viernes. 29.03.2024

Por un proceso constituyente

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En el capítulo más reciente y más reconocido de nuestra historia, la Transición, se desaprovechó la oportunidad de retribuir al pueblo español

Por Gerardo García | Si ha habido un tema que ha captado indudablemente la atención de los medios de comunicación desde hace más de dos años, ése ha sido el conflicto soberanista catalán. En efecto, ningún otro asunto, ni el desempleo que aún sigue siendo extraordinariamente elevado, ni la insoportable tasa de pobreza, ni tan siquiera los numerosos casos de corrupción que asolan nuestro país, ha generado tanta atención y agitación.

El asunto es lo suficientemente complejo como para no abordarlo con ligereza. Sin embargo, resulta claro que el proceso soberanista catalán, además de fracturar a la sociedad catalana, ha puesto de manifiesto la debilidad del sistema político en el que vivimos, y ello se evidencia en que actualmente está sobre la mesa la posibilidad de una reforma constitucional, asunto que ha venido siendo evitado por el legislador. La debilidad a la que hago referencia no es producto de casualidades ni arbitrariedades, sino que deriva de carencias, producto a su vez del devenir histórico, y de, entre otras cosas, una forma de entender la política que, de forma reiterada, ha negado un proceso que implique la consideración de ciudadanos a aquéllos que tienen como condición ser españoles.

Desde que España tiene memoria, y con escasísimas excepciones, sólo ha conocido regímenes autoritarios, carentes de toda clase de libertades. Ni tuvimos una revolución como la francesa, ni un proceso independentista como el americano, que desembocó en la consecución de su ya bicentenaria Constitución. En cambio, sí contamos con el episodio constituyente que cristalizó en la Constitución de Cádiz, para ser malograda por el infame Fernando VII. Era un episodio de los muchos que podríamos mencionar en los que España perdió la oportunidad de tomar la carrera de la modernidad. En estas circunstancias, es difícil que alguien sienta como suyo un país en el que de forma repetida le ha tratado en calidad de súbdito.

En el capítulo más reciente y más reconocido de nuestra historia, la Transición, se desaprovechó la oportunidad de retribuir al pueblo español. La falta de una asamblea con mandato constituyente (sí legislativo), la privación de poder de decisión a los españoles (limitado a decir sí o no a una Constitución que era agua de Mayo tras cuarenta años de dura sequía) y la imposición de cuestiones tales como la monarquía (el Partido Comunista únicamente fue legalizado cuando aceptó esta premisa, y la figura central de la época, Adolfo Suárez, admitió que no sometieron la cuestión a referéndum porque las encuestas no eran favorables), suponían un déficit democrático en un proceso político que vendría a conformar el régimen en el que viviríamos las próximas décadas.

El sistema político que nació de ese proceso, si bien suponía un reconocible avance, adolecía de defectos.

El primero, y más evidente, era la falta de separación de poderes, que tantas veces se ha criticado (y recientemente con oportunidad de la encarcelación de los dirigentes catalanes).

En segundo lugar, la escasísima participación política que se concedía a la sociedad civil, que venía a ser casi monopolizada por los partidos políticos, y traducida principalmente en una reducida iniciativa legislativa popular. En este sentido, no se conformó un régimen que satisficiera enteramente al pueblo español, sino que vino además a blindar determinadas cuestiones que sólo podían beneficiar a las oligarquías, y que explicarían buena parte de los casos de corrupción que padecemos. Y, aún, quienes a este respecto son críticos (no con España, en todo caso de una forma de entenderla) son tildados de antipatriotas.

Así las cosas, los defectos que nacieron en el año 1978 han generado fisuras que no debemos obviar.

En primer lugar, existe en la actualidad una desafección nacional, limitativa a todos los efectos, pues poco se puede esperar de un país cuyo pueblo apenas siente como suyo. Tal es así que podemos observar cómo el uso de la bandera se limita casi exclusivamente a deportivos (algo muy criticado, por cierto, por aquéllos que se consideran patriotas y no se han parado a pensar ni un sólo minuto a qué es debido).

En segundo lugar, existe una falta de autoridad gubernativa evidente, que debilita la acción de todo Gobierno. Así, un atentado contra la integridad territorial del país, impensable en países como Alemania o Francia, se ha tratado de resolver con una tímida y tardía aplicación del procedimiento señalado en el artículo 155 de la Constitución.

Es por todo ello que algunos consideramos que no basta con una mera reforma constitucional que vuelva a obviar la voluntad popular, más allá de someter a referéndum aquello que se ha hecho sin previsión alguna. Es preferible involucrar al conjunto de la sociedad, llamándola a unas elecciones con un mandato constituyente, pues sólo de esta forma puede nacer un régimen del que todos se sientan parte.

Por un proceso constituyente