viernes. 26.04.2024
politica

Kant entendía que la mejor fórmula para una pacífica coexistencia internacional era tender a federar naciones y no agruparlas en un artificio macroestatal de gigantescas dimensiones. La sociedad o concierto de las naciones que daría lugar a la ONU tenía una inspiración kantiana. Pero de poco sirven sus recomendaciones al quedar escoradas por el derecho a veto que manejan unos cuantos miembros. De igual modo la Unión Europea podría ser algo muy diferente, de no haber basado su cohesión interna en criterios estrictamente monetarios y se hubiera optado por decantar las diferentes legislaciones ajustándolas con arreglo a los derechos más ventajosos para la ciudadanía.

El sesgo economicista ha modulado las constituciones políticas más avanzadas de gran pedigrí democrático y ha desmantelado paulatinamente un Estado del bienestar que resulta imprescindible para posibilitar el ejercicio de una libertad inexistente donde priman las desigualdades más extremas. La concentración de las riquezas en colectivos cada vez más reducidos escora nuestro rumbo político e impone dogmas financieros que se homologan a mandatos divinos.

En lugar de mantener los derechos laborales más elementales y exportarlos a países de talante más dictatorial, Europa ha importado los modelos de una nueva explotación laboral con salarios absurdamente bajos para fomentar un consumo razonable sin endeudarse hasta las cejas y con una insoportable precariedad que impide hacer planes vitales a los más jóvenes. La deslocalización y los paraísos fiscales que frecuentan las empresas con mayor facturación contribuyen a falsear un crecimiento económico tan efímero como insostenible.

El cosmopolitismo kantiano se ve suplantado por una globalización que paradójicamente fomenta los nacionalismos identitarios más excluyentes

Lejos de sentirnos ciudadanos del mundo, el cosmopolitismo kantiano se ve suplantado por una globalización que paradójicamente fomenta los nacionalismos identitarios más excluyentes. Todo se uniformiza mediante un proceso de digitalización que nos robotiza y excluye a los nuevos analfabetos digitales, trazando una nueva brecha en este caso intergeneracional, que se añade a las de género, etnia, credo religioso y clase social.

Una pandemia mundial como la de Covid-19 podría habernos dado pie a repensar ciertas inercias que nos conducen hacia ninguna parte y nublan el horizonte con las más negras distopías, mientras proliferan movimientos negacionistas que relativizan la emergencia climática o las muertes por coronavirus, alimentando toda suerte de conspiraciones tan inverosímiles como delirantes. La Infodemia causa estragos en una población privada del acceso a un patrimonio cultural suplantado por sucedáneos nada nutritivos para nuestras neuronas.

El altruismo y la interdependencia son los ejes que deberían vertebrar nuestras reglas de juego político, presididas ahora por la insolidaridad y el independentismo tribal que incluye identificar Madrid con España o desconfiar del extranjero por el mero hecho de serlo. Sin atender al principio de una igualdad real que posibilita la libertad, o mejor dicho, la colibertad, el futuro de la política se presenta muy tormentoso. Tiempo es de cambiar ese clima político social que apuesta por optimizar el beneficio para unos cuantos en detrimento del colectivo más numeroso.

¿Cuál es el futuro de la política?