sábado. 20.04.2024

Derecho a morir

Por Gerardo Macías | El pasado 2 de abril un hombre se sentaba en el sillón de su casa, frente a una cámara de vídeo. Tal cosa no hubiese tenido mayor trascendencia de no ser porque ese iba a ser su último acto antes de ingerir un combinado mortal de fármacos, y porque su alegato ha levantado las vergüenzas de una sociedad carente de empatía. Su nombre, por cierto, era José Antonio Arrabal.

No es este el primer caso de una persona que decide poner fin a su vida debido al sufrimiento de problemas de salud graves e incurables, pero sí uno de los que ha provocado mayor repercusión social, al menos, desde que Ramón Sampedro, afectado por tetraplejia, hiciese lo mismo. 

La muerte de Ramón pudo ser una oportunidad para que situaciones similares no se volviesen a producir, pero la falta de iniciativa, pese a que el 58% de la población se mostraba favorable a la eutanasia, según una encuesta del CIS de 2009, impidió lograr una solución política, relegando a los enfermos que desean poner fin a su vida a la clandestinidad.

Tanto en el caso de Ramón, como en el de José, las personas que les asistieron tuvieron necesariamente que ingeniárselas para no verse comprometidos.

Efectivamente, nuestro Código Penal, en su artículo 143.4, establece que "El que causare o cooperare (...) a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar..." señalando una pena de hasta casi seis años de prisión. Así, el citado artículo se convierte en una de las normas más vergonzosas de nuestro ordenamiento jurídico.

El Derecho a la Vida, reconocido en nuestra Constitución en su artículo 15, y en 3 de la La Declaración Universal de Derechos Humanos, no puede interpretarse como una obligación de vivir, sino como, efectivamente, un derecho que se puede y debe reclamar y disponer de él cuando la vida está abocada a un destino fatal. 

Ante esta situación me pregunto, ¿cómo es posible que nadie haya hecho nada, en casi veinte años desde la muerte de Ramón Sampedro, para remediar esto? ¿a quién beneficia una interpretación que sólo provoca agravar el sufrimiento de los enfermos que no desean seguir viviendo? ¿Es consecuencia acaso de la concepción sagrada de la vida que forma parte de la doctrina católica? O tal vez sea simple cobardía política para afrontar temas espinosos.

Pero otro camino es posible. En países como Bélgica, Suiza y Holanda han decidido no dar la espalda a los enfermos, como si los problemas se solucionasen con su simple inobservancia, forzándoles de esta manera a emplear medidas desesperadas. 

Por ello, porque es posible, porque es necesario, y sobre todo, porque es justo, avancemos hacia una sociedad que permita obtener una muerte asistida a todos aquéllos a los que no desean seguir padeciendo, facilitándoles un final digno junto a sus seres queridos.

Derecho a morir