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Joan Segovia | @JoanRohan
Luis Prieto intenta traernos un thriller de terror ambientado en los claustrofóbicos túneles de una estación de metro, pero lo que consigue, en el mejor de los casos, es un viaje a medio gas. La premisa de Estación Rocafort se sostiene sobre una leyenda urbana interesante, pero a medida que la trama avanza, se desmorona en una maraña de clichés y giros que no terminan de cuajar.
La dirección parece desorientada, incapaz de explotar el potencial de los ambientes subterráneos que es posible que, en otras manos, podrían haber ofrecido una atmósfera mucho más asfixiante. Lo que podría haber sido un ejercicio tenso y perturbador en torno a los horrores ocultos en los túneles de la ciudad se convierte en una película que se siente tan superficial como sus personajes secundarios. No es que falten sustos, pero muchos se sienten forzados y previsibles, y el guion no tiene reparos en caer en los típicos tropos del género.
La trama sufre de un problema de identidad: por momentos quiere ser una película de horror psicológico, y en otros intenta adentrarse en terrenos más sobrenaturales con exorcismos y leyendas que parecen sacadas de otro filme por completo. Esta dispersión no solo afecta el ritmo, sino que confunde al espectador, dejándolo más aturdido que intrigado. Y luego está ese final que busca ser impactante, pero acaba sintiéndose vacío, incapaz de dar un cierre satisfactorio a todo el caos que ha construido, además de previsible.
Sin embargo, si algo salva a Estación Rocafort de descarrilar por completo, es la interpretación de Javier Gutiérrez. Aunque su personaje no deja de ser un expolicía alcohólico y torturado que hemos visto mil veces antes, Gutiérrez le inyecta una intensidad y profundidad emocional que impulsa la película por encima de su material base. Él es quien sostiene la narrativa, llevando el peso de las escenas más dramáticas y ofreciendo momentos auténticos de humanidad en un entorno que por lo demás resulta un tanto vacío. Por cliché que sea, te vende el personaje.
Pero no es suficiente para salvar una película que, en conjunto, nunca alcanza su potencial. Natalia Azahara cumple, pero su personaje es tan genérico como la mayoría de los elementos que la rodean. Lo mismo ocurre con la subtrama de Valèria Sorolla, que podría haber sido una oportunidad para profundizar en la tensión emocional, pero se siente desaprovechada.
Estación Rocafort no ofrece nada nuevo ni memorable al género del terror, y lo poco que podría haber destacado se ve lastrado por una ejecución simple. Aún así, vale la pena ver a Javier Gutiérrez en acción, aunque sea para recordarnos cómo un buen actor puede dar brillo a una película que, de otro modo, se perdería en una oscuridad más densa que la de los túneles del metro.