martes. 23.04.2024
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Los medios utilizados en la búsqueda de la verdad forman parte de ésta al igual que el resultado. La verdad no es sino el conjunto desplegado de esos medios
Karl Marx (cita de memoria) 


El “problema de la vivienda” es una consecuencia del de la desigualdad. Es en este último donde reside el origen del primero, por más que éste al retroalimentar al segundo lo agrave todavía más. Así fue en su primigenia manifestación y formulación como tal, es decir cuando a principios del siglo XIX la imposibilidad o extrema dificultad de las gentes para procurarse alojamiento, pasó de situarse en la esfera individual a constituir un problema social, adquiriendo la respuesta al mismo, en consecuencia, también esa misma dimensión y naturaleza. Es por eso que solo entonces, entrados ya en la Edad Contemporánea, se codifica con ese nombre: el “problema” o “la cuestión” de la vivienda. [1]

Y por diferente que en tantas cosas sea hoy la situación doscientos años después, la esencia sigue siendo la misma: la desigualdad como principal generadora del “problema”, o si se prefiere de las diversos problemas o diferentes formas en que se presentan las dificultades -o la imposibilidad- de procurarse un techo, incluso para hacerlo muy lejos de aquella “dignidad” tan retóricamente proclamada en el texto constitucional, con rango de derecho, como sistemática y clamorosamente incumplido ha sido el mandato a los poderes públicos para darle satisfacción.

4Es por esa interrelación entre los dos problemas aludidos o si se prefiere entre el problema matriz o principal y sus derivaciones, como es el caso del que aquí y ahora nos ocupa en relación con los alquileres -con toda la propia especificidad de éstos-  que los segundos -es decir las “derivaciones”-  adquieren tintes de especial gravedad y alarma justo en los momentos en que el primero se agudiza: a mayor desigualdad, más envergadura y gravedad reviste “el problema” o problemas de vivienda. Y cuanto más agudos e insuperables sean éstos, más intolerable y odiosa se volverá la desigualdad.

Tal es la situación a fecha de hoy y tal es lo que explica que pese a ser el de los alquileres y su alarmante evolución [2] un problema circunscrito a solo un sector de población relativamente menor, se haya colocado en el centro de la preocupación, y de la confrontación política, antes incluso -por desgracia- de haber ocupado el debate ese mismo lugar.

Es en este contexto donde, en vez de la lucidez y el sosiego mental exigidos para afrontar un problema grave y urgente a la vez, solo el ruido y la confusión comparecen. Y es desgraciadamente hacia estos últimos a donde la disputa -que no debate- sobre la cuestión aquí referida se reconduce; para englobarla -en totum revolutum- en todas aquellos desacuerdos más o menos reales, más o menos gestuales, más o menos ´tacticistas’, que debidamente amplificados sirven a un principal, exclusivo -y obsesivo- fin: ahondar en las brechas más frágiles del gobierno de coalición, para así dinamitarlo o mejor aún para que implosione [3] por sí mismo.

La confusión tiene su arranque en un colosal malentendido. Pareciera como si dos partes de un mismo gobierno, compartiendo ambas idéntico objetivo, discreparan exclusivamente en los medios para alcanzarlo. Si así fuese, el debate tendría que circunscribirse al de la mayor o menor eficacia de lo que cada una de esas partes propone. Pero no es el caso, por más que las apariencias y una disputa cargada de ideología (en la peor de sus acepciones, es decir como mera expresión de “falsa conciencia”) lleven a pensar lo contrario. Y de este modo, es decir sin completar aclaración del objetivo, y sin someter las opciones alternativas al veredicto empírico sobre su respectiva eficacia, el acuerdo o resulta imposible, o la búsqueda de un quimérico punto intermedio (aquel en donde residiría la “virtud”), puede desembocar en algo que tiene lo peor de cada uno de los dos polos alternativos.

Para resumir, el desacuerdo se presenta entre la opción de regular normativamente el precio de los alquileres en los llamados “lugares tensionados” [4], frente a la opción de arbitrar incentivos fiscales que a modo de gratificación se ofrecen a aquellos buenos caseros que acceden a rebajar voluntariamente sus precios (que no su rentabilidad), en la esperanza de que su ejemplar conducta cunda o que, de otro modo, los “egoístas” que no se sumen, sufran la presión de la competencia de los productos de más bajo precio. 

Así pues, el estímulo fiscal para que realmente funcione -cosa harto dudosa- requiere compensar socialmente al propietario por la parte del precio que deja de percibir. Un precio formado/determinado en y por un mercado trastornado.

La esencia de la fórmula no es otra que la de una antes ya ensayada y fracasada, de clara inspiración liberal (al igual que ésta): subvencionar al inquilino para que pueda pagar el precio del alquiler en ese mismo mercado perturbado. Así, lo que en aquel caso -subvención- era aumento del gasto público , en el otro- el del incentivo- es disminución de ingresos para el Estado y por tanto déficit fiscal [5]. El resultado es idéntico: son los contribuyentes en su conjunto los que alimentan las ganancias extra de la minoría propietaria de pisos en alquiler [6] y de paso -por su efecto sobre los precios inmobiliarios- de quienes podrán obtener mayores ganancias en ese mercado (el inmobiliario). Cosa ésta muy distinta al esfuerzo social (de los contribuyentes) en ayuda de una política del Estado que combate la desigualdad y defiende a los desfavorecidos (siempre que al tiempo haya una política fiscal en idéntica dirección) Lo que nos vende esta parte neoliberal del “Gobierno de progreso” es muy distinto; una vez más es algo así como consagrar desde el Estado la “acumulación por desposesión”.

La parte antagónica a sus vez, además de rechazar con razón esta fórmula debería tener más en cuenta las limitaciones de la propia. En primer lugar siendo consciente -y con coraje para explicarlo -de que nos es sino una medida parcial, incompleta, no del todo verificada en su eficacia y con visibles problemas de implementación, en su seguimiento y control. Una medida pues, que ha de enmarcarse dentro de una concepción normativa cuya misión principal ha de ser la defensa de la parte contractual estructuralmente más débil, es decir el inquilino y no ya la de una arbitral mediación de conflictos entre simétricas partes. Para ello sobra cualquier ley de arrendamientos y basta con el mercado y el código civil, como anticipadamente vio aquél proto-neoliberal que en rapto de modernidad derogó en los 80 la ‘vieja’ ley de arrendamientos mediante aquel decreto- ley de infausta memoria (Decreto Boyer [7]).

No caben señuelos, solo a través de una consistente, decidida y continuada y sostenida en el tiempo política de producción pública de vivienda en alquiler, con episodios incluso de política de choque en su arranque, cabe pensar en un camino eficaz de afrontar este crónico problema. En ella han de inscribirse medidas como la que ahora sostiene en minoría una parte del gobierno que hoy -por fortuna- tenemos. Política alejada de una visión del problema circunscrita a “los pobres”, por más que éstos sean objeto de preferente atención; y en definitiva política de un Estado social en vez del viejo Estado liberal de Beneficencia. 


[1] Es gran mérito de Federico Engels haber diagnosticado tan temprana como certeramente el problema en los los términos en que lo seguimos aquí formulando “Contribución al problema de la vivienda“ reimpresión de tres artículos publicados en Leipzig con ese nombre en 1876.
[2]  Como ha sucedido desde poco tiempo después del estallido de la penúltima  crisis (Gran Recesión), en gran medida larvada, germinada y causada por un sistema que concibió y conformó lo inmobiliario como panacea, presentando todo lo relativo a la vivienda como el gran éxito de aquél.
[3] Implosión en sentido con la 2ª de las acepciones que señala la Academia: “hundimiento o rotura hacia dentro de las paredes de un recipiente cuya presión interior es inferior a la del exterior".
[4] Ignorando, omitiendo u olvidando que lo inmobiliario y su mercado se asemeja en su comportamiento más una balsa o estanque que a compartimentos separados por esclusas, de modo que el impacto de una piedra lanzada sobre su superficie se propaga y origina ondas e incluso turbulencias a su alrededor.
[5] Idéntico a éste en esencia, es el que todavía rige es decir el que “subvenciona” al inquilino (si es joven) a base de permitirle desgravar su impuesto y por tanto disminuyendo así también lo que el Estado tendría que ingresar. Eso suponiendo, lo que ya es mucho suponer, que el “sujeto pasivo” tenga un nivel de ingresos que le obligue a declarar y tributar.
[6] Entre los que están -pero no solo- esos malvados fondos buitre que una visón tan simplista y maniquea como errónea parece sostener como argumento “político” principal.
[7] Con un disparo, de paso, a modo de ´doblete´ en la línea de flotación de la legislación urbanística .( Para aficionados a la arqueología sobre la materia ver “La sombra de Boyer es alargada”, artículo escrito por quien este escribe sobre la base de un Informe sobre aquél Decreto-Ley, redactado por encargo de la Consejería de Ordenación Territorial, Urbanismo y Transporte de la Comunidad de Madrid 1985.

La cuestión de los alquileres