martes. 30.04.2024

Me lo contó un habitante de la ínsula de Iru, ya desaparecida. Andaba yo buscando dicho lugar, ingenua de mí, sin saber que no existía, cuando a lo lejos divisé un numeroso rebaño que pastaba en un vasto y florido prado. Me acerqué para cerciorarme si junto al ganado había algún humano que guiase a tantas ovejitas y comprobé que, no lejos del lugar, sesteaba un hombre de mediana edad. Fue inmensa la alegría que sentí al encontrarme con un congénere, pues llevaba días sin ver a ningún miembro de la familia humana, aunque confieso que se asemejaba más a una de sus ovejas que a otro integrante de nuestra especie. No quise entrometerme en los ensueños que el sesteo pudiera producirle y me quedé sentada, a escasos metros de distancia, esperando que terminase su placentero amodorramiento; y digo placentero por la sonrisa que se dibujaba en la cara del hombre. No tardó mucho en abrir los ojos y en percatarse de que otro miembro de su especie le miraba su asombro fue mayúsculo y al poco me preguntó qué era lo que me llevaba por aquellos lugares. Le pregunté por la Ínsula. 

– Anda usted desorientado amigo, pues Iru hace tiempo que ya no existe. Casi todos sus habitantes se dirigieron a Perso y sentaron sus posaderas en dicho lugar; queda algo retirado, aunque sus gobernantes han acogido con gusto a todos los que han decidido hacer el traslado.

Hubo mejores tiempos; tiempos en los que hubo buenos gobernantes en Iru y muy preocupados por sus habitantes

Al preguntarle qué era lo que había sucedido para que la ínsula se hubiese extinguido, el hombre pasó a contarme una historia que distaba mucho de los parabienes que yo había escuchado de ella.

– Débil es la carne, señor, y las ideas mudables en virtud de los intereses que cada cual tiene o va buscando. Así no hay ínsula que resista, porque los hay que mudan ideas con tanta facilidad como de camisa; lo hacen porque les hacen ciertas promesas, aunque de ciertas tengan poco. Pero no siempre fue así. Hubo mejores tiempos; tiempos en los que hubo buenos gobernantes en Iru y muy preocupados por sus habitantes, pero con el paso del tiempo las cosas comenzaron a marchar mal. 

– Dígame ¿qué pasó para cambio tan brusco?

– Pues que los buenos gobernantes, acosados desde dentro y desde fuera, fueron destituidos por charlatanes que..., más que gobernar la ínsula provechosamente, se pasaban el tiempo haciendo todo tipo de trapicheos para seguir con el bastón de mando; así comenzó el declive a la vez que la gobernación de forma engañosa.

Después de pedirle que me diera algunos ejemplos de dicho desbarajuste, escuché todo tipo de tropelías, aunque lo que más me llamó la atención fue un hecho que más parecía un cuento de pastores que historia real.

Yo me siento mejor entre ovejas de lana y balido que entre aquellas que hablan y hablan creyendo que lo saben todo, aunque son más borregos que los que aquí pastan

– No vaya a creer que aquel gobernante llegó con malos propósitos, nada de eso; comenzó con buen pie y se rodeó de asesores que le aconsejaban lo que convenía a la ínsula sin tener en cuenta si era lo que quería oír el gobernador, pero al pasar los años comenzó a disgustarle los reiterados consejos que le daban: "Las leyes están para cumplirlas y el primero que debe dar ejemplo es el gobernador", le decían con frecuencia. Bien es cierto que, por aquel entonces, comenzó a escuchar cantos de sirenas y que le llenaban la copa de dulce vino y de promesas. Y ahí comenzó todo. Despidió a los asesores que le habían servido con lealtad y pidió que anunciaran los puestos que habían quedado vacantes. Por un error tipográfico en vez de poner "asesores", pusieron "aduladores" y comenzaron a desfilar personas de todo pelaje que le decían lo que quería oír, aunque fuese lo más descabellado. Tanto gusto quisieron darle que frente al espejo dibujaron una figura muy apolínea que en nada se parecía a la decadente que ya comenzaba a mostrar. Dicho dibujo también desprendía un halo de serenidad y sabiduría que él comenzó a hacer suyo. Por las noches se dormía con cantos gregorianos que hacían referencia a sus muchas virtudes. Experimentó un cambio tan profundo que sólo les causaba agrado a aquellos que le habían conformado en tal personaje. Su delirio llegó a tal grado que pensó en hacerse con las riendas de la ínsula de Perso y así se lo manifestó a alguno de los ministros de dicha ínsula. Compruebe, señor, cómo se alejaba del buen gobernar y caminaba hacia su enajenación, sin parase a pensar que lo que pensaba de sí mismo era inducido por el agasajo y la confusión que reinaba en su mente más que por la realidad. El error sostenido conduce el desastre y eso fue lo que ocurrió. Iru dejó de tener estima entre los gobernados que veían cómo el capricho se imponía sobre la sensatez. 

– Pero..., qué pasó con los habitantes que no quisieron irse a Perso. Y qué fue de aquel gobernador– le pregunté..

– Los habitantes..., al igual que yo, señor, andan errantes. Esperan la llegada de mejores tiempos para restablecer el orden y la justicia, aunque ya desesperamos. Son muchos los que llegan con buenos propósitos y la ambición les muda el cuerpo y el alma, aunque eso no ocurriría si no hubiese tanto vasallo dispuesto a dar gusto a la oreja del gobernante. Así andan las cosas. Yo me siento mejor entre ovejas de lana y balido que entre aquellas que hablan y hablan creyendo que lo saben todo, aunque son más borregos que los que aquí pastan. En cuanto al gobernante, prometió lo que no pudo dar; ya que a él tampoco le dieron lo prometido y nada perdido entre la desesperación desesperanza y la cólera, además de despreciado por aquellos a los que ofreció dádivas y honores.

Me despedí de él con tristeza. A pesar de su aspecto asilvestrado, no andaba exento de sabiduría; sin duda gozaba de la experiencia suficiente para saber de qué hablaba. Por mi parte, seguí el camino mirando el horizonte lejano plagado de nubarrones. La lluvia se anunciaba, pero seguí caminando esperando el agua reconfortante. Después, el cielo mostraría un nuevo amanecer. 

Sobre el otorgamiento de ínsulas