sábado. 20.04.2024

Ni tan mal

vac

Hace un año, más o menos, nuestros hijos e hijas estaban saliendo de las aulas para volver al cabo de unas dos semanas. Como supongo que les pasaría a muchas personas, yo no pensé que esto iba a durar tanto, tanto que aún está lejos de terminar. Pero tiene un final; un final que, como ocurre con casi todo en la vida, no se impone súbitamente, sino que comienza más o menos desapercibidamente en algún lugar y momento inesperados, y se va desarrollando hasta que somos capaces de nombrarlo. Nombrar es la constatación humana de que algo existe y es significativo. Vacuna.

Estoy trabajando de nuevo como profesora en educación secundaria a consecuencia de uno de esos sucesos que sí son súbitos y que lo mueven todo, reorganizando la superficie de lo cotidiano desde el fondo, como la presión bajo la corteza terrestre que descerraja volcanes y trastoca los mapas. Y, como consecuencia de esa circunstancia, ayer estuve en el Zendal, bajo sus techos inhóspitos, rodeada de la asepsia metalizada e industrial del recinto, y del calor, la amabilidad y las sonrisas de su personal de enfermería, a todas luces muy cansado, pero también diligente, encantador, profesional. Apenas noté el pinchazo, firmé un consentimiento informado, pasé a un registro a recoger un papel importante y a informarme de los siguientes pasos, y me senté en una butaca un cuarto de hora “sólo por si acaso”.

No soy aprensiva, no me dan miedo las agujas y tengo suficiente experiencia del dolor físico como para tomármelo con calma, así que no soy dada a la sugestión. No pude evitar pensar, sin embargo, no con miedo, sino con una profunda tristeza, en todas las personas que, en aquel y otros hospitales, habrían estado mirando a techos tan distantes o sofocantemente cercanos, o al suelo, o no habrían podido mirar nada por la sedación, durante días, semanas y meses sin un desenlace feliz; a algunas puedo ponerles cara y nombre. Muchas aún siguen ocupando las unidades de cuidados intensivos, con enjambres de profesionales en una coreografía casi perfecta alrededor, afanándose de forma constante por mantenerlas con vida.

Salí del hospital conmovida y ligera, con la conciencia de ser uno de los necesarios eslabones, minúsculos pero necesarios, de la cadena humana que vendrá a liberarnos de esta enfermedad gracias a la vacuna. Los nervios culpables de las horas previas habían pasado. Esa inquietud de saber cómo sería, cómo me sentaría… Los legionarios en los tebeos de Astérix y Obélix iban a la batalla con mucha menos fe diciendo aquello de alea jacta est y esto no es una guerra, aunque se encarnice y duela tanto.

Toca seguir usando la mascarilla, seguir guardando distancia, seguir con la higiene de manos tan escrupulosa. Esto no ha terminado, ni para mí ni para el conjunto de nuestra sociedad, aunque vayamos haciendo granero

Que nadie piense que la épica chiquitica de este artículo se ve reforzada por la ausencia de síntomas tras la vacuna. Mi sistema inmune, siempre tan creativo, tan random -como dicen mis estudiantes, que parecen haber olvidado que existe una palabra preciosa en español para decir lo mismo y que, en su rebeldía, contribuyen a que siga en marcha la maravillosa maquinaria milenaria de la variación lingüística-, tan a su rollo y tan sin contar conmigo como es habitual me despertó antes de las cuatro de la madrugada y me tiene en casa hoy con diversas consecuencias físicas, que se van sucediendo y a veces solapando. No son graves. Las molestias, dolores, inflamaciones, la fiebre que ya empieza a asomar y otras anécdotas escatológicas de varias horas que tengo el buen gusto de no concretar quedarán limitadas, espero, al espacio de un día, a lo sumo dos. Me encuentro bastante mal, pero reconozco que es un pequeño peaje, muy pequeño, para empezar a salir del viaje de un año entre arenas movedizas que llevamos y siento una infinita gratitud por este destello de estabilidad en medio de la bruma.

Toca seguir usando la mascarilla, seguir guardando distancia, seguir con la higiene de manos tan escrupulosa. Esto no ha terminado, ni para mí ni para el conjunto de nuestra sociedad, aunque vayamos haciendo granero. Pero me siento menos peligrosa. El termómetro se va acercando a 38 grados y, oigan, ni tan mal. 

Ni tan mal