jueves. 28.03.2024

¿Que, usted, me representa? ¡No me haga reír!

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La parte contratante. Fotograma de "Una noche en la ópera" de los Hermanos Marx.

La palabra representación se usa mucho, pero ignoro si su significado es el mismo cuando se utiliza por distintas personas y en diferentes contextos. Por los datos que manejo, la conclusión provisional sería que no. Veamos.

En la Constitución española se establece que el Rey asume la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales (art. 56); la sucesión en el trono español seguirá́ el orden regular de primogenitura y representación (art. 57); las Cortes Generales representan al pueblo español (art. 66); un diputado es un representante de su circunscripción electoral (art. 68) y el senado es la cámara de representación territorial (art. 69).

Si, ahora, nos introducimos en las páginas de los periódicos, el galimatías semántico es mayor. El uso inmoderado de la palabra se hace obsceno: “1) los sindicatos ostentan la legitimación para representar a los trabajadores; 2) una persona de 30 años que vive con sus padres es representativo de los jóvenes españoles actuales; 3) el representante del jugador no tenía ni idea de las pretensiones del club 4) el Tribunal Constitucional o cualquiera de las Reales Academias existentes, donde no hay mujeres, es criticable por no ser representativa de la sociedad; 5) para el poder, sea el que sea, cualquier institución como órgano representativo es preferible a otro que no lo sea 6) la bandera representa al país".

¿Por qué los políticos no intentan que la primera parte de la segunda parte del representante sea la segunda parte de la primera parte del representando? Seguro que lo consiguen, y sería lo mismo: una farsa

Si lo llevamos a otro terreno menos abstracto, el panorama se convierte en histriónico, empezando por decir, por ejemplo, que la paella es un plato representativo de España y que el flamenco, la jota, los tambores, el lacón con grelos, los espárragos, los sanfermines, la virgen del Pilar… son el id de la identidad de individuos y colectivos. Ya no digamos esa gamberrada metafísica de los papas y de los obispos que dicen ser “representantes” de Dios en la tierra.

El significado y sentido de dicho concepto, ¿es el mismo en cada una de esas frases anteriores? Es obvio que no. La representación del Estado por parte del Rey no tiene el mismo alcance semántico, ni el mismo fundamento jurídico, que el del político elegido en unas elecciones. La elección de un político pertenece al Estado de Derecho, pero no la del rey. Para muchas personas que se consideran republicanas, y no solo, la Constitución dirá lo que quiera, pero el Rey y su monarquía metida de matute en el paquete constitucional, no les impresiona lo más mínimo. Y ¿representar? No me hagan reír. ¿Una monarquía heredera de los principios que inspiraron el “Glorioso Movimiento Nacional” golpista representante de la ciudadanía? Ni de coña.

Los políticos, sean cuales sean sus afinidades, a quienes representan son a sus votantes (¿?) y esto, más que carambola de intereses, es un milagro, cuando tal conductismo sucede. A duras penas, los intereses de un partido político coinciden con los de la ciudadanía. Pensar que los políticos representan los intereses del ciudadano es condescendencia que solo una fe ingenua se permite y una democracia formalista impone por medio de la fuerza del derecho y el derecho a la fuerza, que le confiere un Estado hobessiano.

El articulo 401 del Código Penal, cuando habla del delito de suplantación de la identidad ajena, establece que “es necesario que exista un perjuicio en el suplantado para condenar al suplantador”. Y, de hecho, cuando no llega a concretarse dicho perjuicio es habitual que los tribunales absuelvan al acusado.

¿Qué daño podría alegar alguien que se ha visto suplantado, y al mismo tiempo defraudado, por la representación de un político en el congreso o en una procesión religiosa? ¿Daño moral, inmaterial, como el que sucede en el ultrajado sentimiento religioso? ¿De qué cauces directos dispone un individuo para protestar contra el alcalde de su ciudad quien pregona con su cara de cartón piedra que lo ha representado en una procesión o en la aprobación de esta o aquella obra pública que, curiosamente, atenta contra los intereses particulares de ese individuo?

Un alcalde es elegido para representar los intereses del Estado, que, raramente, coinciden con los intereses del jubilado, pongo por caso.

Al votante, que cree en esta representación política y religiosa -en realidad, no andan muy lejos la una de la otra en cuanto a su origen y finalidad última, que es el poder- este solo le ofrece la posibilidad de no votar a ninguno de estos políticos en las próximas elecciones, pensando, ingenuamente, que los próximos políticos le “representarán” mejor.

Nadie representa a nadie; ni en política; ni, menos aún, en la esfera religiosa, donde su organigrama de elecciones y de funcionamiento nada tienen que ver con una democracia directa, indirecta o pasiva refleja. Y aunque papas, cardenales, obispos y párrocos fueran elegidos por sus fieles, habría que poseer, ya no la fe del carbonero, sino la del fanático, para pensar que aquellos los representan ante la corte celestial. La mediación eclesial, formulada por san Agustín en La ciudad de Dios, fue un gran invento político religioso, pero llevaba fecha de caducidad. Pero, aunque no nos guste reconocerlo, a su manera el de Hipona se vengó con el tiempo: a fin de cuentas, ¿qué es la mediación política sino una copia más o menos remendada de esa mediación eclesiástica agustiniana?

Es cierto que los políticos no se hacen pasar por quienes no son -sería una suplantación, castigada por lo penal-, pero estaría bien que no se hicieran tantas ilusiones creyéndose su papel de mediadores oficiales ante el papá Estado. A nadie, excepto a sí mismos con el permiso de su amo, representan cuando dicen que defienden su ideario político o creencias religiosas en una procesión religiosa en cuerpo de ciudad o ponen belenes en los zaguanes la casa del pueblo. Pero, ¿qué casa? ¿Qué pueblo?

Su supuesta representación, tanto política como religiosa, es sinónimo de usurpación, de “usus” -derecho de uno sobre lo suyo-, y de “rapere” -arrebatar con violencia, robar-. Una usurpación que suele estar en el origen de las decisiones autoritarias del político y que, en el contexto que nos ocupa, tanto recuerdan la parodia de los Groucho Marx en la ópera, sobre el lenguaje administrativo.

Si en la vida real nunca las segundas partes fueron buenas, menos lo será la parte representada de la primera parte por el representante. Así que ya puestos, ¿por qué los políticos no intentan que la primera parte de la segunda parte del representante sea la segunda parte de la primera parte del representando? Seguro que lo consiguen y, además, sería lo mismo: una farsa, es decir, conjunto de rellenos palabráticos con tal de seguir amorrado al pesebre del poder.

¿Que, usted, me representa? ¡No me haga reír!