jueves. 28.03.2024

Como caer del pedestal: Saint-Exupéry y otros...

Por Conchi González | Se necesitan cientos, miles de palabras para colocar a un escritor en un pedestal y, sin embargo, sólo una o muy pocas palabras para arrojarle de ahí, quizás también porque no deberíamos idolatrar a nadie pues, al fin y al cabo, todos tenemos nuestras pequeñas y grandes miserias cotidianas que nos hacen humanos, unos más que otros.

maly-princYo vivía tan feliz en mi ignorancia leyendo El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, viendo en él algo más que un libro infantil como dicen algunos, extrayendo de él reflexiones profundas más allá de las típicas frases que han acabado convertidas en postales virales por las redes sociales, con esas idílicas ilustraciones del niño rubio y el zorro a su lado. De hecho, cada vez que yo viajaba, buscaba ese libro en la lengua del país que visitaba o, como prefería pensar, me dejaba caer por las librerías y él me acababa encontrando a mí, como aquel Principito (en checo “Malý Princ”) que me encontró en una pequeña librería de Mala Strana, con él aprendí checo en Praga. Y siempre recordaré aquel “Lu Principinu” (El Principito en salentino, que es un dialecto de la Puglia, en el Sur de Italia) que dejé escapar en Lecce y, cuando volví el verano siguiente, habían dejado de editarlo porque ya quedan pocos frikis de la filología como esta que escribe.

Ahora lo que mola es ir a Oporto y pagar por entrar a la librería Lello, cuyas escaleras dicen que inspiraron a J.K. Rowling para ambientar la Librería Callejón Diagon de Harry Potter, o perderte por algún lugar de esos donde hayan rodado Juego de Tronos. Son nuevos pedestales. Y eso que dicen algunos que J.K. Rowling nunca estuvo en esa librería cuando vivía en Oporto pero la leyenda urbana atrajo a tantos fans de la saga de Harry Potter que la librería empezó a cobrarles por entrar a curiosear, descontándoles luego el precio de la entrada si compraban algún libro. Fue así como una librería centenaria en peligro de cierre por la crisis económica ha vuelto a una segunda juventud, eso sí que es hacer magia sin varita sino a golpe de selfi en la mítica escalera de Lello. Ese es el súperpoder de los frikis levantadores de pedestales, infravalorado a veces. A mí en cambio me dio por buscar ediciones raras como el que sale a cazar Pokemon y por querer saber quién estaba detrás de esa mano que había escrito algo tan hermoso como lo esencial es invisible a los ojos.  

Yo ya conocía la infancia en apariencia feliz de Saint-Exupéry, en un ambiente burgués venido a menos, con la temprana muerte de su padre y la sobreprotección de su madre intentando compensar lo incompensable, eso le acabó pasando factura. Conocía también que no acabó la carrera de arquitecto porque no se le daba bien el dibujo y, curiosamente, a Saint-Exupéry se le conoce por el famoso dibujo del sombrero que en realidad es una boa haciendo la digestión del elefante que se había comido para merendar (si sigues viendo un sombrero en vez de la boa, es señal inequívoca de que tienes que leer El Principito, con urgencia).

consuelo Saint-ExupéryConsuelo Saint-Exupéry.

A la que no conocía yo era a Consuelo Suncín, esposa de Saint-Exupéry, una mujer fascinante, escritora, independiente, adelantada a su tiempo, incluso con la manía actual de juzgar el pasado con nuestros ojos modernos, incluso mirándola así, hoy sería poco convencional. Su relación con Saint-Exupéry tampoco lo fue, con múltiples separaciones, infidelidades y reencuentros, tras los cuales él intentó silenciar el recuerdo de ella. Saint-Exupéry empezó a escribir El Principito en su época de Nueva York y hasta ahí hizo viajar a Consuelo, aunque entonces ya estaban separados. La instaló en un apartamento vecino al suyo y ella fue su inspiración. Consuelo es la rosa del Principito.

Cuanto más lees sobre esta mujer y la mezquindad con que la trataba Saint-Exupéry, más se va cayendo este hombre del pedestal en el que no debería haberle colocado por lo que dije antes, nadie debería estar ahí. Como me sucede con Charles Dickens, cuando supe que intentó encerrar a su esposa en un manicomio, a pesar de la aparente cordura de ella, sólo porque le estorbaba pues el señor Dickens tenía un nuevo amor y pensar que el mismo honesto señor Dickens llamaba a la conciencia en el Cuento de Navidad.

Entonces te preguntas cómo puedes volver a mirar de forma objetiva a quienes se te van cayendo del pedestal, cómo separar la obra de un artista de su vida privada, si en esa obra ha dejado una parte de esa vida, de su alma. Como diría El Principito, cómo volver a mirar con el corazón a alguien que escribe con una sensibilidad extrema, de la que ves que carecía en su vida cotidiana. Quizás sea también que en la literatura no sólo los personajes tienen la vida que decide el escritor sino que también él mismo puede decidir su propia vida, aunque no nos guste el final de esa obra personal a todos.

De estos mismos pedestales recientemente se han caído también actores como Kevin Spacey y directores como Roman Polanski o Woody Allen, a raíz del fenómeno #MeToo, que nos plantea el mismo dilema que hace años nos pasó con el director Elia Kazan. En mi caso, no puedo ser objetiva con él, es nombrar a Elia Kazan y me salta un mal gesto a la cara como un resorte, por su colaboración en la caza de brujas del senador norteamericano McCarthy en los años 50, en la que Kazan delató a otros compañeros de Hollywood por supuestas prácticas comunistas, sin medir las consecuencias de ello, todas las carreras de compañeros que truncó por salvarse a sí mismo. Hay quien dice que Kazan en La ley del Silencio, con su justificación del que delata a otro que comete una injusticia, estaba intentando justificarse a sí mismo para lavar su conciencia y su imagen pública, si bien no deja de ser un gran clásico del cine.

Me gustaría ser como un amigo con el que he debatido sobre esto, él es capaz de separar como un cirujano con la precisión de su bisturí, a un lado la obra del artista y al otro lado su vida privada, sin que una contamine su visión de la otra, a mí sinceramente me cuesta más hacerlo. Cuando en 1999 entregaron el Oscar honorífico a Elia Kazan, mi amigo dice que él hubiera hecho como Warren Beaty y Meryl Streep, que se pusieron de pie y ovacionaron efusivamente a Kazan por su calidad técnica, mientras que otros como Nick Nolte y Ed Harris guardaron silencio en señal de protesta. Yo tal vez hubiera hecho como ellos, o más bien como Steven Spielberg, el cual le aplaudió (sin efusión) por su calidad técnica pero sin levantarse del asiento porque eso sólo se hace ante los grandes y, para ello, no basta con tener un Oscar, hay que tener integridad. Esa es la verdadera base del pedestal.

Como caer del pedestal: Saint-Exupéry y otros...