jueves. 25.04.2024

El sacrificio del “yo” en los nuevos modelos familiares

monoparentales

Parece que en este mundo injusto y doloroso es más importante los lazos de sangre que algo, al parecer tan vacío, como la palabra amor

Por Ignacio Apestegui | Empiezo este artículo con unas disculpas, pues más que una opinión objetiva, va a ser una expresión subjetiva de una vida vivida en lo que muchos llaman, familia desestructurada.

La redacción no lleva un orden cronológico, si no más bien, uno emocional. Más o menos mi comprensión de la complejidad de la FAMILIA (desde la parte putativa y del dolor que acarrea) parte de hace unos trece años largos. La matrona que ayudaba en el parto, la madre de mi hija y yo dimos la bienvenida al mundo al ser más maravilloso que conozco, (por discreción de los implicados solo conoceréis mi identidad).

Fui el primero en tenerla en brazos, pues les ayudé sosteniéndola mientras realizaban la episiotomía y cortaban el cordón umbilical. Ya en ese ese momento supe que estaba enamorado, supe que mi hija sería la única cosa buena que haría en mi vida, que ella sería lo único que me haría sentir siempre orgulloso, que toda mi vida era un cántaro vacío que solo se llenaría con sus risas.

Pero la realidad tiende a recordarte tus errores, a ponerte la zancadilla cuando te despistas y la matrona me la arrebató (con cariño he de reconocer) y se la entregó a su madre, pues yo, aunque la acompañe en el embarazo, estuve en el parto y cuide a las dos durante un tiempo más tarde no había yacido con la madre, como exige la Santa Madre Iglesia y una cantidad exacerbada de no creyentes, y todos aquellos que denigran todo amor no proveniente de la sangre.

No lloré, no ahí, la madre y la hija solo merecían felicidad, así que callé y me tragué el dolor. Este es solo un caso, una de las veces que me bebí las lágrimas. Cientos de veces me han negado el amor que siento, lo han denigrado con expresiones como “pero no es tu hija” o “tú no puedes entenderlo, no es lo mismo si no es tuya de verdad”.

Hace unos pocos días, uno de esos amigos, que se suponen de los mejores, repitió una de esas frases después de confesar que él había dudado durante mucho tiempo de su amor paternofilial. ¡Que curioso! Yo jamás he dudado del amor por mi hija. Jamás, por más que los demás lo pisaran, he dudado.

Y ahora reflexiono.

En este mundo de familias monoparentales, de bebés con dos mamás o dos papás. De niños sin progenitores cuyo único referente es un amigo mayor o con suerte Paco, ese señor indigente que le trae comida porque él, el niño, no puede conseguirla. Parece que en este mundo injusto y doloroso es más importante los lazos de sangre que algo, al parecer tan vacío, como la palabra amor.

“A dios pongo por testigo…” como dirían en alguna película, que tantos papás y mamás, amigos, tíos o personas cercanas a muchos críos pasarían (y pasan) hambre voluntariamente por oír una sola vez “Te quiero papá.” “Te quiero Mamá.” “Te quiero…” sin más.

Vivimos en una sociedad de familias desestructuradas, o eso dicen. Pero yo afirmo que es mentira. Vivimos en una sociedad de familias y aquellos ciegos por la religión, la costumbre o las películas de Hollywood deberían darse cuenta cuan equivocados están.

Cuando mi hija lloraba con apenas dos años yo la abrazaba, la cogía en brazos y tarareando (fatal pues no tengo nada de oído musical) alguna canción clásica bailaba un vals girando y girando por el salón de mi casa hasta que ella, tras reír y reír caía rendida en un plácido sueño.

De mi padre, ahora un buen hombre, no tengo recuerdos buenos, no porque fuera niño y lo haya olvidado, porque no los tengo. Poseo la maldición de recordar con claridad mi infancia antes incluso de poder hablar. El primer paseo en carrito por la playa de La Concha en San Sebastián, la primera vez que escuché el eco bajando bajo un puente de piedra en Zarauz. Comer quisquillas en un cucurucho de papel con mi madre, en las escaleras de piedra del muelle pesquero, compradas de una pescadería del final de La Concha (otra vez en Donostia). Recuerdo con amor a mi abuela Luisa cantando y también a mi madre llorando por otros motivos. También a mi padre pegando a mis hermanas. Ahora es un buen hombre y ha luchado para pedir perdón por todos sus errores. Pero nunca he olvidado nada de aquello.

Pero mi hija, que todo el mundo tiene a bien recordarme que no lo es, solo recordará mis bailes y mis cosquillas, las comidas con amor que le hacía, los cantos cuando aún estaba en la barriga de su madre, y ahora, ya mayor nuestras conversaciones sobre filosofía, arte y (por desgracia para mi que sigue siendo una niñita) chicos.

Yo no soy especial, como yo tengo muchas amigas (sobre todo) de familias homoparentales. Tan buenas o mejores que las familias tradicionales. Los hijos e hijas de familias “desestructuradas” son completos, cariñosos, divertidos e inteligentes. Llenos de vida y sin traumas.

Porque los traumas, los prejuicios son de los adultos. Somos nosotros los que destrozamos su infancia. Somos nosotros los que juzgamos. Ellos son puros, divertidos y llenos de la gracia de Dios, Alá, Buda, o quien quiera en el que creas o dejes de creer.

Por todo ello, nuestro trabajo como mentores, profesores o progenitores es transmitir amor, valores y esperanza. Luchar por una sociedad mejor, por una familia mejor (cualquiera que sea). Y la única manera de hacerlo es respetar todas las maneras de amar y transmitir los valores que poseemos en Europa. Sí, en Europa, porque por desgracia para la humanidad, este viejo y rancio continente puede que acabe siendo el último foco de libertad, democracia, respeto, educación, cultura y diversidad…

Y si logramos juntos eso, puede que tal vez así algún día, me llamen papá.

El sacrificio del “yo” en los nuevos modelos familiares