en los que el sueño y la vigilia se funden como los cuerpos de dos bailarines de cuya simbiosis depende el éxito de la función?), lo viste de gala y, aderezado con las justas dosis de histeria, lo lanza a la palestra en el momento más oportuno.
En la era de Internet, la telerrealidad y la precariedad laboral, dónde jóvenes y no tan jóvenes se atrincheran tras la pantalla del ordenador adoptando falsas identidades para relacionarse con desconocidos, exponen de un día a otro su vida ante millones de personas ya sea a través de la red o del ‘reality’ de turno para, a continuación, caer en el olvido, y pasan (con suerte) de un trabajo a otro, cuando no compaginando varios, explotados, sin terminar de encontrar su sitio en ninguna parte, la pasión esquizoide de Nina Sayers produce una inevitable identificación. Su desdoblamiento es universal.
Pero, a todo esto, ¿qué fue del cisne blanco?. Tras marearme mientras veía a Natalie saltar y dar vueltas como una peonza recubierta de plumas negras como el tizón, salí del cine con ganas de luz. Y, al momento, otros seres suspendidos en el aire, inmersos de lleno en el ballet de la vida, acabaron iluminándome la tarde. Se trataba de los retratados por la cámara viva y audaz de Henri Jacques Lartigue (1894 – 1986), algunas de cuyas fotografías pueden verse en la excelente exposición del Caixa Forum de Madrid, Un mundo flotante. Y sí, en efecto, los personajes de Lartigue flotan, como Nina bailando a Tchaikovsky, pero a diferencia de ella sus movimientos son fruto del azar y su motor, la felicidad.
El fotógrafo, máximo exponente de ese concepto tan francés como es la ‘joie de vivre’, dedicó su vida a inmortalizar aquellos instantes en los que sus congéneres se lanzaban al encuentro del siglo XX frescos y radiantes, desafiando a los elementos y las leyes de la física, como si el tiempo y el espacio fueran coordenadas del pasado, incapaces de frenarles en su carrera hacia la plenitud. En el siglo de las guerras y las revoluciones, Lartigue optó por (desde su autoproclamada condición de eterno ‘amateur’) dejar atrás la oscuridad y ceñirse al retrato de la luz. De ahí que sus personajes parezcan flotar en una suerte de limbo, ajenos a la realidad, viviendo la suya propia como manera de mantener la cordura. O todo lo contrario. Al fin y al cabo tan sólo una ‘pirouette’ separa a un cisne de otro.