viernes. 19.04.2024

El juego de la imitación

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No vi en su día la película Enigma (The imitation game; qué pobre queda el título sin el doble sentido original) sobre Alan Turing y el invento que ayudó a ganar la II Guerra Mundial y que cambiaría después nuestras vidas para siempre; si el instrumento desde el que escribo estas palabras existe es porque Turing dio un paso de gigante en la manera de enfocar un problema que parecía irresoluble. La he visto ahora, en una de esas plataformas que funcionan como un vídeo club en casa y me conmovió el final. No me acusen de destripar la película si, a estas alturas (es de 2014), aún no saben por cualquier medio que Turing se suicidó (aunque hay otras hipótesis sobre su muerte) en 1954, después de un tiempo con un tratamiento hormonal impuesto por un juez para controlar su homosexualidad. 

Esa guerra horrible, que Turing y el trabajo de su equipo acortaron en al menos dos años, terminó. El 25 de abril de 1945, más al sur en esta Europa conectada por el dolor y el sufrimiento, en Reggio Emilia, entraban los partisanos con los soldados angloamericanos y “volvieron los saludos, las lágrimas, los abrazos, las voces altas”. Así lo cuenta Loris Malaguzzi en su texto Que yo tomara el camino de la enseñanza. Retomó así esta población cerca de Bolonia su compromiso educativo y cultural con vocación comunitaria, no siempre ayudada por las instituciones centrales del país; y mujeres y hombres, campesinos y obreros, comenzaron a construir con sus propias manos y dando nueva vida a los escombros que los bombardeos habían dejado, en Villa Cella (a 8 kilómetros), una escuela para sus hijos. Se inauguró en 1947, autogestionada y creada para los niños, no para alimentar el sistema. 

Malaguzzi dedicó su tiempo en el ámbito profesional a esta y otras escuelas municipales, entre otras cosas, como el teatro, la fundación de un centro psicopedagógico, o el periodismo. No tenía vocación de maestro cuando empezó, pero los conceptos de escuela y pedagogía sobre los que reflexiona son una revolución.

Las mujeres seguimos teniendo que ser excepcionales o sobresalientes para alcanzar en todos los ámbitos el dominio de nuestras vidas, el derecho a desarrollar cualquier potencial, a integrar cualquier realidad

La escuela, el colegio, el instituto deberían ser espacios de participación, debate e investigación para menores, familias y docentes, en un ejercicio democrático de cooperación y compromiso. Y el desarrollo cultural de una persona no debería enfocarse como un modelado que propicie el ajuste a un armazón; el proceso educativo debería ver a la persona, observarla, conocerla a través del diálogo, conocer sus circunstancias y crear las condiciones para que la potencialidad personal se desarrolle, con el ritmo que cada una precisa, sin apremiar y sin entorpecer. Decía Malaguzzi que eso era “sacar a un niño del anonimato” y se basaba en la premisa de que en el desarrollo cultural y educativo no solo interviene el intelecto, sino que es un hecho complejo, con estructura social y emotiva. Muchas investigaciones posteriores han venido a darle la razón; en los procesos de aprendizaje las emociones y la socialización juegan un papel fundamental. Así, la escuela, desde la garantía de la seguridad psicofísica de los niños, es un lugar para hacer crecer la personalidad individual y social. 

Se trata de no ver a los niños y niñas, o adolescentes, como una carencia que hay que resolver, sino como potencialidad que hay que acompañar. Este modelo es más democrático que el que hemos heredado del siglo XIX y que sigue operando actualmente en muchos sentidos, pues necesita del conocimiento personal de cada sujeto para hacer posible que sea protagonista de su aprendizaje. Es descorazonador haber alcanzado la segunda década del siglo XXI sin haber podido superar en el ámbito educativo la oposición entre libertad y autoridad, entre pedagogía del interés y pedagogía del esfuerzo, o el ciclo de la recompensa y el castigo. Decía Malaguzzi, y en esto coincide con Adler y Jane Nelsen, que la educación era demasiado “abstracta, autocentrada, idealista y paternalista” y que su visión, errónea, era la de un niño o niña que absorben pasivamente. Estas circunstancias lastran nuestra educación. 

No nos olvidemos como colofón de la ratio. Nada de lo anterior es humanamente posible sin una ratio adecuada. Nuestros maestros y profesoras (usen la flexión de género indistintamente) trabajan con pocos medios y no me refiero a dispositivos digitales, sino a un menor número de menores a los que guiar. Es muy común una viñeta que circula por Internet y que suelo ver periódicamente en redes sociales o publicaciones de todo tipo, en que se plantea la prueba de subir a un árbol a diferentes especies animales, y que viene a plasmar gráficamente que la igualdad en la educación no significa que todos aprendamos de la misma forma ni que nuestras capacidades sean las mismas. Parece que la teoría  es comúnmente aceptada, pero desde luego no se ponen las condiciones que permitan el ejercicio de la docencia, en ningún nivel educativo, según esta idea. Para enseñar no basta con tener vocación o ilusión; no le pediríamos a una cirujana que nos operara con interés pero sin escalpelo, ni a un peluquero que nos cortara el pelo con vocación pero sin tijeras. Así, es por eso que nos encontramos con las famosas fichas, los libros de texto con ejercicios repetidos hasta la saciedad, las jerarquías dentro y fuera del aula, el aula en sí misma como espacio cerrado y con frecuencia incomunicado, el aprendizaje atomizado en asignaturas desde edades muy tempranas, la inmovilidad (y qué necesario es el movimiento para el funcionamiento del cerebro en muchos procesos creativos), la necesidad obsesiva de silencio, la desconexión de la materia con la experiencia del mundo, la falta de autonomía y de iniciativa… ¿Cómo esperarlas de niños y niñas acostumbrados a actividades absolutamente dirigidas y secuenciadas?

Para muchas cosas, la educación en Italia y en España parecen haber seguido caminos muy parejos. Se parte de una atención asistencial centrada en la salud y de tipo caritativo (ligada a la Iglesia Católica) para los menores de doce años y se avanza hacia el derecho a la educación (aún sigo escuchando en muchas bocas la palabra “guardería”, tan injusta con los niños y con el trabajo de quienes les enseñan). A principios de los sesenta, allí, la atención a los más pequeños y el modelo de escuela asumió que venía chocando desde antiguo con la realidad de las mujeres que los cuidaban, madres, tías, abuelas, hermanas. Los demócratas cristianos apostaban por el empleo parcial para las madres, mientras que la izquierda pedía servicios orientados a la infancia que permitiera trabajar a jornada completa a esas mujeres.

No se plantearon una tercera vía, la de la elección. Poder conciliar sin ser penalizadas a través de una reducción de jornada, horarios razonables para no tener que reducir el número de horas, permiso de maternidad coherente con las necesidades de desarrollo del recién nacido. Y no se lo plantearon porque ni entonces ni ahora hemos logrado que la esfera de los cuidados sea plenamente compartida por mujeres y hombres, ni que sea abordada en serio desde el Estado con una legislación suficiente y los medios materiales necesarios.

Vuelvo a Turing, como en un lanzamiento de búmeran, a través de Hanna Arendt. Las mujeres seguimos teniendo que ser excepcionales o sobresalientes para alcanzar en todos los ámbitos el dominio de nuestras vidas, el derecho a desarrollar cualquier potencial, a integrar cualquier realidad. Tradicionalmente en esta carrera ninguneadas aquellas características de la personalidad asociadas a lo femenino, enfrentadas a ellas o exculpadas a pesar de ellas; como si para ser dignas hubiera que desecharlas, como si el resto del espectro no pudiera pertenecernos también. Un ejemplo es esa descripción de determinadas mujeres como “fuertes”, como si la fortaleza fuera naturalmente ajena a la categoría de mujer y por ello extraordinaria. Ser excepcional para ser admitida. Arendt dijo que la capacidad de acción del hombre y la mujer significaban que podía esperarse de ellos lo inesperado, lo infinitamente improbable. Turing, en la película, da una vuelta más a esta idea y hace sujeto de lo inesperado y lo maravilloso a los invisibles, los ninguneados, los nadie.

Isabel II lo indultó en diciembre de 2013, cuando ya llevaba casi sesenta años muerto, por los servicios prestados. No bastaba con respirar para ser, para desarrollar todo su potencial intelectual, afectivo, social. Se le indultó porque era excepcional. Construimos aún una sociedad con muchos márgenes, negando a muchas personas ser centro de sus vidas, sujetos de su desarrollo, artífices de lo colectivo. Cambiar eso necesita de mucho trabajo en muchos espacios, pero nada se sostendrá si no cimentamos ese discurso en el funcionamiento de una escuela verdaderamente capaz de asumir los retos planteados más arriba, en lugar de seguir en este juego de la imitación.


Peter Moss en Loris Malaguzzi y las escuelas de Reggio Emilia. Una selección de textos y discursos de 1945 a 1993, Ediciones Morata, Madrid, 2018. Paola Cagliari, Marina Castagnetti, Claudia Giudicci, Carlina Rinaldi, Vea Vecchi y Peter Moss (Edit.), Sonia Martín Pérez y Pamela Rech (traductoras) y Norma Guinto (revisión).

El juego de la imitación