jueves. 28.03.2024

Todo conocimiento físico sangra

Decía Ceronetti en su libro El silencio del cuerpo que el conocimiento físico sangra. Para confirmarlo, recordaba, entre otros casos, el del anatomista Gabriel Fallopio (1523-1562), quien descubrió las trompas que llevan su nombre sacrificando en la mesa de operaciones un montón de mujeres, acusadas de infanticidio, previamente condenadas a muerte.

En lugar de morir en el cadalso, Fallopio, mediante una concesión graciosa del rey Cósimo I, terminaría con ellas en su mesa de vivisecciones. Y motivos de escrupulosidad moral no debió padecerlos el galeno. Lógico. Se trataba de “malas mujeres” condenadas a muerte. Fallopio debió de pensar que de esta forma servirían para algo útil.

Cabe añadir que este hombre fue, también, un precursor del condón. Preocupado por la enfermedad de la sífilis y la gonorrea que afligía a sus contemporáneos desde que Colón regresó del Nuevo Mundo antiguo, el hombre ideó un artilugio formado por una vaina hecha de tripa de animal y lino, que se fijaba al pene con una cinta. No consta que él lo utilizara.

Certificando la tesis de Ceronetti, digamos que la historia de la medicina muestra que las guerras, las cárceles o campos de concentración, las epidemias y los hospitales, han sido los espacios privilegiados del dolor, utilizados por los científicos de cualquier ideología para sus investigaciones y la obtención de sus más preciados datos científicos. De hecho, ciertos descubrimientos en el campo de la medicina, algunos reconocidos con el Premio Nobel, corresponden a auténticas sabandijas humanas, no solo nazis, también, tipos con una inmaculada presentación en su curriculum hasta descubrirse sus carnicerías ejercidas sobre seres humanos indefensos. Paradójicamente, estatuas levantadas en su memoria siguen aún en pie, en plazas y ciudades del mundo.

Algunos de estos conocimientos se obtuvieron por métodos nada ortodoxos, inmorales, infligiendo un terrorífico dolor a personas, en situaciones poco compatibles con la dignidad humana, sin anestesia, ya que en esta época brillaba con luz opaca y, cuando existía, el uso del éter fue discriminatorio. En algunos casos, estos médicos consideraban que la población negra, en Estados Unidos, no necesitaba ningún calmante que aminorase el dolor, pues lo resistían sin problema alguno o muchísimo mejor que los blancos.

En la actualidad, por culpa del covid-19 el mundo científico, como el de las grandes farmacéuticas, anda un tanto revuelto por dar con la vacuna que termine con este horror. En esta situación, he recordado el libro de Peter C. GøtzscheMedicamentos que matan y crimen organizado (Editorial Los Libros del Lince, Barcelona, 2014), un alegato demoledor contra la corrupción existente en este ámbito, apenas conocido, con excepciones sobresalientes.

La tesis del libro establece que la denominada Farma-Internacional es una institución experta en corromper a médicos, sociedades científicas, organismos internacionales, revistas científicas, organizaciones de pacientes, gobiernos y agencias de medicamentos con un único fin: incrementar sus beneficios. ¿El medio? La muerte de seres humanos llamados pacientes. Hoy, existen miles de ellos y, por descontado, siguen siendo utilizados como cobayas, algunos de forma voluntaria, pagados, o, como ha ocurrido en la historia de la medicina, vilmente engañados y ajenos a la manipulación científica de la que son objeto.

En cuanto a los fármacos, Gøtzsche sostiene que su uso representa la tercera causa de mortalidad, después de las enfermedades cardíacas y el cáncer. Denuncia que los fármacos son testados por los mismos laboratorios que, luego, manufacturan. Exageran los beneficios de los tratamientos y se ningunean sus efectos adversos. Añade que las compañías farmacéuticas compran médicos, profesionales, líderes de opinión clave, académicos, departamentos universitarios, agencias reguladoras de medicamentos, políticos, periodistas, organizaciones de pacientes y revistas.

El lector puede aceptar o no estas descripciones, pero, al menos, sabrá de qué va esta historia nada ingenua y no se tragará sin más las alentadoras intervenciones que los medios de opinión airean sobre hipotéticos remedios o vacunas contra el coronavirus.

Dejo al margen a gurús, laicos y religiosos, que todavía siguen explicando la aparición de esta epidemia como consecuencia de un “pecado laico”, un oxímoron o contradicción en toda regla, pues hablar de pecado en esta historia, además de ser una imbecilidad suprema, la diga o no un filósofo o un palafrenero o un cardenal, y lo es porque concita la presencia de un “deus ex machina” teocrático que ni siquiera un agnóstico utilizaría como razonamiento explicativo a lo que ha sucedido. Un obispo como el de Pamplona o un opusiano, anclados en una cosmovisión maniqueísta para explicar el origen del bien y del mal en este mundo, se sentirán muy cómodos con dicha descripción, con la que, muy probablemente, calmen su conciencia, paliativo fácil de obtener cuando la conciencia es tan solo una prolongación más o menos generosa del abdomen.

Cabría apuntar que ninguno de los enjuagues habidos entre compañías farmacéuticas y diversos mediadores, ambos unidos por los lazos de la ambición, tendrían lugar si las autoridades de los países actuaran con cierto sentido darwinista del mal y no providencialista, es decir, siendo conscientes del hecho de formar parte de una especie única y universal, seriamente dañada cuando sus individuos, sin etiquetas de raza, sexo, religión y nacionalidad, se ven asediados letalmente por un virus que atenta contra la supervivencia de la especie.

Señala Gøtzsche que, mientras estas autoridades de la salud estén en el ajo, seguiremos sometidos a las perversas intenciones economicistas de quienes vienen manejando los hilos de la salud mundial, importándoles un pepino las discusiones, políticas y filosóficas, sobre el covid-19 y sus máscaras.

Todo conocimiento físico sangra