sábado. 20.04.2024

Panorama después de la batalla

Por Mario Regidor | Este martes 3 de noviembre, Estados Unidos no vota, únicamente, por el presidente de su país, vota por un modelo de nación, un modelo de economía, un modelo de entender las relaciones internacionales, en suma, un modelo que se juega el liderazgo a nivel internacional, en colaboración con otras potencias y organizaciones supranacionales o, en su defecto, un modelo donde el aislacionismo y el unilateralismo en la adopción de decisiones que influyen no sólo en el interior, sino en el exterior. Estos son, en esencia, los modelos que encarnan el demócrata Joe Biden y el republicano Donald Trump.

A nivel interno, independientemente del ganador, la división y polarización interna no se diluirá. Si gana Trump, por razones obvias, y si gana Biden, porque, por edad y yo creo que por convencimiento también, su presidencia será de transición ya albergo serias dudas de que opte a un segundo mandato, con lo que la previsible “heredera” será su candidata a Vicepresidenta, Kamala Harris, que a su condición de mujer, une su condición de afroamericana, que ha hecho carrera política en uno de los estados más progresistas de Estados Unidos, y séptima economía del mundo, si fuera un país independiente, California, con lo que la polarización aumentaría, con unas eventuales primarias complicadas en ambos partidos.

Huelga decir, no obstante, que nos centramos en lo más relevante y mediático: la elección del presidente del país más importante a nivel geopolítico (todavía…), pero no es menos cierto que, a nivel legislativo, se renueva un tercio de los senadores, donde el Partido Republicano ostenta una exigua mayoría, y la cámara de representantes en su totalidad, donde el Partido Demócrata ostenta una clara mayoría conseguida en las elecciones de mitad de mandato en 2018 y que no se verá amenazada en estas elecciones. Todo ello, amén de elecciones en varias gobernaciones de diferentes estados que finalizan su mandato de 4 años.

Como pueden apreciar, se dirimen muchas cuestiones en estas elecciones cuyas consecuencias no se verán hasta después de meses o años.

Lamentablemente, gane o pierda Trump, éste ya ha dejado un legado en estos 4 años, realmente dantesco, pero coincidente con su ideología política. En materia de política internacional, su acercamiento a Rusia, cuando ya hay pruebas fehacientes de su participación para adulterar el proceso electoral anterior en el que Trump ganó sin contar con la mayoría del voto popular, sino por las alteraciones derivadas de un voto mayoritario por estado y por las “fakenews” a favor del vigente presidente y en contra de Hillary Clinton que, sin duda, ayudó al magnate a conseguir, por estrecho margen, la victoria, así como sus relaciones con otros líderes políticos de dudoso pedigrí democrático, como Duterte en Filipinas, Kim Jong Un en Corea del Norte, etc, que han permitido uno de sus grandes objetivos: el triunfo del aislacionismo y la unilateralidad en la acción política internacional y, por ende, la reducción de la influencia de las organizaciones supranacionales en la gestión de desafíos conjuntos, como ha pasado, por ejemplo, con la salida de la OMS por parte de Estados Unidos en el momento de mayor auge de la pandemia.

A nivel nacional, Estados Unidos afronta la reactivación de una herida sangrante que anida en el corazón del propio país y, podríamos decir, en el ánimo de muchas minorías, como la afroamericana o la latina. Me refiero al racismo, que ahora está en boga con movimientos como el “Black LivesMatter” y que Trump ha tratado como si fuera un problema de orden público y seguridad cuando es evidente el racismo estructural que existe en la nación desde generaciones, en especial en el sur de Estados Unidos y que condena a muchos ciudadanos a carecer de derechos en su singladura vital.

La polarización ideológica ha sido llevada a sus últimas consecuencias con un personaje divisivo que, con su apoyo a los supremacistas blancos, y a una política relacionada con su promoción de la restricción del derecho al aborto (en este sentido, el reciente nombramiento de la juez Amy Coney Barret para el Tribunal Supremo, se convierte en la piedra de toque magistral, para volver sobre los pasos de la sentencia del año 1973 Roe contra Wade que legalizaba el derecho de aborto en Estados Unidos), en donde el grupo evangélico encarnado por su vicepresidente Mike Pence ha supuesto el contrapunto ideal a una persona misógina, escasamente apegado a la religión y con un comportamiento personal moralmente muy discutible.

Los tiempos que se avecinan una vez celebradas elecciones y confirmado quién dirigirá los destinos de Estados Unidos, (no esperen saberlo el mismo día de las elecciones…), van a modelar la política a todos los niveles tal y como la conocemos. Los cimientos del multilateralismo que arrasó Trump en 4 años no los recompondrá Biden si gana el 3 de noviembre. No olvidemos el viejo aforismo que reza que “destruir es mucho más fácil que construir” y, sobre todo, se tarda mucho menos tiempo en hacerlo.

Esta “batalla” que ha durado 4 años nos deja un panorama desalentador, que ha dejado perpleja a gran parte de la dirigencia política internacional. Personalmente, a mí lo que más me preocupa no es la pérdida de liderazgo y, sobre todo, de ascendencia política por parte de Estados Unidos a lo largo de este mandato, sino el intento de demoler los principios de un multilateralismo que se convierte en la única salida cuando afrontamos desafíos geopolíticos de alcance internacional, como el que venimos sufriendo desde principios de año con la pandemia de Covid-19. Y todo ello, derivado de las ínfulas y deseos de grandeza de una persona que absorbió el Partido Republicano y ganó sus primarias ante casi una veintena de candidatos con más experiencia política y cualificación que él y que sólo les superó por su excepcional dominio de los medios de comunicación y su capacidad de conseguir publicidad gratuita. No olvidemos que el motivo principal de su presentación como candidato republicano tuvo mucho que ver con la mofa de que hizo gala Barack Obama sobre Donald Trump en la cena de corresponsales de 2011 a raíz de las dudas que había levantado el millonario acerca del lugar de nacimiento del presidente. Y pensar que, en el fondo, Trump no quería ser presidente, sino conseguir repercusión mediática para sus negocios y programas de televisión…

Es curioso, pero apenas estamos hablando de Biden. A buen seguro que había mejores candidatos que él, el más progresista, aunque igualmente veterano Bernie Sanders, la experimentada senadora Elizabeth Warren y el joven y representante del poder local, en su condición de alcalde de South Bend (Indiana), Pete Buttigieg que podrían haber enardecido aún más a las bases, pero también la hubieran polarizado en grado sumo. Quizás, la mejor cualidad de Biden es la moderación en un ambiente en el que cualquier intento de que las aguas vuelvan a su cauce siempre será bien recibido por los analistas políticos y la ciudadanía.

En suma, los comicios de este martes podrían significar el fin del “trumpismo” como doctrina política que preconiza la fragmentación del adversario político y la división en aras de conseguir negociaciones más ventajosas de todas aquellas organizaciones que agrupan a una serie de países en pos de unos intereses comunes.

No nos engañemos, aunque Trump pierda las elecciones, y acepte la derrota, que son dos cosas distintas, su ideología ha calado en ciertos sectores de la política mundial. Sin ir más lejos, en Europa, Orban en Hungría, Salvini en Italia, Abascal en España son los fieles adláteres de una forma de entender la política que traspasa fronteras y que, lamentablemente, ha venido para quedarse. De nosotros depende ponerle coto y tratar de reintegrar a los depositantes de la confianza del pueblo en la democracia clásica, pero mejorada, de la que todos formamos parte.

Panorama después de la batalla