jueves. 28.03.2024

La fruta y la materia oscura

nenas

La semana pasada cumplí cuarenta y cinco años. No sólo no me importa cumplir años, me parece un privilegio. Soy consciente de que muchas personas detestan cumplir años, aunque probablemente debería decir que seguramente lo que detestan es que se les note que cumplen años, que detestan envejecer.

Yo me siento el vértice de dos pirámides, una hacia atrás en el tiempo y otra que se proyecta ya tímidamente hacia adelante; es decir, soy el producto de vidas pasadas y la artífice, tal vez, de vidas futuras. En mi presente tengo un solo hijo que, a su vez, es resultado de que su padre y yo estemos vivos y lo concibiéramos; dónde va a llegar y si tendrá o no descendencia es cosa suya y de sus circunstancias.

En esa pirámide de la que soy resultado (uno de ellos) hay hombres y mujeres, aunque siempre hubo más mujeres -se trata de una cuestión de número, no de cuidado, pues tanto mi padre como mi abuelo materno se ocuparon mucho, de hecho mucho más que la media de hombres de la época, de mi cuidado y el de mis hermanos-. En todo caso, yo siempre he percibido mi familia como un matriarcado de mujeres de enorme fortaleza al que simultáneamente se le veían las costuras patriarcales del mundo en el que nacieron, crecieron y me educaron. Necesito rendirles homenaje porque en mi memoria siguen vivas y son parte de la mujer que soy.

La más vieja (vamos a permitirnos usar esta palabra sin miedo, ni asco, ni condescendencia), o eso me parecía a mí, era Teódula (en realidad la llamábamos Tiola y, a veces, Tía Ola), que era ya viuda desde que yo la recuerdo. Tenía una alegría dura, como tallada en roca, y me calentaba la cama de sábanas tan frías en el cierzo palentino que parecían mojadas, con un brasero de mango de madera, y me dejaba dormir los días peores sobre la tapa de madera de la bajada a la gloria, en la cocina. Siempre me ha parecido precioso que el sistema de calefacción bajo el suelo de toda la casa, de invención romana, se llamara “gloria”, porque desde luego era una bendición. Recuerdo los suelos del piso de arriba, crujiendo en cada paso; las escaleras estrechas, desgastadas, desiguales; el corral. Nunca vi a Tiola (una de mis tías abuelas maternas) quieta, siempre trabajaba. Por lo que sé del marido (y esto ya es de mi cosecha) creo que la viudedad le agrandó la sonrisa. La tía Candelas me daba girasoles de su patio, llenos de pipas húmedas, para merendar y era otra mujer de trabajo y alegría inagotables; seguía casada, esta vez, felizmente. Josefina era la más pequeña de las hermanas de mi yaya y también pasé mucho tiempo en su patio, lleno de plantas hermosas y de frutales y de pájaros; uno en concreto me picaba y perseguía cuando era yo muy pequeña, pero he olvidado su nombre, por qué será. Cocinaba para chuparse los dedos. Entre Robladillo de Ucieza y San Mamés de Campos pasé algunos veranos y otros ratos sueltos en Semana Santa; también Lali y Ana, primas de mi madre, me cuidaron tanto: la primera con su dulzura y su tranquilidad, la segunda con su desparpajo y sus ideas siempre divertidas.  Juli y Mauri (Juliana y Maurina) eran viuda y soltera respectivamente y siempre iban en pareja; vivían en el mismo edificio y en realidad siempre estaban juntas, en Madrid. Muchos de mis preciosos vestidos salieron de sus manos y de los de mi yaya Guadalupe, a la que todas llamaron siempre Upe. No me olvido de Tomi, esposa de mi tío abuelo Eduardo, divertida y muy cariñosa; ni de Nieves, sus bizcochos de frutas, su paciencia cuando burlábamos su vigilancia para llenar los cielos y las aceras de la calle Menorca de aviones de papel, capitaneados por mi primo Roberto. Y mi abuelita Carmen, dibujante, cuenta cuentos, en cierta manera cosmopolita. Muy mala cocinera, eso sí. Tenía las manos finas y delicadas, la nariz recta, cosía muy bien también; me hizo mi primer vestido de Nochevieja. Renunció a tantas cosas; también amó mucho.

Necesitamos revisar la imagen arquetípica de las cosas, convertida en imagen normativa, para entender sus fundamentos y revisar nuestros esquemas mentales y nuestras acciones, si procede

Mi yaya está a punto de cumplir noventa y nueve años y me faltan muchas palabras para contar la admiración que siento por su vida huérfana, dura, tan luchada y tan entregada. Hace unos años le presté El sí de las niñas y le encantó; le encantan las novelas -que ahora llamamos culebrones- clásicas. Se casó de luto por la muerte del padre y se vino a Madrid. “A casa militar, no”, le había dicho a mi abuelo; “tú serás militar pero yo no tengo por qué obedecer a la mujer de ningún mando, como pasa en las casas de militares, ni tengo por qué ceder mi puesto en la tienda a ninguna generala”. Mi yaya Guadalupe y su orgullo tan bien plantado.

Y después está mi madre. Me cuesta hablar de mi madre, porque me lee. Hemos aprendido mucho juntas y espero que eso dure.

Todas ellas han envejecido, algunas más duramente que otras, porque el campo la deja a una muy currada. Todas tienen o tuvieron un aspecto característico, muy marcado y siempre han sido hermosas a mis ojos, con sus imperfecciones, sus arrugas, sus canas. Es mi memoria de la individualidad de las mujeres de mi vida. Siempre he pensado que pudieron ser mucho más decisivas en lo público si hubieran vivido en un tiempo en que eso hubiera sido posible, tenían tanto carácter en general, pero siguen siendo grandes para mí; su vida en lo íntimo no las empequeñece ni un milímetro.

He leído hace poco sobre la materia oscura, que está, pero no se agrupa para formar nada tangible y pienso que envejecer es un poco ir deviniendo materia oscura; nos disgregamos y llega un momento en que no hay energía que nos mantenga como una agrupación unitaria y por otro lado a medida que dejamos de encajar en el modelo, o hacemos invisibles los cambios o nos sentimos invisibles nosotros (sobre todo nosotras). Tuve un profesor de filosofía obsesionado con la idea de que somos los mismos pero nunca lo mismo. La sociedad que hemos ido construyendo pretende lo contrario.

La producción en cadena; el impacto del diseño y la publicidad, que genera imágenes estereotipadas de las cosas contribuyendo a un imaginario colectivo (piense ahora en un lápiz, ¿es amarillo?, apuesto a que sí) concreto y de gran uniformidad; la sobre exposición en redes sociales; el instinto de conservación, sublimado en la tecnología wellness que invade los edificios, nuestros relojes y anillos carísimos que nos mantienen monitorizados y cuantifican nuestros pasos, latidos, calorías… Todo eso contribuye a la pretensión de replicarnos a nosotros mismos, sucesivamente los mismos manteniendo la apariencia de seguir siendo también lo mismo, de forma física o virtual, a través del ejercicio, la dieta, la cirugía o los filtros fotográficos.

Desdeñamos las naranjas prototípicamente imperfectas en el mercado, como si fueran artefactos y no productos naturales sujetos a la inevitable variación. Tratamos la diferencia como una imperfección; las imperfecciones, como un error; intentamos desterrar la imperfección de nuestras vidas, como si fuera posible, y, como si fuera un acto de la voluntad, la castigamos. También influye esto en nuestras relaciones.

El sentimiento de pertenencia debería construirse menos en base a la apariencia y más en base al reconocimiento de comportamientos que expresaran amor, cuidado, empatía; y sin embargo socialmente todos respondemos a marcas de clase, sexo, género, color de la piel y otras, según las cuales juzgamos y nos agrupamos. Nos vestimos (en un sentido amplio, a veces metafórico) de elementos reconocibles que buscan satisfacer y cumplir el objetivo de la pertenencia, como si fueran un reflejo de nuestro interior, mientras que esa imagen proyectada no tiene por qué ser coherente con quiénes somos realmente. La pertenencia no debería necesitar de uniformidad en su sentido alienante.

Esas mujeres de mi vida, fuera una cuestión de voluntad o de capacidad o de oportunidad, no vivían su belleza como un artefacto; tal vez en virtud de sus posibilidades económicas y de su entorno rural no experimentaron aún de forma tan abrumadora la serialización que nos convierte en consumidores con poco espíritu crítico. Nunca me pareció que sus diferencias les generaran el sentimiento de culpa tan agudo que vivimos muchas (y muchos, cada vez más), al menos no en tan gran medida, por no responder al prototipo de belleza-salud que nuestra sociedad vende; tampoco creo que fueran del todo ajenas a las diferencias de clase, no soy una ingenua, pero creo que eso tenía más que ver con la conciencia del tiempo libre de que no disponían y con la salud, que con el aspecto asociado a la vejez. Necesitamos revisar la imagen arquetípica de las cosas, convertida en imagen normativa, para entender sus fundamentos y revisar nuestros esquemas mentales y nuestras acciones, si procede.

Es difícil no ver retratos filtrados de múltiples formas: la tonalidad, la luz, la saturación…, no como un ejercicio artístico, sino de ocultación o modificación; revoque de fachada, vamos. En casa jugamos a veces con una aplicación muy popular con la que hacerse autorretratos con algunos rasgos distorsionados de forma graciosa, pero también hay filtros que, con la excusa del disfraz, “embellecen”: afinan la cara, borran las marcas de la piel, matizan, maquillan, rasgan los ojos y los ponen de color azul. Qué obsesión con eso del azul de los ojos; es un color precioso, pero cabe preguntarse, además de su exotismo en nuestra geografía, qué modelo de belleza se estereotipa y las consecuencias psicológicas, económicas, culturales, etc., es decir políticas, que conlleva. Al final todas y todos tenemos aspectos tan similares en esas fotos trucadas; qué lastimica, como naranjas idénticas.

No perdamos de vista que las analogías tienen sus límites, pero a veces muestran algo con desafiante lucidez y hace mucho que es hora de preguntarse de qué maneras tratamos lo disímil y cuánto nos esforzamos por entenderlo, acogerlo, darle espacio público y facilitar que se desarrolle cuando lo que se sale de la norma no somos nosotros;  ¿qué hacemos con la fruta que no parece de foto?

La fruta y la materia oscura