La importancia de ir hacia un federalismo europeo

Por Mario Regidor | Vivimos tiempos muy convulsos. No sé si era Lenin el que decía que hay décadas en las que no sucede nada y semanas en las que pasan décadas. Quizás, en el momento actual, la segunda parte de la frase parece ser la más adecuada. Sucesos como el Brexit, la llegada de Trump al poder en Estados Unidos, la vuelta de un populismo que, antes de la última crisis económica, considerábamos prácticamente extinguido, el endurecimiento de las relaciones con otros países como Rusia y la llegada de la guerra a nuestras fronteras, caso aparte de lo sucedido en la antigua Yugoslavia hace casi 3 décadas, entre otros factores, conforman un paisaje que parece asemejarse al llamado período de entreguerras del siglo pasado que ya sabemos como finalizó.

A todo lo anterior se une el aumento de la frecuencia de atentados terroristas de inspiración yihadista por parte del ISIS que parecen ir perdiendo territorio en Irak y Siria pero ganando presencia mediática, a la par que sembrando inseguridad entre los ciudadanos europeos.

No cabe duda de que el auge de los populismos de la más variada índole ideológica se ha alimentado tanto de una crisis económica que, en Europa, se ha cebado con la clase media y media baja y, muy especialmente, con los países del sur europeo llegando a hacer desaparecer a más de la mitad de la antigua clase media. El otro factor fundamental que ha devenido en el auge de los populismos ha sido, sin duda, el anteriormente explicado del terrorismo yihadista de tal manera que, si bien la crisis económica ha fortalecido a partidos populistas de izquierda, el terrorismo internacional, lo ha hecho con los de derecha.

La tensión geopolítica allende nuestras fronteras no ha ayudado. A la situación con Rusia, en estado latente de Guerra Fría, desde hace años, (recordemos la anexión de la península de Crimea y episodios donde los derechos humanos brillan por su ausencia como el asesinato de Aleksandr Litvinenko por polonio, entre otros episodios recientes), se une la crisis de refugiados y a la que la Unión Europea no ha dado una respuesta unitaria y contundente a una situación que, en parte, hemos provocado nosotros.

A la luz de todos estos acontecimientos, en su mayoría luctuosos, pudiera parecer que la Unión Europea está tocada de muerte como organización y como idea que alumbró a finales de la Segunda Guerra Mundial pero, en mi opinión, nada más lejos de la realidad.

Si echamos la vista atrás y vemos lo conseguido a lo largo de casi 80 años, creo que el balance es netamente positivo. Además, del período de paz prolongado roto por la Guerra en la antigua Yugoslavia pero sostenido en el tiempo, no debemos olvidar el hecho de que, en su momento, una unión de países que era económica en esencia ha conseguido abrirse camino para profundizar en una Europa de carácter más político e, incluso, más social de lo que se esperaba en un primer momento.

Pero no nos engañemos, queda mucho camino por hacer, muchos obstáculos por superar y muchas necesidades ciudadanas que satisfacer. ¿La solución para esto? Muy fácil. Más y mejor Europa, una Europa federal donde los estados tengan sus áreas nacionales de ejecución de políticas y de fijación de objetivos pero, debidamente armonizadas y coordinadas con las del resto de países.

Compartimos una organización que es más que una mera institución de prestación de bienes y servicios a una colectividad de más de 400 millones de personas y 28 países. Estamos hablando de un sentimiento, de un ideal al que han aspirado estadistas de la más variada índole y con fórmulas muy diversas, todas infructuosas hasta la fundación de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), embrión de nuestra Unión Europea actual.

No podemos dejar que este legado caiga en el olvido, ni que la Unión Europea deje de ejercer de contrapeso a las aspiraciones de otras potencias, unas en un cierto auge, como por ejemplo, China y otras en un declive lento pero inexorable como los actuales Estados Unidos de Donald Trump. Es necesario tomar la delantera y, por primera vez en mucho tiempo, liderar. La sociedad y la ciudadanía lo están demandando como una vía de ir dejando atrás los populismos que  parecen haber tomado la delantera pero, sobre todo, porque con la retirada del Acuerdo por el Cambio Climático por parte de los Estados Unidos, a la Unión Europea no le queda más remedio que dejar de estar agazapada y liderar de forma coordinada acciones y políticas a nivel nacional y supranacional que nos permitan albergar la esperanza de un futuro mejor.

A nadie se le esconde qué consecuencias futuras tendrá esta hoja de ruta a medio y largo plazo: cesión de soberanía nacional a favor de una organización supranacional como es la Unión Europea y las resistencias que eso va a suponer en numerosos países miembros e, incluso, aspirantes pero no podemos rendirnos, no podemos dejar que otras naciones con mejores rendimientos económicos pero, en la actualidad, más aislacionistas y menos motivadas por realizar políticas que superen sus fronteras y reviertan en bienestar para el resto de los pueblos del mundo nos tomen la delantera.

Somos la cuna de la civilización moderna con Grecia y Roma como baluartes imprescindibles y es vital que ese liderazgo perdido antaño vuelva a ser recuperado por la Unión Europea. Evidentemente, necesitaremos sacrificios pero, sobre todo, necesitaremos evitar egoísmos, alejar ombliguismos que no conducen a nada más que a debilitarnos como organización y, en suma, necesitaremos muchas dosis de generosidad. La cuestión es: ¿Seremos capaces de anteponer intereses generales a los particulares y privativos de cada uno de los países o gobiernos? Quiero pensar que sí. Créanme, nos va nuestro futuro en ello.