lunes. 29.04.2024

La escuela está estresada. La misma que siempre ha tenido buena voluntad y que, sin darse cuenta, se ha ido echando a la espalda todo lo que, como sociedad, hemos dejado de lado. Porque, al principio, la escuela estaba para enseñar, que no es poco. Y era buena en eso.

En algún momento, no hace demasiado, a alguien se le ocurrió que, como la escuela hacía las cosas bien, debería encargarse, además, de tutelar, fomentar y proteger aspectos de la vida familiar y social. Eran tiempos en los que existía una confianza ciega en la institución.

Así fue como la escuela comenzaría por los valores y, poco a poco, asumiría retos tan importantes como la lucha contra las drogas, el alcohol, los trastornos alimentarios, la salud mental, el VIH, las guerras, la desigualdad, las brechas sociales, el paro, el juego o las nefastas consecuencias que las redes sociales generan en nuestros niños.

Como la escuela hacía las cosas bien, debería encargarse, además, de tutelar, fomentar y proteger aspectos de la vida familiar y social

Y esto, aun siendo loable, generó un efecto tan imprevisto como ruin. La sociedad fue dejando en manos de la escuela lo que le correspondía principalmente a ella y, con el tiempo, lo que bien podría verse como un esfuerzo compartido, terminó entendiéndose como una responsabilidad propia de la escuela.

La sociedad queda exenta de tales funciones. Reinan, entonces, los argumentos utilitaristas y también fiscales. Los impuestos, ya que se pagan, se pagan para eso y los hogares, los padres y los abuelos nos despreocupamos conjuntamente. También las administraciones, centradas en un votante mediano liberado de sus obligaciones morales.

—¡Que lo enseñen en la escuela! —Y no. No es que la escuela no pueda. Es que a la escuela la hemos abandonado y la estamos condenando a muerte, sin pensar que los reos son nuestros hijos. Malditos egoístas. Nosotros ¿Quiénes si no?

La escuela está estresada