viernes. 29.03.2024

Demodé

leer

Terminé el 2020 leyendo y comencé igual el 2021. En parte el azar hizo que concatenara El encaje roto, los cuentos sobre la violencia contra las mujeres que ha editado Contraseña, de Emilia Pardo Bazán (a ver si estamos a la altura de su aniversario este año) y El consentimiento, de la editora Vanessa Springora. De forma más o menos simultánea he leído también tres cómics geniales: El buscón en las Indias, guion de Ayroles y dibujo y color de mi admirado Guarnido; segundo y tercer volúmenes de Descender, de Jeff Lemire (guionista) y Dustin Nguyen (guionista y dibujante -acuarelista excepcional-); y Espuma, historia autobiográfica de Ingrid Chabbert y dibujo de Carole Maurel. Estas lecturas están conectadas por un elemento troncal del sistema patriarcal en que vivimos: la definición de la mujer y la infancia, tan asociadas, no sólo por la relación biológica, sino por su consideración de incapacidad o falta de desarrollo completo en muchos ámbitos, por el menosprecio de habilidades o cualidades que se les han considerado inherentes, y la concepción capacitista tan restringida, que los excluye del espacio público y del derecho a la autonomía.  

Tanto el ser mujer como la infancia siguen considerándose minusvalías en muchos aspectos de nuestra vida cotidiana. Me parecen interesantes dos conceptos muy relacionados en ambos escenarios: la autoridad y el consentimiento.

Estamos acostumbrados a una autoridad que en realidad es autoritarismo, basado en la obediencia a determinadas figuras, en virtud de unos valores que se enuncian como absolutos, como si flotaran por encima de la vida concreta, de la realización concreta, de las decisiones concretas; como si esos valores fueran inamovibles, incorruptibles y no dependieran de los sujetos que los ejercen. La infancia debe obediencia a la autoridad de los adultos, supuestamente en función de su mayor conocimiento y criterio ante la vida; vamos a suponerle buena intención a esa autoridad. En todo caso ese conocimiento y criterio, con estar más puesto a prueba en función del tiempo, no tiene por qué haber sido edificado correctamente, ni en el ámbito del conocimiento ni de la ética. Las adultas (y los adultos, tan acostumbrados históricamente a tener razón) también nos equivocamos: ayer estuve leyendo sobre la deconstrucción del pensamiento de Cristina Kirchner, Flavia Morales y sobre todo Silvina García Larraburu con respecto a la despenalización del aborto en Argentina; tres mujeres que en 2018 no apoyaron esta iniciativa y que hace unos días posibilitaron la aprobación de la ley, tres mujeres que han viajado desde la individualidad de sus convicciones personales hacia el servicio público, tres mujeres que han reconocido un error y lo han subsanado.

Muchos pilares de esta pretendida autoridad (la edad es sólo un ejemplo, aunque relevante) son auto referenciales y se protegen a sí mismos a través de leyes, reglamentos de régimen interno, refranero popular, publicidad y mercado, costumbres heredadas y jamás puestas en cuestión. Nuestro propio ejercicio de la autoridad bebe de quiénes somos y eso incluye nuestra educación, con sus aciertos y sus lastres, y nuestros esfuerzos, cuando los hacemos, por reconocer y replantear la base de nuestras convicciones, para reformular lo que consideramos equivocado; el mundo en que vivimos es un marco que hay que tener en cuenta, tanto para desarrollarnos, como para cambiarlo cuando necesita mejoras.

Es más fácil la conspiranoia que la búsqueda de conocimiento; son más fáciles la obediencia y la adhesión que la valoración crítica; es más fácil el castigo que el acompañamiento en la búsqueda de soluciones

En el libro de Springora la autoridad tiene un papel principal; su ausencia también; y la confusión entre autoridad, criterio acertado y apego. También es importante en él y en nuestra historia reciente (Springora tiene apenas cuatro años más que yo)  el marco social de un progresismo que, si en algunos casos fue constructor de libertades necesarias, en otros vio libertad en donde sólo había interés, o enmascaró el interés personal de libertad. Una autoridad construida de forma ambigua entre la excelencia artística y el uso de esa excelencia como coartada para negar los derechos de la infancia y las mujeres, mientras hacía propaganda sobre esos mismos derechos. Un progresismo de huída hacia adelante; muy parecido en mi opinión a la respuesta de miembros (hombres y mujeres) de la cultura francesa recientemente al #metoo, confundiendo protección y derechos de las mujeres con mojigatería, como si la liberación sexual fuera un hecho inmaterial y no estuviera en nuestra cultura en parte deformado por la hipersexualización y cosificación de las mujeres, de nuevo dentro del patrón del patriarcado, y expuesta al abuso. La infancia y la adolescencia necesitan ir ganando en conocimiento, no sólo enciclopédico sino también competencial, y oportunidad para probarse, cierta autonomía real y contextualizada, adecuada a su grado de desarrollo, acompañada y guiada, menos dirigida, no aislante sino protectora. El equilibrio es posible, pero el verdadero ejercicio de la libertad (no el abandono que relata la autora) precisa mucha paciencia, mucha implicación real, mucha escucha activa por parte de los adultos y mucha firmeza amable y amante.

No se trata de que fueran otros tiempos, aunque fueran otros tiempos. Las prácticas lesivas de ahora lo eran también entonces. Y aquí entroncamos con el consentimiento. No se trata sólo de decir , se trata de poder decirlo en pleno uso de facultades físicas, psicológicas, madurativas. El consentimiento necesita de libertad y la libertad necesita de conocimiento y autonomía, y de una red de apoyo, de un entorno de apego saludable. Ni en la infancia ni en la adolescencia se dan plenamente las dos primeras; es desarrollo del cerebro y su entrenamiento, aún en marcha, no lo permiten. Entre iguales ya supone todo un desafío, pero cuando las relaciones son dispares y no hay equidad en ellas, es imposible que el consentimiento sea libre, aunque lo parezca. Otras circunstancias atraviesan entonces este hecho: la clase, la economía, la formación, la edad, la situación laboral, la racialización, la sexualidad, la identidad de género, la condición migrante, etc.; circunstancias que pueden y de hecho en muchos casos facilitan el abuso, y que deben ser tenidas en cuenta a la hora de hablar de consentimiento. Sopesar la vulnerabilidad.

Todos somos vulnerables en algún momento y en esas circunstancias nuestra libertad no lo es del todo. A esto hay que añadir en los dos casos de que hablo hoy (como en otros mencionados más arriba) la vulnerabilidad provocada por el sistema, una palabra -sistema- que abarca las instituciones, oficiales y oficiosas, su autoridad, y una intrincada red de comportamientos y asunciones decantadas por el paso del tiempo que parecen escritas en los huesos que nos sostienen, que son parte del aire que respiramos. En Espuma, la protagonista acaba en un quirófano porque está perdiendo el bebé que ella y su mujer tanto esperaban y el cirujano que la va a operar le recrimina con rudeza un llanto que no sirve de nada. “Qué ignorante”, pensé mientras leía, “qué falta de empatía con la vulnerabilidad de la embarazada; qué abuso de poder y qué falsa autoridad; qué asco esa convicción de poder juzgar los sentimientos de ella, de poder despreciar sus herramientas ante el dolor y el duelo; qué pesadilla la separación entre razón y emoción”.

Es frecuente oír recriminaciones a los niños, especialmente a los varones aún hoy, que lloran. También es frecuente ver plasmado otro patrón dañino, que resulta especialmente explícito en el trato con la infancia porque la infancia es menos capaz y por lo tanto la falta de respeto hacia los menores está más normalizada y tolerada socialmente, en estas fechas pasadas; el del premio y el castigo. Varias veces he tenido que pedir a algunos adultos que dejaran de amenazar preventivamente a mi hijo de seis años con el carbón de unos Reyes Magos cuya fuente de autoridad, al parecer, bebe de la obediencia y el miedo. Si se es obediente (la obediencia no es un ejercicio crítico, no reside en la confianza siquiera) se es recompensado; si se comete un error (hablamos de niños y niñas, de adolescentes), en lugar de analizarlo en esa red de apoyo para aprender a resolver el conflicto de mejor manera, se es castigado. No hablamos de la asunción de una consecuencia lógica, sino de una consecuencia arbitraria. De forma que aprendemos a reaccionar para lograr un fin, una meta, adecuada o no, en lugar de aprender a sopesar, valorar y actuar de acuerdo a lo que las situaciones significan. Y esto tiene tanto que ver con la falta de libertad y con la imposibilidad real del consentimiento.

Cuando tenía catorce años leí por primera vez El cuarteto de Alejandría, de Laurence Durrell. De los cuatro ejes de la novela, uno por volumen homónimo, me entusiasmó Justine; su intensidad, su lirismo, su impulsividad, su tragedia. En sucesivas lecturas a lo largo de los años aprendí a valorar a otros personajes, aprendí a escucharlos, intenté ver la fábula a través de sus ojos. En la última lectura, ya con ventimuchos años, me reconocí a mí misma en la lecturas pasadas y sentí ternura por mi yo de los catorce; en Justine había desmedida, impostura, manipulación y capricho. La mujer libre era Clea, que al principio me había parecido tan anodina.

Esto es fondo y es actualidad. En El País del 10 de enero, se publicaba (firman Eleonora Giovio y Faustino Sáez) que el Consejo Superior de Deportes instaba “a las federaciones a cumplir con las obligaciones de la Ley de 2020” en cuanto a la protección de menores, porque en 2017 advertía dejación de funciones y ocultación de casos de abuso, insultos y trato vejatorio en instituciones deportivas. Hasta 2019 no había ley para esto. Tela.

Sobre el tumultuoso comienzo de este año, me sorprenden no los memes -tan necesarios para la salud mental- sobre ovnis, gozilla y otras apocalipsis, ni la ironía implícita sobre el desbordamiento emocional y racional que parece habernos saturado y, en consecuencia, anestesiado; me sorprende lo poco extendida que parece la reflexión sobre este fenómeno y la poca capacidad que aparentamos en general para reconocer esa plantilla en comportamientos o situaciones ajenas que nos permitimos el lujo de censurar. La viga en el ojo propio. También me asquean los vídeos revanchistas tipo couch motivacional que he recibido por varios medios telemáticos, como si 2020 fuera un sujeto, como si lo que nos ocurre no fuera la consecuencia de nuestras acciones: deterioro de la biodiversidad; contaminación; fomento de la pobreza; desmantelamiento de los servicios públicos; frentismo; creación o asimilación acrítica de la propaganda; descrédito, desgaste y destrucción de las instituciones públicas a través de la mentira y la desinformación. Amenazamos y castigamos al 2020 como si fuera un ente con voluntad porque no nos sentimos recompensados o al menos mantenidos en esa vida plácida o al menos poco accidentada de la que nos sentimos acreedores porque sí. De fondo, todo el tiempo lo mismo: falseamos la realidad, cada uno en su parcela, sin apreciar que nos hacemos trampas al solitario. Es más fácil la conspiranoia que la búsqueda de conocimiento; son más fáciles la obediencia y la adhesión que la valoración crítica; es más fácil el castigo que el acompañamiento en la búsqueda de soluciones.

También hay personas y grupos trabajando contra la barbarie, menos mal; aunque la serenidad y la reflexión en este mundo de pose y sobre exposición parecen demodé.

Me siento cansada por muchos motivos y muchos días no estoy de humor, me invaden la ansiedad, la sensación o la materialización de la renuncia, la tristeza y sin embargo… Soy consciente de que muchas personas nacen en lugares o situaciones, a veces aquí al lado, donde esto que llamamos acontecimientos históricos de forma catastrofista y tan egocéntrica son el telón de fondo y la materia en que crecen y mueren, y me doy cuenta de mis privilegios, aunque me parezcan pequeños, y siento la responsabilidad de elegir la esperanza y la alegría como motor consciente de mis acciones. Y he hecho muchas fotos de la nieve en el pueblo de Madrid donde vivo, a pesar de los destrozos y de que mis riñones urbanitas acusan el uso de la pala y el azadón, sí, porque la belleza tan excepcional merece ser celebrada.

Demodé