viernes. 29.03.2024

El día que Estados Unidos se transformó en Venezuela

La idiotez es una enfermedad extraordinaria; no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás.  De la ilimitada posibilidad que ofrece la idiotez humana, la combinación de ésta con el poder suele ser perjudicial para terceros. Y no existen advertencias que nos alerten de la peligrosidad de acabar maltrechos como resultado del accionar de un imbécil poderoso; un mono con navaja que en un arrebato de franca efervescencia es capaz de rebanarnos sin previo aviso.

La toma del Capitolio ocurrida el pasado 6 de enero es, casi sin lugar a dudas, una de las estampas que la retina colectiva guardará entre lo más destacado de su colección de imágenes.  La arenga del idiota más poderoso del mundo había calado profundo entre sus más férreos idólatras. A tal extremo que los medios de comunicación de la derecha conservadora no supieron cómo explicar que aquellas imágenes que el mundo contemplaba boquiabierto no provenían de Venezuela, Cuba ni Irak, sino del país que observa de reojo a las democracias de su patio trasero, y las juzga con todo su rigor.

Cada elección tiene su consecuencia. Aunque en la mente más retorcida del votante estadounidense no quepa semejante atentado contra la inteligencia. Donald Trump, en lo que hasta ahora ha sido el mayor perjuicio provocado en el transcurso de su administración, ha conseguido el triste y célebre logro de transformar a la democracia más antigua del continente americano en una que se asemeja más a la que caracteriza a los países bananeros, esos a los que Estados Unidos suele bombardear con el fin de llevar paz y un nuevo modelo económico que se ajuste a sus intereses.

Los asuntos internacionales los abordó Trump desde una lógica de confrontación, en las antípodas de los objetivos en política internacional propuestos por su antecesor

El desquicio del presidente saliente de la decadente democracia estadounidense ha llegado a extremos impensados. Tras no reconocer su derrota –razón por la cual Estados Unidos hubiera tachado de golpista a quien se atreviera a una actitud semejante en cualquiera de los países de su patio trasero- el mayor imbécil con poder que ha presidido América se ha embarcado en una carrera en la que pretende apuntalar su imbecilidad. Antes del  violento asalto al Capitolio había declarado a Cuba como “Estado patrocinador del terrorismo”, devolviéndolo a una lista de la que había salido en 2015 gracias a Obama. ¿Por qué? Porque en su trasnochado cálculo de atracción de votos ha supuesto que de esta manera lograría conquistar a los anticastristas de Florida.

Los asuntos internacionales los abordó Trump desde una lógica de confrontación, en las antípodas de los objetivos en política internacional propuestos por su antecesor. “No ha tirado una sola bomba”, dicen en las tertulias radiales sus acérrimos defensores, ignorando los muertos del muro, los niños enjaulados, y la arenga persistente y racista en pos de que su tropa blanca estuviera alerta. Su máxima ambición ahora es complicarle la tarea a Joe Biden, quien –salvo que los guerreros de Trump vuelvan a atentar contra la democracia- asumirá el próximo 20 de enero.

El día que Estados Unidos se transformó en Venezuela