domingo. 28.04.2024
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Cuando Ignatius J. Reilly se presentó a una entrevista de televisión para ser presidente del país con una organización política extrema, que pretendía acabar con la conjura de los necios que dominaban el país, y traer de nuevo de vuelta a todos a la vida medieval, le preguntaron si solía recordar las caras y si tenía alguna idea de la gente importante con la que en el pasado había visitado la playa. Unos días después comprendió que aunque fuese cierto, tal vez no fue buena idea referirse a los amigos del partido por su verdadera ocupación, en efecto, en general no estaba socialmente aceptado decir que algunos de ellos eran narcotraficantes y contrabandistas.

Más tarde, Ignatius —que tenía cuarenta años a la sazón, vivía con su madre y nunca había trabajado— fue preguntado por si pensaba subir las pensiones cuando llegara al poder. Naturalmente, como no podía ser de otra manera, con su hilarante parsimonia, en ese mismo momento, Ignatius demostró una sincera ignorancia sobre el asunto público, diciendo que su partido siempre lo había hecho en el pasado, algo que además de que no era verdad, dejaba entrever que a él no le importaba el gobierno en absoluto, puesto que daba a entender que cuando ganara eso ya lo harían otros en su lugar, porque tenía asumido que él sólo era candidato cómodo de una rutilante oligarquía nacional. 

Al día siguiente, Ignatius salió en triunfal comitiva por toda la geografía nacional para hacer una campaña que era un mero trámite porque su victoria estaba asegurada. Incluso daba igual que sus errores con los nombres de las provincias de la geografía nacional pusieran de manifiesto que aquel hombre no tenía mucho conocimiento más que de su región de origen, porque para la oligarquía central no parecía relevante atender las futuras demandas del resto de los pueblos y comunidades que componían la diversa cultura nacional.

Ignatius ignoró los efectos de una incipiente “policía de la moral” que estaba asomando sus orejas en las diferentes regiones

Con todo, Ignatius ignoró los efectos de una incipiente “policía de la moral” que estaba asomando sus orejas en las diferentes regiones y creyó todas las encuestas, que más que estar a su favor estaban hechas por sus medios afines, a la contra de su adversario. Tal vez por eso cuando salió por la televisión, lo hizo haciendo tranquilamente su vida diaria, en un ampliado descanso dominical que pronosticaba que su partido iba a arrasar en las elecciones incluso en el surrealista supuesto de que presentara como candidato a una lata de refresco completamente vacía.

A continuación, Ignatius -que había recibido alguna trasnochada crítica por su actitud algo ingenua y despreocupada- optó por alegar que había sufrido un tirón y se ausentó de un último debate televisivo con el oculto propósito de que sus rivales se retrataran en público y dejarán una imagen pública todavía peor que la suya.

Por último, Ignatius ganó las elecciones aunque fue una derrota, porque lo hizo con una cifra de escaños inferior a la necesaria para llevar al gobierno algunas de sus ideas cercanas a la vida medieval. Por supuesto Ignatius no aprendió de ninguno de sus errores y decidió presentarse a una investidura, por encima del sentido común y aún a riesgo de culpar a todos de una conjura democrática, lo que era mucho más fácil que reconocer que para necedad uno ya tiene suficiente con la suya.

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