domingo. 28.04.2024
turismo

Viajar era un placer para quien podía permitírselo. Incluso era considerado como algo muy relevante para la educación cultural y sentimental de los más jóvenes, aunque también fuera una experiencia crucial para cualquiera, como testimonia el relato autobiográfico de Goethe Viaje a Italia. Estos viajes duraban meses o años en función de los lugares visitados. Había que tomar transportes lentos y frecuentar alojamientos escasamente confortables. Pero merecía la pena y marcaba un hito en la vida de los viajeros.

A finales de los 70 algunos pudimos conocer Europa sin contar con un gran presupuesto gracias al recién aparecido billete de Interrail. Por poco dinero durante un mes podías hacer tu vida en el tren, viajando de noche y disfrutando del paisaje por el día. Tomabas el primer tren que permitiera conciliar el sueño y amanecías en otro país a la mañana siguiente, con el consiguiente cambio de divisa e idioma. Cuando eres joven te da igual malcomer y duermes de cualquier manera, ilusionado por ver algo nuevo cada día. Nos juntábamos en los albergues, pero íbamos en grupos muy pequeños y nuestra presencia en destino distaba mucho de ser invasora.

En el tardofranquismo, con Fraga como ministro de Información y Turismo (sic), se popularizó a nivel internacional el eslogan de Spain is diferent. Escritores como Hemingway o actrices como Ava Gardner ayudaron a que se conociera ese curioso país varado en el tiempo. Los españoles que sólo salían al extranjero para trabajar y volverse con unos ahorrillos, pudieron conocer otras costumbres en su propio lugar de residencia merced al boom turístico, que además ingresaba divisas y reportaba pingües ganancias a quienes tuvieron la visión de abrir sus casas o tabernas.

Lo malo es que lugares con mucho encanto resultaron demasiado atractivos y los idílicos pueblos de pescadores pasaron a ser sitios cada vez más inhóspitos para los residentes habituales. La naturaleza cedía terreno a hoteles cada vez más altos en primera línea de playa. Se construyó a mansalva sin orden ni concierto, como también pasaba en las grandes urbes que recibían un éxodo rural de quienes buscaban trabajo. Las ciudades con mayor magnetismo morían de éxito y se convertían en parques temáticos, como le ha sucedido señaladamente a Venezia, un lugar tomado por asalto por las hordas que descienden de cruceros gigantescos o llegan en grandes grupos con otros transportes.

Los recuerdos atesorados en la memoria son lo que realmente justifica un viaje

Los viajes han quedado reducidos a una caricatura de lo que fueron. Quienes viajan en grupo descienden del autobús justo para hacerse una foto que colgar en las redes o visitar algún comercio con productos estandarizados. No falta quien hace miles de kilómetros para ir de compras y adquirir una réplica de un reloj o un bolso de marca muy conocida, exhibiéndolo como un trofeo a su regreso, cuando los recuerdos atesorados en la memoria son lo que realmente justifica un viaje muy costoso. Se piden créditos para visitar las antípodas e Invertir unas pocas horas en ver lo que requeriría días o semanas.

Es lo que podríamos llamar el síndrome del maratón de museos. Como la entrada suele ser cara, parece un desperdicio no admirar sus copias colecciones permanentes, aunque al rato tu atención esté saturada y seas incapaz de apreciar absolutamente nada. Deja más huella elegir lo que más nos atraiga y dedicarle algún tiempo, salvo que se trate de un museo con exhibiciones abarcables, como el delicioso Klein Grosz Museum de Berlín. Acabo de volver por Noruega tras cuatro décadas y en lugar de recorrer todo el país me he limitado a deambular por una zona muy concreta del Sognefjord. Todavía cabe localizar algunos alojamientos familiares con vista impresionantes, aunque la presión turística está dejando su huella.

Entre los pros del turismo de masa tendríamos el factor económico. Pero los puestos de trabajo que genera suelen ser tan precarios como estaciónales. El rédito mayor es para los intermediarios y las grandes cadenas hoteleras. A los alojamientos rurales más aislados no suelen ir por fortuna grandes grupos. Estos antiguos caseríos o palacetes merecen verse preservados, porque no subsistirían de otro modo. Sin embargo, los denominados apartamentos turísticos amargan la vida de unos vecinos que además ven cómo suben los precios del alquiler y alcanzan sumas inasequibles. Donde proliferan deja de haber el tejido social del barrio que hace la vida más grata. Tampoco sale muy beneficiado el entorno natural. A la deforestación se suma el ver privatizadas ubicaciones ideales para un esparcimiento público.

Al hacer balance del turismo de masas diría que los contras inclinan la balanza para mal y que los pros acaban saltando por los aires

Las tropas hitlerianas disfrutaban muchas veces de sus permisos en la muy tempranamente invadida Paris. Iban en grupo con sus cámaras fotográficas colgadas al hombro. Es la imagen con que comparo en mi fuero interno al turismo de masas. En mi opinión estamos ante un cáncer urbanístico cuyas células tienden a expandirse devorando las que nos hacen vivir. Habría que calcular si sus beneficios a muy corto plazo no resultan letales para el futuro más inmediato, porque nos privan de patrimonios culturales que se ven degradados, por no hablar de los enclaves naturales que son arruinados por esa masificación. Basta pensar en el entorno del Everest como ejemplo paradigmático, aunque podrían sumarse las cataratas de Iguazú o los Picos de Europa.

Habría que recuperar los viajes destinados al descubrimiento de culturas, gentes y paisajes, dedicándoles el tiempo que merecen para resultar emocionalmente rentables. El turismo de masas es un mal simulacro de algo tremendamente formativo que abre nuevos horizontes y perspectivas. Contaminar con aviones que nos desplazan de un lugar a otro para estancias ridículamente breves o conducir sin descanso vehículos igualmente contaminantes no resulta muy sostenible. Convendría fomentar el uso de los trenes, no sólo de alta velocidad, sino también de los que prestan servicio a quienes habitan lugares más pequeños. Esos que podrían repoblarse gracias a la fórmula del teletrabajo. Caminar es el mejor modo de apreciar los colores y olores del sitio por donde transitamos. Además es muy beneficioso para nuestra salud.

Al hacer balance del turismo de masas diría que los contras inclinan la balanza para mal y que los pros acaban saltando por los aires, como los lugares que arrasan a su paso. El confinamiento de la pandemia podría habernos hecho pensar en todo esto, pero hemos corrido en estampida para recuperar nuestros viejos hábitos colapsando carreteras y aeropuertos, prueba de que quizá estemos mal a gusto donde se reside habitualmente, sobre todo si se trata de grandes ciudades donde los árboles brillan por su ausencia y son suplidos por algunas réplicas de plástico para dar el pego. El turismo de masas atenta contra nuestros patrimonios culturales y enclaves naturales. Como en otras cosas fundamentales nos jugamos el futuro, si no alcanzamos a regularlo.

Pros y contras del turismo de masas