viernes. 26.04.2024

Por Europa, contra la Europa de 'Merkron'

merkel macron

Macron necesita y busca el respaldo decisivo de Merkel para que su proyecto de reforma de Europa respire y facilite las reformas liberalizadoras del mercado laboral, del sistema público de pensiones y del aparato administrativo estatal 

Las elecciones francesas han puesto el foco de atención del debate político sobre la unidad europea y sus conexiones con la globalización. Ambas cuestiones son centrales en la disputa que protagonizan las fuerzas que aspiran a gobernar cada uno de los Estados miembros de la UE y las instituciones comunitarias.

No es un debate específicamente francés ni se agota en las propuestas que encarnan Macron y Le Pen. Es una confrontación que sobrepasa con mucho las fórmulas que abanderaron durante la campaña presidencial ambos candidatos. En España resultan todavía temas de preocupación un tanto inusuales, porque seguimos cociéndonos en el jugo de nuestra singularidad y de unos problemas particulares que no se perciben en su conexión con las grandes cuestiones europeas ni, en consecuencia, con los ámbitos supranacionales en los que en buena parte deben encontrar solución.

A un lado, el rechazo de la globalización y de la UE que abandera Le Pen. Al otro, la adaptación a la globalización y a esta Europa que defiende Macron, aunque proponga cambios de muy desigual entidad en las políticas de austeridad y en el edificio institucional europeo.

Le Pen plantea un repliegue nacionalista que aspira a contar con una divisa propia, controlar la política monetaria y levantar muros para encarecer las importaciones e impedir la entrada a inmigrantes. Un nacionalismo aliñado con proclamas xenófobas que permiten mantener un alto grado de indefinición en los rasgos concretos de su propuesta y apelar a pulsiones básicas, como la defensa de la identidad nacional y de los intereses franceses frente al peligro extranjero, para echar las redes de pescar votos en todos los caladeros posibles.

Macron, por su parte, pese al impulso modernizador que pretende abanderar, sigue la misma senda que ha caracterizado desde 1983 a los sucesivos gobiernos franceses de izquierdas y de derechas en su aceptación de las restricciones que impone la mundialización a la economía y en un impulso medido de reformas que combinan continuidad y cambio. Macron, con más legitimidad que en su etapa de ministro de Economía de Hollande, intentará llevar a cabo la misma política económica que diseñó y, en parte, aplicó entonces (de agosto de 2014 al mismo mes de 2016), pero necesita y busca el respaldo decisivo de Merkel para que su proyecto de reforma de Europa respire y facilite las reformas liberalizadoras del mercado laboral, del sistema público de pensiones y del aparato administrativo estatal que defendía en su programa electoral.

Le Pen es la vieja extrema derecha nacionalista maquillada, con más capacidad para influir en la formulación de los problemas que se plantean amplias capas sociales, reconocer sus necesidades y ofrecer falsas soluciones. Macron es un innovador de viejas fórmulas centristas. Continúa la estela abierta por Blair en el congreso laborista de 1996, pero representa también una nueva fase del viejo propósito francés de preservar una economía mixta que intenta casar Estado y mercado, mantener algunos rasgos de una regulación pública en declive, pero todavía apreciable, y combinarlos con una creciente regulación mercantil que considera necesaria, imparable y beneficiosa. Nueva fase o nuevo equilibrio de las relaciones entre Estado y grandes grupos empresariales privados que pasan por proporcionar un nuevo impulso de la desregulación de los mercados (a la que denominan flexibilidad y que tiene como objetivos principales el mercado laboral y el sistema público de pensiones) y que, como compensación y base de un nuevo acuerdo social, ofrece altos niveles de inversión pública en formación y cualificación laboral que favorezcan la adaptación de los trabajadores al nuevo entorno laboral globalizado y, en última instancia, como garantía, una socialización de los riesgos para proteger a las personas que acaben soportando los costes asociados a las reformas flexibilizadoras porque no hayan sabido o podido adaptarse a la mundialización. El mercado de trabajo, piensan Macron y sus inspiradores, va a ser, quiérase o no, más competitivo y, como consecuencia, más inseguro y con menos derechos. Hay que ayudar a que los trabajadores se adapten de la forma menos traumática posible a ese nuevo entorno de nuevos riesgos y mayor precariedad. Y para que tal adaptación sea viable debe contar con el apoyo de las administraciones públicas.

Pero el debate en torno a la mundialización es mucho más y va mucho más allá de los arquetipos que representan Le Pen y Macron. Le Pen representa la vuelta al nacionalismo extremo y xenófobo que pretende revertir la marcha de la unidad europea. Macron encabeza el proyecto emergente de las elites francesas para volver a sustentar el euro y la UE sobre unas bases de suficiente estabilidad política y adhesión social.

Las izquierdas no deberían mirarse ni reconocerse en ninguna de esas dos visiones contrapuestas. Existen ya otras propuestas y otros análisis más profundos y complejos de la mundialización, aunque aún deban transformarse en vida y experimentación. Hay todavía un largo trecho por caminar hasta que se logre construir un programa realista y las fuerzas políticas y sociales dispuestas a gobernar la globalización. No basta con políticas compensatorias para los sectores que la globalización arroja a los márgenes o deja en la cuneta, hace falta embridar la globalización hasta hacerla compatible con la cohesión económica, social y territorial mediante un reparto más equitativo de los beneficios y costes que comporta. Gobernar la globalización para democratizarla y que los intereses y necesidades de las mayorías sociales ocupen un lugar central en las preocupaciones de los gobiernos y sus políticas económicas.

No se puede aceptar que la globalización o la cesión de soberanía en determinados terrenos supongan menos democracia o menos capacidad de decisión democrática de la ciudadanía. Si hay contradicción o incompatibilidad entre el desarrollo de la globalización y el ejercicio efectivo de la democracia lo que debe limitarse es la globalización, no la democracia. Un programa de izquierdas para gobernar la globalización y hacerla más inclusiva y democrática debe marcarse como tarea prioritaria impedir que la capacidad de decisión democrática de la ciudadanía retroceda o sea limitada por las restricciones que imponen los grupos de interés y grandes empresas globalizadas que son los principales beneficiarios de las formas y contenidos que caracterizan a la actual ola globalizadora. Porque al final, lo que está en juego en esa disputa entre globalización y democracia es la pugna entre los beneficios que obtiene una minoría y las pérdidas que sufre la mayoría.

Democratizar la globalización y la eurozona

Se puede pasar de puntillas sobre los cambios que es preciso llevar a cabo en la Unión Europea o en los procesos de globalización, como acaba de ocurrir en las primarias del PSOE y como ocurrió antes en la disputa interna de Podemos de cara a Vistalegre II. Se puede también evitar ese debate, como hacen fuerzas de izquierdas que carecen de una propuesta de cambio para Europa y tratan de ocultar esa desnudez con una agitación antiglobalización que centra su denuncia en los grandes acuerdos de libre comercio, a pesar de que podrían, en algunos casos, no entrar en vigor o, en otros, sufrirán limitaciones en su alcance como consecuencia de la creciente influencia de posiciones neoproteccionistas en gobiernos conservadores, como los de EEUU o RU, que van a revisar o denunciar esos acuerdos.

Han existido y siguen existiendo numerosos argumentos simplistas a favor y en contra de la globalización. Existen también numerosas elaboraciones críticas del actual modelo globalizador y de las debilidades e incoherencias institucionales de la eurozona (que es un acabado ejemplo de hiperglobalización regional), que incorporan más matices, proporcionan una perspectiva más amplia y tienen un mayor calado reflexivo y argumental.

Corrientes progresistas y de izquierdas que consideran que el actual modelo globalizador impulsa una intolerable desigualdad social y una excesiva transferencia de soberanía a organismos supranacionales que reducen los márgenes de maniobra de los Estados y la capacidad de elección o decisión de la ciudadanía. Y que, pese a tales críticas, abogan por mantener los resultados positivos que puede generar la liberalización comercial y, al tiempo, moderar la mundialización con un proteccionismo razonable.

Otras corrientes críticas defienden una desglobalización que preconiza la puesta en pie de reglas financieras destinadas a penalizar los movimientos de capital a corto plazo, con el objetivo de limitar contagios desestabilizadores, y de normas que aseguren que la competencia no ejerza una presión a la baja sobre los sistemas de protección social y medioambiental existentes. Normas que impidan una presión competitiva insostenible sobre los actuales niveles de protección social y ecológica de los Estados miembros de la UE por parte de economías que, pese a tener cercanos niveles de productividad del trabajo, no cumplen parecidas obligaciones en materia de protección social, laboral o medioambiental.

El abanico de planteamientos críticos se extiende a propuestas que plantean cambios sustanciales en la gobernanza de los procesos de globalización. Sea mediante la construcción democrática de organismos supranacionales que garanticen una gobernanza global o bien, en sentido contrario, mediante la búsqueda de un mayor equilibrio entre globalización y democracia que rebaje la intensidad de la mundialización para hacerla compatible con niveles suficientes de democracia y autonomía nacional.

Contra el encanallamiento simplón de la cruzada antiglobalizadora y antieuropeísta de Le Pen, hay alternativas. Frente al simplismo europeísta de Macron, que propone dar por bueno lo que hay, la actual globalización y la actual Europa, con la esperanza de llegar a convencer a Merkel para llevar a cabo conjuntamente, cuando el electorado alemán otorgue su plácet, algunas reformas imprescindibles en el inacabado y contradictorio edificio institucional de la eurozona, también hay alternativas.

Las izquierdas y las fuerzas progresistas europeístas cuentan ya con análisis y propuestas suficientes para pertrecharse de un programa viable y eficaz de democratización de la globalización, que también tendría que concretarse en un programa de cambio de políticas e instituciones en la desgastada, amenazante e insostenible hiperglobalización que domina la eurozona. Pero, a diferencia de lo que hacía un clásico dramaturgo español, en materia económica no se puede pasar en horas veinticuatro de las musas al teatro. Falta todavía un buen trecho por caminar. Faltan buenas prácticas que proporcionen ejemplos eficaces de regulación de la mundialización que permitan concretar y afinar esa tarea de embridar y democratizar la globalización. Convendría pedir prestada, sobre la fe, paciencia, porque no hay atajos que nos ahorren esa caminata y ese aprendizaje.

La pugna por completar y democratizar las instituciones de la eurozona y por superar las políticas de austeridad y devaluación salarial que se han impuesto a los países del sur de la eurozona desde 2010 va a ser la piedra de toque que determine las posibilidades de embridar y democratizar la globalización y el desarrollo de las fuerzas políticas y sociales que puedan llevar a cabo esas tareas.   

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