sábado. 27.04.2024
Alberto Rodriguez
Alberto Rodríguez en su escaño en el Congreso de los Diputados.

El Tribunal Supremo ha condenado al hasta ahora diputado Alberto Rodríguez de Unidas Podemos a una pena mínima de cuarenta y cinco días sustituible por una multa de 540 euros y con una pena accesoria de suspensión del sufragio pasivo durante el tiempo de la condena. Algo que sin embargo, por parte del creacionismo jurídico y el cainismo político de la derecha, se ha convertido en la pérdida irreversible y sin apelación posible del escaño de diputado. Una injusticia con un cabeza de turco, lo que va de una pena mínima a la pena capital para un parlamentario, pero además la injerencia judicial en el poder legislativo y sobre todo el menoscabo al derecho de participación política consustancial a la democracia.

Se trata de una pena de prisión sustituida por una multa, ambas bajo mínimos, lo que demuestra la inexistencia de pruebas visuales, salvo la presunción de veracidad de la declaración del policía afectado por la supuesta patada, que paradójicamente la mayoría del tribunal ha impuesto haciendo añicos el principio básico de la presunción de inocencia reclamado por los votos particulares. Por si no fuera suficiente, el mismo tribunal ha insinuado y luego ha presionado a la mesa del Parlamento para lograr una aplicación desmesurada de la pena accesoria de inhabilitación para ser elegido, que en vez de la aplicación de la pena más favorable para el reo, ha recurrido a la que más le perjudica con la suspensión del sufragio pasivo como inhabilitación sobrevenida para el cargo público, que por otra parte en ningún momento había sido incluida en la sentencia. Una inhabilitación sobrevenida disparatada, que con el peregrino argumento de una supuesta jurisprudencia en defensa de la probidad de los cargos públicos, en un momento de crisis de confianza debida a los casos de corrupción, tira por tierra la división de poderes y la inmunidad parlamentaria.

En el camino, se ha producido un conato de crisis institucional ante el informe de los letrados del parlamento, contrario a cualquier efecto adicional de la pena sobre la autonomía del parlamento y sobre el acta del diputado, una negativa a la aclaración de la sentencia por parte del tribunal y las posteriores declaraciones críticas y acusaciones de prevaricación por parte de un miembro del gobierno perteneciente a UP y la consiguiente réplica del Consejo General del Poder Judicial en defensa del Tribunal Supremo.
Una sentencia discutida por los votos particulares y por otra parte más que discutible. Con una pena de mes y quince días hoy por hoy inexistente en el código penal, y una pena accesoria totalmente desproporcionada, y al calor de ésta la aplicación de una inhabilitación sobrevenida para el ejercicio de su cago disparatada, que pone en cuestión principios democráticos fundamentales como son los derechos parlamentarios del diputado y sobre todo el derecho a la participación política de sus electores. Además de todo ello, una ambigüedad calculada como señuelo para el conflicto institucional.

Porque cada vez está más claro que la sentencia del Supremo pretendía, la inhabilitación de un diputado sin decirlo, y con ello no podía ignorar que iba a provocar un conflicto institucional y político, como finalmente lo ha conseguido. No se trata tan solo de una injerencia del poder judicial frente a la división de poderes, sino además de hacer oposición política desde un poder al que está tarea no le corresponde.

Todo ello en un contexto nacional e internacional de empoderamiento del poder judicial frente al poder ejecutivo y el legislativo, así como de judicialización de la política que de sus inicios en América Latina se ha generalizado a los EEUU y ahora en Europa.
La mencionada sentencia pasa factura además tanto al Congreso como al gobierno, y en particular a Unidas Podemos, por sus iniciativas encaminadas a renovar el órgano de gobierno del poder judicial, hasta ahora colonizado por los sectores más conservadores de la judicatura de acuerdo con la derecha política, y entre tanto a evitar la continuidad de sus nombramientos como si no se tratase de un órgano caducado y por tanto con funciones limitadas.

Lo hace además, no por casualidad, frente a un diputado proveniente del activismo social y político, en un proceso relacionado con el derecho de reunión y manifestación, y que forma parte de la mayoría parlamentaria de gobierno al que se conoce además por su envergadura, imagen y atuendo alternativos. Una perita en dulce para convertirlo en cabeza de turco de las fobias de las corrientes más profundas del conservadurismo, para provocar a la izquierda al grito de la defensa del orden y la ley.

En el caso del diputado Alberto Rodríguez estamos ante una lección de creacionismo jurídico, intervencionismo político y clasismo

En resumen: estamos ante una pena inexistente que se sustituye por una multa, una pena accesoria desproporcionada para prohibir el sufragio pasivo que se convierte finalmente en una pena retroactiva de inhabilitación de un diputado atípico. Un juego de manos. Una lección de creacionismo jurídico, intervencionismo político y clasismo.

A continuación, más que una nota aclaratoria, hemos asistido a una nueva lección de espíritu de cuerpo y de soberbia, por parte del Tribunal Supremo, ante el informe de los letrados del Congreso de los diputados, precisamente porque éste ha dejado en evidencia las contradicciones de la sentencia y en particular de la pena, la injerencia en la autonomía del Parlamento y la intencionalidad política implícita en la sentencia. Con el orgullo de cuerpo hemos topado, amigo Sancho.

Las consecuencias políticas han sido las que se podían esperar: la decisión inicial de la mesa del Parlamento en favor de los derechos del diputado, la presión de la oposición conservadora y la amenaza descarada del tribunal en favor de una inhabilitación que no formaba parte de la sentencia, a continuación la petición de aclaración de la mesa del Congreso respondida de forma ambigua y displicente por parte del tribunal, y finalmente la renuncia a la confrontación por parte de la presidenta del Congreso al precio de la pérdida del cargo público por parte del diputado, de acentuar la crisis en la coalición de gobierno y de una amenaza de querella que por suerte finalmente se ha descartado en favor del recurso al Tribunal Constitucional, también con escasas perspectivas de prosperar, a tenor de su composición mayoritaria y de sus últimas sentencias, sistemáticamente contrarias al gobierno y a la mayoría del parlamento.

Sin embargo, el conato de crisis institucional no parece haber terminado con la derrota de la mayoría del Congreso y del gobierno. Este tipo de actitudes de judicialización de la política por parte del Tribunal Supremo van a traer como consecuencia, con toda seguridad, que en el futuro se estudien con más cuidado la concesión de cada uno de los suplicatorios, con objeto de proteger el derecho de participación y el ejercicio de representación política de los parlamentarios, sin injerencias externas. Al menos, mientras continúe la judicialización de la política y con ella la garantía del aforamiento parlamentario continúe siendo para unos un perjuicio y para otros por contra un beneficio.

Cabeza de turco: de creacionismo jurídico e injerencia en el parlamento