jueves. 25.04.2024
CISNE NEGRO ES LA PELÍCULA DEL MOMENTO

El mundo de los cisnes

Todo el mundo habla de ella. Todo el mundo la ha visto o piensa ir a verla. Y entre el público que permanece en la sala tras la proyección, se pueden encontrar rostros desencajados por el espectáculo que acaban de contemplar.

Cisne negro es la película del momento. La efigie de porcelana de su protagonista, resquebrajada por una perturbadora grieta, puebla las marquesinas de la ciudad, escrutando al incauto transeúnte que, intimidado, no tiene más remedio que acabar yendo al cine a rendirle pleitesía a la locura.

Los modistos más importantes del mundo retoman el ‘look ballerina’ en sus colecciones, inspirados por el porte y los atuendos ‘black swanescos’; la portentosa Natalie Portman gana el Oscar por su ‘tour de force’ interpretativo como Nina Sayers; y en un cine de Letonia un espectador mata a tiros a otro por hacer demasiado ruido comiendo palomitas mientras en la pantalla la gran Nina se deja la piel sobre el escenario para dar vida a los dos cisnes de Tchaikovsky. La esquizofrenia está de moda y en el mundo dual de hoy, el frágil equilibrio entre lo blanco y lo negro amenaza constantemente con romperse en pedazos como una bailarina exhausta, vencida por los embates de una coda de ‘pirouettes’.

La película de Aronofsky sobre una joven y ambiciosa bailarina que, abrumada por la responsabilidad de encarnar un doble papel en la obra que habrá de catapultarla al estrellato, se sume en un torbellino de locura y autodestrucción, reúne todos los ingredientes necesarios para convertirse en una película icónica.

Aronofsky escoge un tema poderoso y atractivo para la audiencia (¿quién no se ha visto sometido alguna vez a presión en su trabajo, sufrido estrés, o sentido que la realidad adopta fugaces y desconcertantes disfraces, aunque sólo sea en esos instantes en los que el sueño y la vigilia se funden como los cuerpos de dos bailarines de cuya simbiosis depende el éxito de la función?), lo viste de gala y, aderezado con las justas dosis de histeria, lo lanza a la palestra en el momento más oportuno.

En la era de Internet, la telerrealidad y la precariedad laboral, dónde jóvenes y no tan jóvenes se atrincheran tras la pantalla del ordenador adoptando falsas identidades para relacionarse con desconocidos, exponen de un día a otro su vida ante millones de personas ya sea a través de la red o del ‘reality’ de turno para, a continuación, caer en el olvido, y pasan (con suerte) de un trabajo a otro, cuando no compaginando varios, explotados, sin terminar de encontrar su sitio en ninguna parte, la pasión esquizoide de Nina Sayers produce una inevitable identificación. Su desdoblamiento es universal.

La historia no es nueva. De hecho parece como si Aronofsky hubiera cogido una serie de títulos pretéritos, los hubiera metido en una coctelera y, tras agitarla, le hubiera salido un ‘swanhattan’ lo suficientemente amargo como para estremecerte pero lo suficientemente dulce como para dejarte con ganas de más… Doble vida de George Cukor o Repulsión de Polansky ya se adentraron con brillantez en los recovecos de una mente enferma. En la primera Cukor eligió para su retrato a un actor de teatro que, tras interpretar infinitas veces el papel de Otelo, pierde la noción de la realidad y empieza a desarrollar unos obsesivos celos hacia su mujer, mientras que en la segunda, Polansky se decantó por una joven esteticién que, sola en casa mientras su hermana está de viaje, se deja arrastrar por oscuras fantasías sexuales. La dualidad que Cukor proponía a través del ‘arte dentro del arte’ sirviéndose del Otelo de Shakespeare, Aronofsky la ilustra utilizando el mismo recurso pero con cisnes de opuesto plumaje y, la sexualidad reprimida que Polansky exploraba de la mano de una alucinada Catherine Denueve con fobia a los hombres gracias al rechazo que le provoca el amante casado de su hermana, el director de Requiem por un sueño la ejemplifica con una bailarina de madre posesiva que ha proyectado en su hija toda su frustración por no haber podido desarrollar su propia carrera en el mundo de la danza. Si a estos dos títulos le sumamos Las zapatillas rojas de Michael Powell y Emeric Pressburger, sobre una bailarina dividida entre dos hombres, su marido, al que ama, y el director de su compañía, que la obliga a elegir entre su marido y la danza haciendo que la joven pierda la razón y comience a bailar sin parar hasta precipitarse por un balcón, tenemos el cocktail perfecto. Mix de películas de ‘qualité’, sentido de la oportunidad, un estilo ‘camp’ y grandilocuente aunque no exento de elegancia, y el justo toque de negrura para desestabilizar a la audiencia sin asustarla demasiado, hacen de Cisne negro la versión hollywoodiense sobre la esquizofrenia del siglo XXI apta para las masas.

Pero, a todo esto, ¿qué fue del cisne blanco?. Tras marearme mientras veía a Natalie saltar y dar vueltas como una peonza recubierta de plumas negras como el tizón, salí del cine con ganas de luz. Y, al momento, otros seres suspendidos en el aire, inmersos de lleno en el ballet de la vida, acabaron iluminándome la tarde. Se trataba de los retratados por la cámara viva y audaz de Henri Jacques Lartigue (1894 – 1986), algunas de cuyas fotografías pueden verse en la excelente exposición del Caixa Forum de Madrid, Un mundo flotante. Y sí, en efecto, los personajes de Lartigue flotan, como Nina bailando a Tchaikovsky, pero a diferencia de ella sus movimientos son fruto del azar y su motor, la felicidad.

El fotógrafo, máximo exponente de ese concepto tan francés como es la ‘joie de vivre’, dedicó su vida a inmortalizar aquellos instantes en los que sus congéneres se lanzaban al encuentro del siglo XX frescos y radiantes, desafiando a los elementos y las leyes de la física, como si el tiempo y el espacio fueran coordenadas del pasado, incapaces de frenarles en su carrera hacia la plenitud. En el siglo de las guerras y las revoluciones, Lartigue optó por (desde su autoproclamada condición de eterno ‘amateur’) dejar atrás la oscuridad y ceñirse al retrato de la luz. De ahí que sus personajes parezcan flotar en una suerte de limbo, ajenos a la realidad, viviendo la suya propia como manera de mantener la cordura. O todo lo contrario. Al fin y al cabo tan sólo una ‘pirouette’ separa a un cisne de otro.

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