viernes. 03.05.2024

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Por Mario Regidor | En 1939, la Guerra Civil Española terminó su agonía con la imposición de un régimen dictatorial al estilo de lo que imperaba en ciertas potencias europeas como Alemania, Italia y otros países que hoy llamaríamos desarrollados.

Pero, ¿en verdad se acababa con la guerra o, más bien, comenzaba un nuevo período caracterizado por el resentimiento, la venganza, las cuentas pendientes y la oscuridad?

Esto que paso a relatar es lo que sucedió en el Levante español, una vez finalizada la guerra siguiendo la labor de investigación realizada por Paco Roca, escritor y dibujante español, y con los testimonios de los descendientes de las personas que sufrieron el asesinato de sus familiares en manos de una terrible represión, cuando ya la guerra había finalizado, ocasionando más de 50.000 muertos.

Leoncio arriesgó el bienestar de su ya mermada familia y el suyo propio en beneficio de dar descanso eterno y, sobre todo digno, a centenares de personas que fueron asesinadas cuando ya todo había terminado

Nos centraremos en una figura olvidada hasta ahora y en los sentimientos fraternos que este hombre puso en liza para, más allá de ideologías y creencias, poner en valor el respeto al ser humano en toda su integridad y a sus familiares. Este señor se llamaba Leoncio Badía.

La historia comienza con las excavaciones que, con muchos problemas, esfuerzos, tiranteces legales y obstrucciones políticas por parte de los partidos más ligados a la derecha de este país, comenzaron en toda España a raíz de la aprobación de la llamada Ley de Memoria Histórica en el último gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

A raíz de la aprobación de la norma se habilitaron fondos para dar sepultura a todos aquellos cadáveres que se encontraban desperdigados por la práctica totalidad de la geografía española, pero la mayor parte de fosas comunes que se sucedieron en la zona de control del gobierno republicano comenzaron, obviamente, cuando las tropas franquistas llegaron a dichos lugares.

Era una época muy oscura donde el hambre, la represión y el miedo poblaban un país ya herido de muerte y al que los años siguientes iban a hacer palidecer mucho más.

Leoncío Badía tenía sus propias ideas y, en cumplimiento de las mismas, se alistó en las filas del ejército republicano, pero no se tiene noticias de que matara a nadie ya que tenía conocimientos de mecánica y tuvo un destino tranquilo como chófer de un coronel. Quizá esto le salvó de morir fusilado como tantos otros de sus amigos y conocidos porque, una vez regresado a Paterna, fue sometido a un juicio sumarísimo y condenado a la pena de muerte. Como se libró de dicha pena, no lo sabemos a ciencia cierta.

Leoncio no fue sepulturero por vocación y mucho menos para, como dijo aquel alcalde franquista, “enterrar a los suyos”

Pero, una vez finalizada la incivil guerra, Leoncio no tenía empleo, pero sí tenía familia que alimentar, familia de la que, por cierto y como un apunte más, en estos años famélicos, perdió a dos de sus tres hijos por diversas enfermedades. El alcalde de Paterna le ofreció un empleo con estas palabras textuales: “¿Tú quieres trabajar, rojo? Pues ve a enterrar a los tuyos".

Así, una nueva vida se planteaba ante los ojos de Leoncio, una vida en la que, como para muchos otros, elegir no era una opción y, como dijo el alcalde franquista de Paterna, a partir de ese momento se dedicó a enterrar “rojos”, personas que eran fusiladas en tapias y descampados por toda la comarca y eran trasladados a su cementerio.

Muy pronto, el trabajo de Leoncio empezó a acrecentarse. Al trabajo normal de un sepulturero se unió la gran cantidad de trabajo extra debido a los numerosos fusilamientos y Leoncio comenzó a necesitar ayuda y le pusieron un ayudante que él mismo enseñó.

Pero, la conciencia de Leoncio comenzó a “trabajar” y reitero, más allá de ideologías y creencias, más allá de darles “cristiana” sepultura, desarrolló un sentimiento de acercamiento a las víctimas, no sólo a las que yacían muertas debido a la barbarie y al odio, sino también a las que se condenaba a un eterno sufrimiento en vida: hijas, hermanos, padres incluso y Leoncio se decidió, aún a costa de su vida y de represalias a sí mismo y a la escasa familia que le quedaba debido al infortunio, a ayudar a los que habían perdido todo, comenzando por sus seres queridos.

Leoncío Badía tenía sus propias ideas y, en cumplimiento de las mismas, se alistó en las filas del ejército republicano

Pero, ¿Qué es lo que hacía Leoncio Badía en su trabajo en beneficio de los caídos por el odio? "Colocaba a los fusilados en una posición digna y recortaba todo lo que los pudiese identificar, como botones o trozos de tela. Lo ponía en cestas porque él sabía hacerlas y, cuando venían los familiares a preguntar, les enseñaba los objetos que había guardado y les decía dónde estaban enterrados", explica la hija del enterrador. "Cuando sabía el nombre, cogía una botellita y lo escribía dentro. Entonces, la ponía junto al cuerpo. Pensaba siempre en el futuro, por si con el tiempo podían descubrir quién era".

Todo esto lo dice Maruja Badía, la única hija que no tuvo que enterrar Leoncio Badía. Gracias a estas previsiones por parte de su padre, muchos de los cadáveres enterrados en fosas comunes desde hacía años, pudieron identificarse y, pasado el tiempo, demasiado tiempo, volver a manos de sus descendientes.

Durante esta singladura de sinsabores y de tener que ver hasta qué cotas podía llegar la maldad humana, Leoncio tuvo anécdotas y vicisitudes para todos los gustos.

Por ejemplo, el día en el que uno de los fusilados llegó vivo al cementerio y al decírselo al sacerdote que acompañaba al séquito de la guardia civil que traía este “cargamento” de personas que minutos antes estaban vivas, el cura le espetó, arma en mano, que se apartara que ya él acabaría el trabajo. Simplemente espeluznante…

En otras ocasiones, cada vez que llegaba al camposanto, el resultado de una de las fúnebres sacas que comenzaban a ser ya una costumbre en Paterna, cuando se podía soslayar la vigilancia de la Benemérita, Leoncio, en colaboración con la familia del fallecido, llegaba incluso a darles fosas individuales a esas personas para que fuera más sencilla su posterior identificación.

Por último, otro dato también escalofriante, es el hecho de un maestro también represaliado, y al que un remedo ficticio de tribunal condenó a muerte por “incitación a la rebelión” , fue asesinado, enterrado y hoy en su lápida, una vez identificados y enterrados sus restos, todavía figura una anotación haciendo constar que fue indultado 3 meses después de su fusilamiento. Sencillamente atroz.

Leoncio no fue sepulturero por vocación y mucho menos para, como dijo aquel alcalde franquista, “enterrar a los suyos”. En los últimos años de su vida fue cestero con su familia, su mujer y la única hija a la que el perenne infortunio le permitió sobrevivir.

Leoncio arriesgó el bienestar de su ya mermada familia y el suyo propio en beneficio de dar descanso eterno y, sobre todo digno, a centenares de personas que fueron asesinadas cuando ya todo había terminado y era tiempo ya, no de buscar venganza sino de recomponer un país maltrecho y una ciudadanía que, salvo excepciones no muy honrosas, lo había perdido prácticamente todo en la peor de las guerras entre seres humanos, aquellas que enfrentan a hermanos con hermanos y rompen cualquier clase de fraternidad pretendida y buscada por los que, modestamente, nos consideramos como buenos de corazón.

Lamentablemente y, a pesar de que me considero un ferviente partidario de Rousseau y su teoría de la bondad natural del ser humano, soy consciente de que es más una utopía que perseguir y que ayudar a conseguir, que una realidad palpable. Y lo vemos cada vez que tenemos ocasión en los numerosos conflictos armados existentes en los 5 continentes.

Pero, ¿qué es más importante para un ser humano bueno de corazón que se precie que tratar de predicar con el ejemplo y restituir esa idea de bondad natural en la que, a pesar de que los hechos cotidianos me obliguen a agachar la cabeza, sigo pensando en mi interior que, cuando nacemos, todos somos inocentes, nadie es malo por naturaleza y de nosotros depende, de nuestra educación recibida, de nuestros sentimientos hacia los que nos rodean, conseguir que esa fraternidad se extienda por toda la humanidad y, sobre todo, que perdure en el tiempo y que sea fuente de enseñanzas para las generaciones que vendrán después de nosotros.

Personas como Leoncio Badía y su ejemplo nos ponen en la senda de nuestro propio mejoramiento como seres humanos. Bien se puede decir que Leoncio consiguió hasta límites insospechados desbastar su propia piedra bruta, sin conocimientos, sin estudios, simplemente siendo en toda la amplia extensión de la palabra, un auténtico y fraterno ser humano.

Leoncío Badía o el abismo del olvido