domingo. 28.04.2024

La Navidad es la reina de todas las fiestas, por duración y repercusión. Acabado Halloween se anuncia su “inminente” advenimiento. En el Black Friday ya está reinando lozana y descarada. En el puente de la Constitución es aceptada por unanimidad. Y llega a la Nochebuena, vieja, hastiada y cansada de celebrarse. La larga capa de las vísperas le pesa un quintal y no puede quitársela por decoro.

En estos días empieza a alcanzar su cenit el hedonismo comercial. La vorágine y el trajín litúrgicos de la celebración, es decir, comprando y comprando, que así es como conmemoramos en Occidente la Natividad del Señor en la Tierra, el nacimiento del Niño Jesús en Belén. Hoy día el planeta del Niño Jesús está sometido a una fascinación irreprimible que, incluso, no duda en mancharse de sangre humana: el fanatismo económico-mercantil, ese fundamentalismo sin cuestionamiento.

La Navidad es una fiesta universal en la creencia del dinero que se tiene y se gasta sin pudor

Occidente tiene guardada la Estrella de Belén en la NASA (no es una fake new, el secuestro es metafórico) y vende en serie la mula, el buey, san José con barba y cayado incluidos y las sayas de la Virgen. Y es capaz de poner a la venta aire callejero como oxígeno mesiánico. Ya no vendemos decentemente nuestra alma al diablo, simplemente nosotros cogemos y vendemos al diablo con alma (artificial, claro). Y cantamos villancicos al calor frío del dinero, que es el gran dios repudiado en las Sagradas Escrituras; el Becerro de Oro que tan seductor ponen en sus escaparates, para menesterosos y pudientes, los inmensos almacenes y los inmensos centros comerciales. La Navidad es una fiesta universal en la creencia del dinero que se tiene y se gasta sin pudor. Creyentes y no creyentes celebran las navidades, los creyentes porque no creen en el valor del dinero y por eso lo despilfarran, y los no creyentes porque adoran el valor del dinero y hacen virguerías para obtenerlo y gastarlo, y no mancillar de este modo el espíritu navideño de Occidente.

Actualmente, la única epifanía y revelación de la Navidad son el marketing y la publicidad, con una extraña mixtura de sensaciones y acontecimientos: el sentido trascendental-gastronómico de la Nochebuena, el intrusismo del Tío Sam disfrazado de Papá Noel neoliberal, el paganismo furioso de Nochevieja y Año Nuevo y los Reyes Magos para cerrar la sangría económica; los Reyes de Oriente, que ya deben pasar de traer incienso, mirra y otras resinas aromáticas, a nosotros lo que nos fascina es que le traigan oro, mucho oro al Niño Jesús, que ya nos encargamos nosotros de especular con él, y petróleo, mucho petróleo pérsico.

La Navidad se ha convertido en una cuestión de tamaño y presunción. Políticos, ayuntamientos y ciudades compiten por quién tiene el árbol más grande, el alumbrado más deslumbrante, el público más embobado, la bulla más gigantesca, la flor de Pascua más roja. A ver quiénes hacen la obra de caridad más visible y mediática. A ver dónde se genera más ruido y dinamismo lúdico-festivo. Más pornografía materialista que engancha y vulgariza. Más cursilería tecnificada en tentativa de inmoralidad no consumada porque el efecto se consigue: volvernos adultos boquiabiertos y sensibleros con mentalidad de niños. En definitiva, a ver quién tiene la Navidad más grande (y costosa) para rendirle eficiente pleitesía a la estupidez y frivolidad humanas. A la festividad le queda muy poco de íntima celebración metafísica. La varita mágica del hombre contemporáneo todo lo que toca lo desvaloriza y lo transforma en espectáculo.

Políticos, ayuntamientos y ciudades compiten por quién tiene el árbol más grande, el alumbrado más deslumbrante, el público más embobado, la bulla más gigantesca

A Occidente le encanta la Navidad porque pretexta con un tierno bebé, el niñodiós, perfecto y calladito, y en su nombre profana su mensaje espiritual y monta una bacanal consumista de órdago. No le interesa que el Niño Jesús se haga mayor y revolucionario, vitupere la codicia y la riqueza privada desmesurada, se rodee de gente indigna y miserable y se dedique a desconcertar al personal marginado y oprimido con frases impertinentes y disparando parábolas mortíferas contra las imposiciones sociales y morales.

A los occidentales civilizados y globalizados sólo nos gusta el Niño Jesús dormidito en el pesebre que está a la venta o con la cruz a cuestas, sin fuerzas, humillado, con el sello de la muerte en el valor de la esperanza y en la revolución de las conciencias, cuando ya no convence, ni subvierte, solamente conmueve. La historia de la humanidad es una locura, una locura sanguinaria a través de la cual hemos hecho algunos progresos interesantes, pero la historia del Niño Jesús es locura mayor -la mitificación divina es tema aparte-. Aquel palestino apátrida; aquel nazareno, poeta practicante del amor. Un judío heterodoxo, que hablaba de superar el odio y la ambición que nos conducen a destruir a nuestros semejantes. Un judío atrevido que mataron al alimón el Estado Imperial y los sumos sacerdotes hebreos. Al Niño Jesús lo intentaron aniquilar y lo consiguieron las dos verdades más colosales y mentirosas de la Historia: el credo político y el dogma religioso. Los dos siniestros fanatismos que siguen matando a niños y a mayores a mansalva: el fanatismo financiero y económico y el fanatismo sacro del terror. He aquí el misterio burdo del Hombre y del Hijo del Hombre. Volvemos a la mediocre revelación de nuestra condición. Es normal que nos atiborremos de mariscos, ibéricos y mantecados y nos emborrachemos con cava y licores. No es extraño que el neoliberalismo nos narcotice a base de buen comer y buen beber, total, si las ideas supremas y trascendentes ya estaban prostituidas y vueltas a prostituir. Supongo que el Niño Jesús ya se habrá dado cuenta de que el hombre no es un ente ideológico y ético, sino un animal acomodado y amaestrado por el consumismo y las multinacionales que velan por nuestras borracheras y cólicos nefríticos que vuelven a casa por Navidad.

Navidad, dulce Navidad