sábado. 27.04.2024

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Francisco Nieto 

Vaya por delante que quien esto suscribe muy rara vez utiliza un nivel de puntuación tan elevado. Queda claro que el nivel de perfección no existe, pero aquellas obras que se le acercan también deben ser recompensadas con una nota más que generosa. Es el caso de este auténtico espectáculo visual que uno no se cansaría de ver en toda la vida. Y ahora encima tenemos la oportunidad de disfrutarlo en pantalla grande, lo que no deja de resultar una paradoja habida cuenta de que lo que uno más desea en este mundo mientras visiona la película es marcarse unos bailoteos de los buenos. Mi recomendación está clara: ¡Ya están tardando a ir a ver a los Talking Heads y su conciertazo filmado por el gran Jonathan Demme!.

¿Y si te dijéramos que Stop Making Sense es mucho más que una película que trata sobre un  concierto? Nos hallamos ante una clara deconstrucción del concepto mismo. Talking Heads, el grupo de rock new wave neoyorquino encontró su apogeo a mediados de la década de los ochenta, traducción literal en este documento filmado por un cineasta que hasta la fecha había dirigido algunas comedias (Chicas en pié de guerra; Melvin y Howard; Tratar con cuidado) y había alcanzado cierto éxito con el ejercicio de suspense El eslabón del Niágara, años antes de sus reconocidas El silencio de los corderos  y Philadelphia

Se puede llegar a entender que a quien no le guste la música del grupo no se lo va a pasar en grande, pero desde aquí apelamos a que es necesario darle al menos una oportunidad

Stop Making Sense capturó a una banda en estado de gracia, experimentando sus tiempos de locura creativa, pero también fue el concierto filmado lcapaz de avergonzar a la amplia mayoría de conciertos filmados. Demme buscó un lenguaje cinematográfico a través de estas pautas y no se conformó con un objeto recurrente y descarado a imagen de sus artistas narcisistas, ni con la enésima experiencia de la música en vivo.

Filmada en el Pantages Theatre de Los Ángeles, durante la gira del álbum Speaking in Tongues (1983), Demme sigue de manera intrigada la entrada del artista en el escenario. La puerta se abre y una figura camina hacia el público. En ese momento la cámara es seducida por el vocalista David Byrne, quien está presente en un set de preconstrucción. Con una pose rígida, Byrne se presenta al público con una radio Hi-Fi, mientras tararea una versión acústica al son de un ritmo grabado de Psycho Killer, el gran éxito de la banda. ¿Cómo es posible que el single más conocido del grupo se desperdiciara ya de esa manera en los primeros minutos y se transformara en una melodía inconsolable?

El público reunido tararea los temas, siguiendo de forma vacilante ante este insensible comité de bienvenida, y es entonces cuando el significado, que quedó fuera, se convierte en un retroceso a la verdadera naturaleza de la industria musical. El escenario se construye a la vista de todos los presentes, los miembros restantes de la banda se presentan uno por uno, la compañía se reúne y la escena finalmente está… completa. El público pierde la magia de la ilusión, pero más allá del ilusionismo, la magia viene contagiada por la energía de nuestro vocalista, en constantes espasmos en lo que él llama danza.

La melodía se instala y sirve como una pastilla amnésica para el público, ahora rehén de la imaginación del estudio montado en el último minuto y la banda reunida casi con cita previa. No importa, son los Talking Heads en acción, su música delirante acorde a unas letras que nos transportan a la locura de nuestras rebeliones, al mundo sin sentido contra el que a veces luchamos como una insurrección en una prisión ritual. Y así van sonando auténticos temazos como el ya citado Psycho KillerBurning down the house o la maravillosa Once in a Lifetime, mientras David Byrne nos deleita con su icónico traje enorme disfrutando del que seguro fue uno de los momentos más importantes e impactantes de su carrera profesional. Más que “cabezas parlantes” (término que se utiliza en los documentales, donde la acción da paso a entrevistas fugaces), son dioses por un día, en este caso, conservados en película para la eternidad, las estrellas idealizadas por Demme, en las que se basa para desafiar lo establecido. 

El escenario se construye a la vista de todos los presentes, los miembros restantes de la banda se presentan uno por uno, la compañía se reúne y la escena finalmente está… completa

Stop Making Sense es un dos en uno. Primero, una nueva forma de entretenimiento musical en el escenario, rompiendo a su vez con la idea básica de la música en vivo, asumiendo la banda su disfuncionalidad y cerebralidad hacia el público. Y segundo, la clase magistral de su circuito musical por parte de Jonathan Demme, más que un técnico contratado, un artista antes que otros artistas, transgrediendo la barrera del simple rodaje. Infundir cine en una película atmosférica y orquestada… sí, cine, en todo su esplendor. Desde la simetría de David Byrne detrás de su ruidoso micrófono, hasta el “psicodedelismo graffiti” que emerge en el escenario. Toda la banda lo sabía, este concierto sería único, y no sólo en la memoria de los espectadores, sino en la historia de su género.

Bueno, para muchos (entre los que me incluyo) esta es la mejor de todas las películas del género de conciertos que se ha llegado a filmar hasta el día de hoy. Se puede llegar a entender que a quien no le guste la música del grupo no se lo va a pasar en grande, pero desde aquí apelamos a que es necesario darle al menos una oportunidad. Y si les gusta, también recomendamos el más actual American Utopia, dirigida nada más y nada menos que por el ínclito Spike Lee, otro lujazo de concierto que se puede gozar en la plataforma de Netflix.

'Stop making sense': el conciertazo